Cuenta David Chandler en su monumental Las campañas de Napoleón, traducido y editado hace poco por La esfera de los libros, que el 23 de noviembre de 1805, “el grado de cansancio de los franceses resultaba preocupante. Al Emperador no le quedó más opción después de ocupar Brno que decretar un alto en las operaciones y conceder un descanso imprescindible. La Grande Armée llevaba ocho semanas de ininterrumpida ofensiva; su empuje y energía estaban agotados, y parecía que los aliados tomarían la iniciativa. De un tiempo a esta parte el aspecto del ejército francés se había ido deteriorando, y los soldados se parecían cada vez más a los espantapájaros. Escribiendo desde Salzburgo, un veterano austriaco describió a las veloces columnas: ‘A muchos se les ve vestidos con túnicas de campesino, mantos de borrego o pieles de animales salvajes; algunos llevan colgando del cinturón objetos tales como largas tiras de manteca, jamones o trozos de carne, otros hogazas de pan y botellas de vino. Su penuria, sin embargo, no les impide encenderse las pipas con billetes vieneses’. Los ignorantes grognards, con su recelo instintivo por el papel moneda tras la experiencia de años de assignats y mandats devaluados, quemaron muchos miles de táleros que podrían haber cambiado por otra moneda”.
Sin embargo, eran la mejor infantería del mundo. Probablemente Europa no había visto nada igual desde los Tercios españoles del siglo XVI. La Revolución parió soldados-ciudadanos, recuperando el viejo orgullo cívico de los ejércitos no profesionales de la Roma republicana. Napoleón, a pesar de su inconmensurable dominio del arte de la guerra, se encontró el mejor barro posible con que modelar su máquina de combate, que sometería al resto de ejércitos europeos durante diez años más, de forma ininterrumpida. Antes de acuartelarse en Brno esa misma infantería había desarticulado un impresionante ejército austriaco en Ulm y ocupado Viena. Pero a punto de comenzar diciembre, estaba, en efecto, en una posición delicada: muy lejos de sus bases en Baviera y los Alpes, cada vez más lejos de París, y en el corazón del territorio enemigo, aguardando el puñetazo de los rusos.
Napoleón estaba entonces en pleno dominio y conciencia de sus capacidades intelectuales. Es decir, no era aún el jefe errático y acrítico que se quedaba dormido mientras sus ejércitos se desangraban en el campo de batalla, como en Waterloo, ni el hombre cegado por su propio brillo, encerrado en la gloria pasada, incapaz de asignar al mariscal correcto para la misión adecuada. En 1805, Napoleón era Alejandro Magno en el vientre del imperio persa; era Julio César sometiendo a los galos, era el dios de la guerra. Tras capturar 60 mil prisioneros austriacos en Ulm, 120 cañones, 90 banderas y 30 generales, le escribía a Josefina el 19 de octubre que estaba cansado y no se sentía particularmente bien. Sin embargo le prometía a su emperatriz “ir a por los rusos; está todo bajo control con ellos. Estoy contento con mi ejército: sólo he perdido 1500 hombres, de los cuales dos tercios están ligeramente heridos”. Después de Ulm le escribió a Francisco I asegurándole que deseaba la paz y el bienestar de los pueblos francés y austriaco, agasajándolo con vehemencia y diciendo querer tan sólo conocer todos y cada uno de los deseos e inquietudes del Habsburgo.
Napoleón no sólo era en 1805 el martillo de Ares, sino que también era un diplomático sagaz con una lengua de serpiente bíblica: halagaba el oído de quien consideraba más débil o más accesible de sus enemigos, mostrándole un amor desmedido capaz de embelesar incluso al más ferviente antirrevolucionario de las monarquías europeas. Su táctica, como la de Aníbal en Cannas, fue la de aparentar debilidad, laxitud e inclinaciones a la negociación: los asesores militares del impetuoso y voluble zar Alejandro I desbordaron la legendaria cautela del general Kutuzov, y la diferencia de casi 30.000 hombres entre los que la Triple Coalición tenía desplegados en el centro de Europa y de los que disponía Napoleón lanzaron de cabeza a los rusos arrastrando consigo al resto de fuerzas de la ya vapuleada Austria. Bonaparte abandonó los Altos del Pratzen, pregonó un inusitado miedo por perder su línea de comunicación con Viena y replegó los cuerpos de su Ejército con un estudiado desorden que exaltó los ánimos de un enemigo incrédulo: el Ogro parecía a tiro. Escribió en su Correspondencia que “toda esta multitud de fintas surtió su efecto. Los jóvenes exaltados que capitaneaban el bando ruso se dejaron arrastrar por sus impresiones más o menos viscerales. No se trataba meramente de combatir con los franceses, sino de doblar su flanco y aplastarlos”.
