Fotografías: Sara Baquero Leyva
Para bien y para mal la idea que se tiene de España de fronteras para adentro se inclina más hacia la autocompasión que a la admiración. Es una consideración formada a partir de un relato histórico en el que los infortunios nacionales resaltan en letra negrita sobre los éxitos logrados como país y la Guerra Civil no solo ocupa las páginas más oscuras, sino que sus consecuencias se arrastran hasta nuestros días como un pie de página. La principal, de la que derivan todas las demás, el mito perenne de las dos Españas.
Una de las tantas metáforas a las que se recurre para simplificar aún más la división, tantos años después, entre una España roja y una España facha plantea un río donde, por disputas y diferencias, las orillas se miran enfrentadas. Juan Soto Ivars (Águilas, Murcia, 1985), que nació vacunado contra cualquier clase de nacionalismo, se ha acostumbrado a nadar entre las dos aguas sin dejarse atrapar por sus remolinos. El valor de estas internadas y de la libertad de palabra le han llevado a perpetrar Un abuejo rojo y otro abuelo facha (Círculo de Tiza): un artefacto literario que, con el subtítulo de Manifiesto contra el mito de las dos Españas, discurre sin complejos entre la autobiografía y el ensayo.
Puestos a jugar a las metáforas, Soto Ivars prefiere imaginar la forma que tiene España, que no es de piel de toro como se discute sino del tipo de pictograma que ponen en las etiquetas de los zapatos que están hechos de cuero. «Geográficamente tiene una forma que está en discusión porque ya no sabemos si Catalunya y País Vasco forman parte o no. Pero de lo que tiene forma, y de esto me di cuenta después de escribir el libro, es de patio de vecinos o de escalera. Siempre dando vueltas, de izquierdas a derechas que no llegan a ninguna parte, salvo a una puerta donde estás encerrado», dice.
Aquí todos son discusiones que nunca llevan al entendimiento. «Nadie se muestra tan a disgusto en España, y en compañía de otros españoles, como un español cualquiera», aventa en los primeros compases del libro. De modo que lo más probable es que se trate de la misma vecindad incongruente que retrató Antonio Buero Vallejo en ‘Historia de una escalera’. ¿O acaso la vida de ese patio guarda más relación con la tira de 13, Rue del Percebe? «La parte cómica sí. Si te levantas de buen humor le ves forma de 13, Rue del percebe, pero si te levantas con un humor lamentable pues entonces es quizás más kafkiana».
España, en fin, además de una señora con propensión a hablar alto y recrearse en los males, debe ser un trozo de tierra abonado por las divergencias territoriales. «Para los catalanes indepes tiene forma por ejemplo de capítulo de Kafka. Para los vascos a lo mejor de campo de batalla, porque el independentismo vasco siempre ha pensado que tiene que salir a cabezazo limpio. Para los nacionaliastas españoles tiene forma de castillo y desde sus almenas ven enemigos aproximándose. Para la izquierda puede tener forma de alpargatas. Cada uno le da la forma que quiere, pero el problema es que se nos está olvidando que la forma es precisamente un país que no sabe ponerse de acuerdo, lo cual es sano porque hay democracia, pero también es un país de gente intransigente».
Soto Ivars dibuja este retrato de España con el convencimiento de quien ejerce un columnismo de ideología desdoblada sin caer en la solemnidad. Lo hace con un trazo que conduce de forma segura dando vueltas y tomando desvíos que le permiten huir de la línea recta. «No quiero seguir una línea recta en la narración de las peripecias de mi vida y mi nacionalismo, porque la línea recta es vulgar. Ahí no solo hay una pista sobre la forma del libro sino sobre el presupuesto filosófico». Efectivamente, lo que puede parecer las simples memorias de alguien que tiene treintaypocos es también la celebración de las zonas grises. Allí donde los adversarios no se hacen el juego.
«A lo que yo me estoy enfrentando en este libro es a la linealidad del pensamiento, que es la de los dos bandos. Es decir, yo estoy en este bando, las cosas son así y si tú te sales un poco de esta línea recta en la que mi bando está cómodo te mando al otro de una patada en el culo. Así que hay una ambición no sólo de estilo sino de dar un mensaje». Con la inmunidad que da el haber crecido con el relato simultáneo de los dos bandos, «yo lo que hago es celebrar los perros sin raza y cagarme en los dálmatas».
Su abuelo facha y su abuelo rojo no se llegaron a juntar, pero cada uno condensaba las contradicciones del mito de las dos Españas, a su manera. La ideología de ambos no siempre se relacionaba con su actos ni con su forma de estar en el mundo. Su yayo Juan es un tipo que vota a Falange y tiene una botella en el armario desde que murió Franco y que espera abrir un 23-F. Pero también es el tipo que recogió a un comunista que estaba en la calle significado y lo metió de socio en su fábrica de pantalones porque un día, hablando con él, descubrió que era un tío muy inteligente. «Luego quebró el negocio. Y sé que hay fachas que son perfectamente coherentes con su ideología, como los rojos, pero hago un llamamiento a los individuos».
El cacareo que se levanta cuando el ruido de las celebraciones se confunde con el de la crítica hacen que Soto Ivars formule un dictamen que encierra lo que puede ser un remedio a todas las afecciones que padece España: «España necesita urgentemente un libro de autoayuda para países». Y luego reflexiona que nuestra manía de repetirnos una y otra vez que vivimos en un país de mierda es un ejercicio de autoindulgencia enmascarada. «Nos avergüenza que los extranjeros se lleven mala impresión, y al mismo tiempo nos satisface. Si The New York Times llama corruptos a nuestros políticos, sentimos la satisfacción morbosa de quien decelera el coche al pasar junto a un accidente de tráfico».
En su manifiesto, Soto Ivars no renuncia a desbrozar de la historia de España el maniqueísmo con el que se divide a los hombres buenos de los malos, justos e injustos, según el bando. «El maniqueísmo es una cosa muy mal entendida. Fernando Fernán Gómez la expresa muy bien en ‘La silla de Fernando’. Dice que él es maniqueo porque distingue entre buenos y malos. Ése es el maniqueísmo de verdad, por lo tanto yo soy maniqueista también, pero no creo que la izquierda y derecha lo sean», explica. Puede parecer lo mismo, pero no lo es.
Las dogmas de izquierda y derecha «hacen distinción en función de la ideología y eso es lo que combato en este libro. Tengo la sensación de que hay un punto de vista muy poco explotado en España donde las voces de gente que piensa de una manera conciliadora no han encontrado un cauce de expresión». El mejor exponente lo encontramos en los líderes de opinión. «Por ejempo, Gabilondo es un tío raro porque se mueve entre dos aguas. Es mucho más fácil ser Jiménez Losantos. Luego a Pérez-Reverte le llaman facha cuando no lo es. Puede ser bravucón y caerte mal, pero no lo es. ¿De verdad lo vamos a reducir a esto?»
Lo sabe porque le ha pasado a él mismo cuando se quita las etiquetas que otros se empeñan en ponerle. Encaramado en un medio digital con cuya línea editorial a veces comulga y otras no, ha terminado acostumbrándose a la fulminación de Twitter. «Llevo cuatro años como columnista parlamentario en un periódico mayoritariamente de derechas donde me consideran el rojeras de El Confi. Los lectores fieles me odian a muerte porque soy un podemita, y en cambio estos me llaman cuñado. Claro que estoy fastidiado con las etiquetas. Este libro es para decir me pagan para pensar si alguno de estos que me están poniendo etiquetas tienen razón. Y llego a la conclusión de que no». Sin acritud.