Como tantas mañanas de mi vida, aquella de agosto comenzó con una voz muy potente de mi padre:
—¡Fran, baja! ¡Aquí está el periodista ese, el inglés al que tú sigues!
“El periodista ese” era Jon Lee Anderson. Almorzaba en el restaurante de mi familia, en Frailes (Jaén). Mi padre tiene un hijo reportero, pero no sabe —tampoco tiene por qué— quién es, a juicio de su varón primogénito, el mejor del mundo en el oficio. Exculparé la ignorancia paterna; he compartido redacción con colegas a los que el nombre de Jon Lee Anderson les suena a actor coreano. Que papá se equivocara de nacionalidad, una minucia.
El escritor de The New Yorker regresó al sur de Jaén para verse con Jackie Rae, afincada en Frailes, pareja del difunto Michael Jacobs, autor —este sí era inglés— que eligió vivir rodeado de olivos, íntimo de Jon Lee Anderson. Una de las paradas del reportero estadounidense fue, como decía, mi casa.
Admito que me temblaron las piernas. En agosto de 2014 perdí la ocasión de conocerlo. Su fugaz estancia con motivo de unas jornadas literarias para rememorar la figura de Jacobs me pilló enclaustrado en la redacción, a setenta kilómetros de mi pueblo. No pudo ser. Mi suerte iba a cambiar dos años más tarde, gracias al aviso de papá y a la gentileza de Jackie Rae.
¿De qué hablaría con el gran cronista americano? Yo, plumilla de provincia, acababa de comunicar al periódico que me iba. Dejaba atrás cuatro años y medio de fiel reclutamiento cada fin de semana. Enfrente tendría, muy pronto, a uno de los máximos exponentes del periodismo narrativo, elogiado por el mismísimo Gay Talese.
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Jon Lee Anderson (California, 1957) trabaja en The New Yorker desde el año 1979, según reza su perfil de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, donde es maestro —imparte talleres a jóvenes cronistas— junto a otros referentes del género que cuidan el legado periodístico de Gabriel García Márquez, como el colombiano Alberto Salcedo Ramos o la argentina Leila Guerriero.
La máxima de ensuciarse los zapatos a la hora de hacer el trabajo de campo reporteril ha llevado al autor norteamericano a cubrir más de una docena de conflictos bélicos, desde la Guerra Civil de Guatemala hasta la perpetrada actualmente por el Estado Islámico en países como Siria. Uno de sus trabajos más conocidos y prestigiosos es Che Guevara: Una vida revolucionaria, reportaje de largo aliento sobre el líder argentino-cubano. El periodista eligió vivir durante tres años en La Habana para escribir sobre Ernesto Guevara. No es la única gran personalidad que ha abordado: Augusto Pinochet, Charles Taylor, Iyad Allawi, el rey Juan Carlos I de España, Saddam Hussein, Hugo Chávez y Gabo también han sido perfilados por Jon Lee Anderson.
Ha publicado en medios prestigiosos de todo el mundo tanto en inglés —The New York Times, Financial Times, The Guardian— como en castellano —El País, Diario Clarín y El Espectador—. Gracias a la desaparecida revista argentina El Puercoespín, parte de su producción estuvo disponible para la comunidad hispanohablante. Una de las últimas crónicas que compartió en este medio digital fue La Venezuela de Chávez: La torre rota, texto que coincide temporalmente con la misteriosa enfermedad que acabó con la vida del dirigente venezolano.
El pasado 17 de julio, un par de semanas antes de su paso por mi pueblo, Jon Lee Anderson publicó la columna Dinamitar el Valle de los Caídos en eldiario.es, con motivo del ochenta aniversario del inicio de la Guerra Civil española. Párrafos como el siguiente le costaron algunos dolores de cabeza en twitter por parte de nostálgicos de Franco:
“Sentí que estaba en un lugar maldito, y que ese lugar debía ser destruido, que mientras existiese, fascistas como esos hombres podrían reunirse y sentirse de alguna manera reivindicados en sus ideologías nefastas, e inclusive soñar con la posibilidad de un retorno al poder”.
La pieza también fue aplaudida. Yo no dudé en felicitarlo personalmente por la idea de dinamitar el Valle de los Caídos. Él celebró mi complicidad con risas. Según me dijo, envió el texto al periódico de Ignacio Escolar sin título. Dio por bueno el elegido.
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Bajé las escaleras y escuché el deje caribeño de Jon Lee Anderson al otro lado de la puerta. Esperé un rato, inmóvil, y me di cuenta de que el reportero pasaba del inglés al castellano con la misma facilidad que caracterizaba a Jacobs. Por fin abrí la puerta que comunica el bar con el domicilio. Él —pelo cano hacia atrás y camiseta hawaiana— estaba en una mesa con su esposa y con Rae. Ya habían comido. Aguardaban a los chupitos. Era el momento.
—Hola, Jon. Me llamo Fran —le dije, y le extendí la mano.
—Hola, creo que nos conocimos el año pasado.
—No, ése era mi hermano. Le pedí que me firmaras tu libro sobre el Che.
En el diálogo yo estuve siempre de pie; Jon Lee Anderson, sentado, como si fuera un colega. Tras los intercambios vacuos, entré en (nuestra) materia. Nombres del periodismo narrativo español y latinoamericano se acumularon sobre la mesa antes de que llegaran los chupitos: Álex Ayala, Enrique Naveda, Alberto Arce, Roberto Herrscher, Óscar Martínez, Gabriel Pasquini, Graciela Mochkofsky y Carlos Manuel Álvarez, entre otros. También hablamos sobre algunos medios: El Faro, El Estornudo y Radio Ambulante.
—Hice una entrevista para entrar en Plaza Pública, pero no pudo ser —le comenté.
—Si te gusta Guatemala, sigue “tu bichito”— me dijo.
El gran consejo vino después, cuando me preguntó dónde escribía, y yo le pedí que me sugiriera un país latinoamericano en el que hacer carrera o estrellarme con estilo. El gran consejo era, formalmente, un imperativo:
—Aviéntate. Ahorra dos mil euros y dale. A cualquier sitio que vayas habrá una comunidad de colegas. Te tratarán con fraternidad.
Había cierta música en sus palabras. Había cierta atmósfera cinematográfica que no quiero olvidar.
El hombre que me dijo “aviéntate” escribió su dirección de correo en una hoja pequeña de esas libretas donde los camareros dibujamos rayas para apuntar cervezas y tintos de verano.
—Seguiremos intercambiando— me dijo, y movió los puños como un boxeador que entrena suave.
He dejado el periódico ante el riesgo de convertirme en un zombi con artrosis, que tiene que ser una criatura rarísima, pero posible.Aún no he hecho la maleta, porque me queda una bala en el periodismo de provincias. Y estoy feliz. Mi decisión coincide con la sugerencia de Jon Lee Anderson: he escapado, me he dejado ir.
Fotografía de Esther Vargas en Flikcr