Todo lo que imagina, escribe y crea Paolo Sorrentino está nimbado, como las representaciones gráficas de los santos, e incluso de Dios. Su aureola tiene la cualidad tanto de lo bello como de lo profundo: sus películas contienen pequeños ensayos, a veces diminutos y majestuosos, como los que Montaigne escribía en una sola página. Le basta con un diálogo a Sorrentino para fijar una idea; sus secuencias, sus escenas, son sintéticas y sincréticas: a veces las dos cosas, a veces nada de eso. A veces sólo resultan ligeras y mundanas, como lo que parecen sus personajes. Pero en la frivolidad también hay una historia. No, no: en la frivolidad está siempre la historia. Sorrentino es profundo y frívolo, como la vida, que tiene de todo, y hasta exhibiendo lo feo, es bello, igual que el acto de vivir, inevitable a pesar de todo. Bella, frívola y honda es The Young Pope, una película desmenuzada en diez capítulos de una hora cada uno que Paolo Sorrentino le ha regalado al mundo, como si fuera una ternera sacrificial en el altar de la literatura.
La propuesta de partida es un hechizo: hay un nuevo Papa en Roma, Pío XIII, el primer vicario de Cristo norteamericano. Tiene 47 años y es guapo, esbelto, fotogénico: todos creen que su cabeza está vacía y que será un títere del Cardenal Voiello, el astuto Secretario de Estado del Vaticano. Voiello es una suerte de Richelieu sardónico, napolitano y del Nápoles, las dos cosas: le gusta el lujo, ordenarlo todo, rodearse de la gente adecuada, la ambivalencia, hacer las cosas a su manera y Maradona. Pero Pío XIII tiene un plan. Es la némesis de Voiello (encarnado por un Silvio Orlando que es el mejor actor del reparto, sin más). Huérfano, imprevisible, místico, culto, solitario, obsesivo, frío y desconcertante, Sorrentino moldea un personaje a la altura de Jude Law, perfecto para la exposición gestual e iconográfica a la que le somete la cámara: cada mueca es una nota a pie de página, cada mirada, una exégesis. Sorrentino, como en todas sus películas, cuenta y grita con la música, con las imágenes cargadas de símbolos y con el contorno de los habitantes de su guión, siluetas claroscuras que parecen cariátides inmóviles pegadas a un muro y a las que hay que esforzarse en observar para advertir en ellas el torrente de vida que les brota de sus casi imperceptibles pestañeos.
La figura y el símbolo del Papa, heredero de San Pedro y líder moral de millones de personas en todo el mundo, es una herramienta narrativa tan poderosa en manos de un iconoclasta barroco -no hay oxímoron- tan ambicioso como Sorrentino, que The Young Pope es sobre todas las cosas un desafío metalingülístico. Es como tener el tótem sagrado de la tribu, de noche, sólo para uno: puede deleitarse en dibujarle grafitis con pollas y huevos peludos, puede garabatearle cuernos y bigotes, puede invertir el sentido explícito de sus atributos de poder, puede hacer lo que le de la gana con él. Y eso es, en efecto, lo que Sorrentino hace, cual niño travieso. Exhibe al Papa fumando, bebiendo Coca-Cola Zero con sabor a cereza, humillando a la anciana cocinera del Palacio Papal, que ha sobrevivido a tres pontífices; lo hace tomar el sol, nadar en calzoncillos, tocarle las tetas a una mujer casada, jugar con la paleta, aburrirse, torturar a su pobre confesor Don Tomasso y sacar de él sus recónditos delirios de grandeza; lo hace mofarse de todos sus cardenales, afirmar su primacía sobre ellos con arrogancia y soberbia ilimitada, y casi matar por despiste a un recién nacido; lo lleva a ridiculizar al primer ministro de Italia y, también, recrea vívidamente sus tormentos freudianos. Los que, no obstante, constituyen lo nuclear de la trama.
