Cada año, el 12 de octubre, celebramos el Descubrimiento de América. Me gustaría matizar que en la palabra “descubrimiento” me refiero única y exclusivamente al hallazgo por parte del Mundo Occidental del nuevo continente. Ante Europa asoma un nuevo reto: saquear y controlar a unos indígenas alejados de la mano de Dios. Cada año, el 12 de octubre, celebramos el día de la Hispanidad o, como a Franco le gustaba llamar, el Día de la Raza. Las fuerzas militares hacen gala de su poderío desfilando durante toda la mañana por la Castellana (menos los tanques, que esos gastan mucha gasolina y estamos en crisis). Militares, siempre los militares.
La conquista y colonización de América fue a través de la sangre y el acero, o al menos el grueso de ella, no hace falta ser un sabio para conocer esto. Tampoco entraré a valorar si los indígenas de la zona eran todo bondad, puros y limpios de espíritu. Mucho cariño no tenían los habitantes del Valle de México a la Triple Alianza azteca (Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan) cuando, al llegar los españoles, se lanzaron a los brazos de nuestros antepasados a los que veían como libertadores. La conquista no fue un acto de heroicidad por parte de un puñado de valientes guerreros hispanos. Nada más lejos de la realidad: ese puñado de hombres iban acompañados de millares de indios que se rebelaron contra los dos grandes imperios de la América Precolombina. Lo que no sabían estos indígenas es que se estaba metiendo de lleno en la boca del lobo, que sus salvadores serían finalmente sus verdugos. Torturas, vejaciones, enfermedades, esclavismo y asesinatos a la orden del día para mantener la predominancia hispana en tierras tan lejanas.
Pero no quiero centrarme en los hechos, quiero ir más allá y reflexionar de una forma más o menos antropológica sobre la capacidad que tiene el ser humano para poder llevar a cabo las más grandes proezas al mismo tiempo que comete las mayores atrocidades. Somos muchos los historiadores que ya nos hemos quitado la venda de los ojos y que hablamos sin tapujos de una Leyenda Negra que tenía menos de leyenda de lo que creíamos. Recordemos que no hace tanto que murió Franco y que la conquista de América era una proeza española sin parangón, era el amanecer de un imperio. El problema es que nadie nos había contado la realidad, el cómo se llegó a dominar un mundo tan vasto en tan poco tiempo. No os engañéis, queridos lectores, no fue a base de besos y rosas.
Dentro de la oscuridad, una institución (o al menos parte de ella) se rebeló contra el despotismo desmedido al que eran sometidos los indígenas a través de las encomiendas que, para hacer un símil más o menos acertado, son como las plantaciones de algodón estadounidenses pero a la española; y ya sabemos cómo se las gastaban los vecinos de Norteamérica. Esta institución fue la Iglesia Católica de la mano de Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas.
Poco tardaron en llegar noticias a España con quejas sobre el maltrato a los indígenas. Los frailes, principalmente dominicos, asentados desde hacía años en América, llegaron denunciando el maltrato al que eran sometidos los aborígenes por parte de los terratenientes hispanos. Es dentro de esta espiral de violencia desmedida y sin control por parte de las autoridades españolas en América que se inicia el debate sobre la igualdad y los derechos del indio con dos frailes a la cabeza: Francisco de Vitoria, la mente pensante, y Bartolomé de las Casas, un hombre de acción que también se embarcó a América para ver los desvaríos y desfalcos de primera mano; con discursos vehementes que encendían los corazones y levantaban pasiones. La combinación perfecta, el perfecto matrimonio entre sabiduría y trabajo de campo. Los dos miembros de una Iglesia que, recordemos, estaba en plena era inquisitorial de olor rancio y podrido. Es en ese mismo momento, cuando el ser humano está dando lo peor de sí, que surge el prototipo de lo que más adelante serían los Derechos Humanos.
¿Compensa? ¿Es necesario sacar lo peor para que surja lo mejor? Eso, en la opinión de este humilde historiador, nos define mucho como especie. Somos depredadores al 200%. El intercambio cultural fue muy vasto y enriquecedor, las rutas comerciales dieron una vuelta de tuerca. ¿Compensa? No, pero es innegable. También es verdad que juzgamos con ojos de 2014 lo que ocurrió hace más de 500 años. La ética no era la misma ni por asomo. ¿Explicable? Sí. ¿Justificable? De ningún modo. ¿No hubiera sido mejor que no hubiesen existido Las Casas y Vitoria? ¿No significaría esta “no existencia” que durante la conquista las cosas se hicieron bien? Parece que el ser humano sólo puede plantear soluciones una vez desencadenado el problema, pocas veces antes de crearlo. Cabe mencionar que la abolición de la esclavitud sólo afectó a los amerindios, los esclavos negros siguieron siendo esclavos, ese es otro debate al que no haré referencia aquí para no cargar el artículo.
Estos dos pensadores fueron secundados por muchos otros y, al final, con la implantación de las Leyes Nuevas, se abolió la esclavitud y los indígenas volvieron a ser considerados personas; aunque sabemos, si echamos un vistazo a las crónicas, que poco mejoró la situación en la América Hispana después de este Real Decreto. Por eso, y estoy convencido, que hoy Bartolomé de las Casas no celebraría nada, porque para él el 12 de octubre no fue sino el principio de la aberración que se cometió en América por parte de los conquistadores y colonizadores hispanos. También habría estado en contra de tratar a los indios como a unos “pobrecitos” como sí hacen autores como Eduardo Galeano en su obra Las venas abiertas de América Latina; alguien que lucha por la igualdad no puede estar a favor del victimismo sectario. Si algo hubiera de celebrarse sería el encuentro entre dos mundos diferentes donde podría haber primado el beneficio común, el aprendizaje mestizo. Nada más lejos de la realidad, el problema es que a partir del día 13 de 1492 toda esa ilusión se fue al traste.