Una de las sensaciones basketeras que está grabada en mi memoria es el frío de aquellos madrugones infantiles para jugar al aire libre castellano, en invierno, sobre cemento, sin importar nieblas ni lloviznas mientras las suelas no empezaran a resbalar. Había que tener muchas ganas de jugar al baloncesto para hacerlo en esas condiciones. Las manos ateridas, violáceos los dedos y rojas las mejillas. Una caída era sinónimo de sangre y mercromina. Pero daba igual: eran más fuertes las ganas de jugar. Ya llegaría el día de poder botar bien el balón en parqué, con gradas, con marcador, con un aro que no estuviera torcido… Todos esos matices que convertían el baloncesto en algo más que un juego de patio de colegio.
Para entender el afán de superación de esta selección española, para comprender el coraje, el pundonor, el valor y cualquier otro eufemismo impreciso que pensemos para no referirse a los huevos que han demostrado en este Eurobasket (entre muchas otras cosas, claro está), podemos recordar aquellas ganas irracionales con las que íbamos a jugar de pequeños para hacernos una pequeña idea. Ellos nunca han olvidado esas ganas, las conservan a pesar de los éxitos acumulados y a pesar de tener ya, en varios casos, más de 30 años. Ganas de ganar, de seguir ganando. De incluir otro fotograma en la lista de recuerdos basketeros que todos tenemos.
Uno piensa en baloncesto y son multitud las imágenes que de pronto se encienden en la memoria. Ver a Sabonis jugando en el Pisuerga y caminando por la calle Santiago (que es como si un día apareciese Gulliver paseando por las Ramblas). El partido televisado de los domingos entre aceitunas y cortezas, con Pedro Barthe a la narración (otros tiempos). Las vigilias para ver los playoffs de la NBA, Magic repartiendo sonrisas en forma de asistencias, Jordan metiendo el último tiro (otra vez). Petrovic vestido de blanco tirándoselas todas (y metiéndolas), el Dream Team al completo en los Juegos de Barcelona, el triple de Ansley con Unicaja, Karnisovas alucinando a todos en su debut en el Palau Blaugrana (qué grande, Arturas), Djordjevic haciendo lo que quería primero con el Barça y luego con el Madrid, Navarro y Bodiroga ganando –al fin– la primera Euroliga de los culés en el Palau, el triple de Herreros para conquistar la Liga con el Madrid antes de retirarse, el año blaugrana de Pau Gasol antes de llevar su sueño al otro lado del Atlántico.
Y tantos otros que ahora se escapan de la memoria. A partir de hoy, esa película de recuerdos tendrá que incluir más de un fotograma con lo que ha hecho la selección española en este Europeo, con la semifinal contra Francia como momento cumbre y el último mate de ese partido como orgásmica epifanía visual. Y con la imagen icónica de Pau golpeándose el pecho como líder de la manada europea.Antes de la final, Rudy Fernández enlazó en su cuenta de Twitter el vídeo del conocido monólogo de Un domingo cualquiera, la película de Oliver Stone. Al Pacino interpreta a un entrenador de fútbol americano, y en un momento de su discurso previo al partido decisivo, dice: “O nos curamos ahora como equipo o moriremos como individuos”. Todos arrastramos heridas y la de España en este Eurobasket tenía La Marsellesa como fondo musical. Había que curar esa herida, y había que hacerlo como equipo, que es la única manera que esta selección entiende para hacer las cosas. Pero la solidaridad era aún más necesaria que en otras ocasiones debido a las dudas provocadas por las sensibles bajas con las que llegábamos a Berlín. Eso sí, contábamos con un individuo con el ‘4’ a la espalda para guiar al colectivo a través de esa incertidumbre. Y no hablamos de un individuo cualquiera. Y no nos olvidemos de Scariolo. No conviene acordarse del entrenador sólo cuando se pierde.
La derrota en el debut con la Serbia de Teodosic, subcampeona mundial, amenazó con abrir heridas nuevas. Pero empezamos a curarnos a tiempo con Turquía, como un equipo. No queríamos morir antes de tiempo. Y no lo hicimos, a pesar de que otro tropiezo con los cañoneros italianos nos dejaba sin margen de error. Defensa a defensa, canasta a canasta, siempre con Pau omnipotente, íbamos ganando partidos, aunque siempre sufriendo, excepto con Islandia. La Alemania de Nowitzki y Schroeder casi nos manda para casa. Pero ya no íbamos a perder más. Ni contra la Grecia de Spanoulis –para muchos favorita por delante de España–, ni siquiera contra la anfitriona, que nos debía revancha, y vaya si nos la cobramos. Luego estaba el asunto de la final. El rival, la Lituania de Valanciunas, que tampoco estaba en las apuestas. Había que jugarla y pelearla, claro que iba a ser duro, ¿pero alguien dudaba de que se fuera a ganar después de la semifinal? El principio del partido confirmó ese optimismo emocional previo. Se vio que los jugadores estaban finos, sueltos: la experiencia catártica con Francia, lejos de relajarles tras la euforia, les había liberado definitivamente. Ni con Sabonis padre hubieran podido ganar los lituanos, esa era la impresión en la segunda parte.
Dos detalles de esa final: la sonrisa de Sergio Rodríguez un segundo antes de que entrase el triple de Pau que sentenciaba el marcador (a veces el destino es inevitable, ese triple entraba seguro) y el propio Pau liderando –cómo no– el saludo a los lituanos antes de empezar a celebrar la victoria. Grandes durante y después del partido. Y a lo largo de todo el campeonato, pasando por encima de dudas razonables y de críticas tempranas. Dominar durante tanto tiempo el baloncesto terrenal (por debajo del cielo estadounidense) tiene sus consecuencias positivas, la mayoría, pero también alguna que otra negativa. Como por ejemplo, acostumbrar a la prensa y a los aficionados a ese nivel top, que diría Mourinho. En el momento en que el nivel baja a priori, parece que se nota más, que hasta fuéramos malos si hiciéramos caso de algunos buscatitulares ocasionales (ay, las portadas si hubiéramos perdido con Alemania), cuando simplemente hemos dejado de ser los mejores sin discusión. Ahora sí que hay que discutir, hay que pelearlo mucho más, incluso el aficionado tiene miedo a perder, algo que parecía desterrado si el rival no llevaba la palabra USA en la camiseta. Pero estos tipos no tienen miedo a la pelea, al sufrimiento. Ni a llevarse su tercer Europeo, cuando la mayoría no les colocaba ni siquiera en la final.