Porque Pío XIII es un hombre que vive anclado en un momento concreto de su vida: el día en que fue abandonado por sus padres en la puerta del orfanato de la Hermana María, su madre espiritual. El Papa está enjaulado en los únicos momentos felices que conserva de su infancia, y la idea de ausencia domina su espíritu. Por eso tiene extravagantes proyectos para recuperar el protagonismo universal que la Iglesia católica va perdiendo lentamente en el mundo contemporáneo: cerrarse, de la manera más llamativa y ostentosa posible, en sí misma, amurallarse tras las puertas de San Pedro de Roma, no mostrar, no enseñar, no sonreír, no tender la mano, y sobre todo, generar expectación a través del misterio y de, naturalmente, la ausencia. Instaurar la orfandad en el corazón de los hombres del mundo.
Si uno lo piensa con detenimiento, la idea no carece de potencia: la fe se compone casi en un 80 por ciento de misterio, es decir, de esa voluptuosidad natural que encuentra el hombre en presagiar una correlación sobrehumana de fuerzas que gobiernan el Universo, lejos del alcance de su pequeña y limitada mente. Dios está en esa bruma inescrutable, y en la cesión voluntaria que el creyente ha de hacer frente a ella. En la suspensión de la incredulidad, del pensamiento lógico. Entre Voiello y Pío XIII se dirime un órdago a la grande por el control de la Iglesia, artefacto político y moral de primer orden en la civilización occidental, a través del cual la tensión entre los personajes reverbera por los impresionantes pasillos de San Pedro, Castel Sant’Angelo, una remota satrapía africana gobernada por una monja embustera y cínica (un eco de la Madre Teresa, otro latigazo de Sorrentino a los mercaderes del templo) y Nueva York, donde Javier Cámara combatirá contra sí mismo y contra un cardenal pedófilo y fullero que cree tener al nuevo Papa cogido por los cojones.
Sorrentino se lanza al abordaje de temas capitales, como el del amor y de su dolor: Pío XIII reconoce que se hizo cura por no querer afrontar jamás en su vida el dolor inherente al acto de amar. Pero el amor se yergue frente a él, imposible de esquivar, parado como un muro de mármol ciclópeo: hay que definirse ante el amor, ante la fuerza abrasiva y performativa del amor, o esa misma fuerza le define a uno por omisión, aunque no quiera. Parece una continuación del Toni Servillo de Las consecuencias del amor; de hecho, estéticamente, The Young Pope surge en mitad de la Roma inconmensurable de La gran belleza, sobre todo en esa Roma vaticana, sombría, dramática, sanguínea, hecha a brochazos de pan de oro y sillares de piedra romana, de pájaros, cielo, agua tarkovskiana y luz, luz infinita y eterna como la gracia divina que se esconde en los incontables rincones lúgubres de la gran cárcel papal, la Santa Sede, lugar de poder por excelencia para el hombre occidental y también mazmorra para sus habitantes, castillo de If, jaula y claustro recargado de hermosura que lacera.
Sorrentino es además un magnífico speechwriter y hace declamar a Pío XIII con dejes de Obama y aspavientos de Trump. Con maneras a veces hitlerianas y formas cortantes, ásperas, de viento huracanado. Aprovecha para decir por boca del personaje de Jude Law opiniones absolutamente contrarias al mainstream acerca de la homosexualidad, la mujer en la Iglesia, sus antecesores -sobre todo y especialmente, Juan Pablo II, puesto en la balanza ya desde los créditos y el opening-, el academicismo moderno (Harvard como paradigma de la decadencia del mundo en manos de los sofistas modernos) y un sinfín de cosas más.
Sorrentino navega con viento en contra a bordo de los barcos más viejos y robustos del mundo: es, en toda la anchura de la palabra, un genio, capaz de esconder a plena luz del día y a la vista de todo el mundo, como Bernini, los arcanos de su artesanía narrativa, única y difícilmente imitable en nuestros días.