Me pregunto si lo primero que alguien piensa cuando lleva mucho tiempo esperando algo es en no morir. Yo al menos lo hice porque, déjenme que les diga, sería un gran inconveniente fallecer. “Hoy no puedes morir, haz todo lo posible por no morir hoy”, encadenadamente, “él tampoco puede morir hoy” y un mensaje: “Ninguno de los dos puede morir hoy y, ya que estamos, tampoco perder un avión, un tren o un metro”. Y así con la responsabilidad de tener que cumplir una ingente tarea me dediqué a no morir hoy. Una obligación un poco kamikaze.
Claro que uno piensa que lo más natural del mundo es sobrevivir pero es que el día en que de verdad te propones cumplirlo las cosas se truncan. Miles de peligros acechan, hasta dentro de tu propia casa. Por primera vez me seco el pelo o abro la nevera con zapatillas, aunque siempre me ha parecido de pusilánimes. No obstante la ocasión merecía la pena: “mira si después de cinco meses no llegas al aeropuerto por un vaso de leche…”, “mira si después de cinco meses no llegas al aeropuerto por estar escribiendo por el móvil mientras que andas por la calle…” Y así en bucle.
Había sorteado con bastante suerte los riesgos que puedes encontrarte en una casa pero coger el metro en Plaza de España a las ocho de la mañana es otra cosa. Ni mochilas bombas, ni que alguien te empuje a las vías del andén… el verdadero peligro es la concentración de gente que hay en todos los vagones. Uno se imagina que esas cosas sólo pasan en China o en Japón, pero aquí tenemos nuestra propia versión. Estar más de tres paradas en uno de esos vagones es como sentarse en una sauna a potencia máxima. Uno sale de allí que no sabe ni en qué parada ha bajado, ni lo qué ha ocurrido ahí dentro, ni casi cómo se llama uno.
Y durante esos minutos de alucinación pensé mucho. Y claro, uno se da cuenta de que por mucho que estires los brazos parece que nunca puedas llegar a tocar ciertas cosas, a sentirlas, a adueñártelas. Hay cosas que nunca podemos abrazar por muchas veces que lo intentemos. Me acuerdo de la frase de Ray Loriga: “La memoria es el perro más estúpido, le lanzas un palo y te trae cualquier cosa”, y uno toma la resolución de que ya basta de jugar tanto con el perro.
El volver siempre tiene algo de victoria, especialmente si estás esperando. Parece que la felicidad se te vaya escurriendo poco a poco pero uno se acaba encariñando con esos sentimientos. Los recuerdos son un lugar romántico donde pasearse de vez en cuando un rato. “Siempre tuvimos buenos momentos” reflexiono.
Salgo del metro, la memoria puede ser peligrosa. Uno viaja por los diferentes recodos de los recuerdos y es fácil perderse por allí. Me he imaginado muchas veces la conversación de nuestro encuentro. Tú me dirías que estaba más guapa que nunca y que te gustaba como llevaba el pelo. Yo te diría algo como que tu barba sigue igual de salvaje. Luego habría que hablar de cosas más serías como de los espacios que fuimos y eso podría convertirse un poco en algo parecido a la Siberia del amor.
Estoy en el aeropuerto y parece que por ahora he sobrevivido. La puerta de llegadas está apelotonada de gente y me vuelvo a preguntar si sus días han sido también un intento por no morir. Las puertas se abren y sólo logro pensar: si tú, si yo, si nosotros…
Fotografía: Mrhayata