Pero él ya había elegido, con esa cualidad para columbrar de arúspice que tenía, el lugar donde culminaría su estrategia, como cuenta el conde De Ségur: “Al volver de Wischu el 21 de noviembre por la carretera, se detuvo a unos doce kilómetros de Brno, cerca de Santon –una colina pequeña al lado de la carretera con forma de cono truncado–, y dio órdenes de que se excavara la ladera del lado del enemigo a fin de aumentar el desnivel. Luego se alejó hacia el sur y entró en una altiplanicie encajonada entre dos riachuelos que discurrían desde el norte hacia el suroeste. El Emperador recorrió despacio y en silencio este terreno recién descubierto, parándose varias veces en sus puntos más elevados, mirando sobre todo hacia Pratzen. Examinó detenidamente todas sus características y en el curso de esta inspección se volvió hacia nosotros y dijo: ‘Caballeros, examinen este terreno con detenimiento, pues va a ser un campo de batalla en el que desempeñaréis un papel’. Esta llanura se convertiría pocos días después en el campo de la batalla de Austerlitz”.
El día 1 de diciembre el Zar Alejandro y el Emperador Francisco establecieron el cuartel general aliado en el pueblo checo de Krzenowitz. Con ellos iban 85.400 soldados y 278 cañones. Napoleón, al otro lado del río Goldbach, esperaba con 66.800 soldados y 139 cañones. Dice Chandler que la víspera “el emperador Francisco, envejecido prematuramente, deprimido y desacreditado a causa de los desastres que habían sufrido sus ejércitos, insistía en que había que ser cautos, al igual que hacía el astuto veterano Kutuzov, aunque éste no exponía sus puntos de vista con suficiente rigor. El joven e inteligente Zar, al final, decidió seguir el consejo de sus ayudas de campo, entre los que estaban Dolgorouki, Lieven, Volkonski y Stroganov, y aprobó el plan propuesto por el jefe del Estado mayor austriaco, Weyrother, un veterano de las oficinas vienesas que no estaba de acuerdo con la costumbre de su jefe de estar siempre contemporizando y, por tanto, se puso de parte de los exaltados que abogaban por la acción inmediata”. El plan consistía en dividir la inmensa fuerza aliada en siete partes y hacerlas cruzar el río, abandonando las posiciones de privilegio sobre los altos que rodeaban el Goldbach que Napoleón les había concedido previamente. Habían mordido el anzuelo. Tolstoi introdujo al lector universal en esa víspera soporífera y entusiástica a través de los ojos del príncipe Bolkonski, no por casualidad homónimo de uno de los edecanes del zar. Cita Chandler al general Langeron y su descripción de la atmósfera reinante en el cuartel general aliado: “Cuando estuvimos todos reunidos llegó el general Weyrother, extendió sobre la amplia mesa un mapa enorme y a gran detalle de las inmediaciones de Brno y Austerlitz, y nos leyó el orden de batalla a voz en grito y con un tono prepotente que delataba el convencimiento de su propio mérito y de nuestra incapacidad. Hablaba como un maestro de escuela explicando la lección a sus alumnos. Kutuzov, sentado y soñoliento cuando llegamos, acabó durmiéndose antes de terminar la sesión”.
De los tres emperadores presentes en Austerlitz, Francisco y Alejandro eran dinásticos. Representantes de la tradición monárquica secular, sólo respondían ante Dios, sobre todo el zar de todas las Rusias. Napoleón, en cambio, era el Hombre-Revolución ungido Emperador por su propia mano: era un advenedizo, un hombre fuera de lugar según la concepción del mundo de sus enemigos. Un monstruo, un don nadie. Representaba la catarsis apocalíptica que había emergido de los suburbios oscuros de París para destruir el orden mundial que los había puesto a ellos, a Francisco y a Alejandro, en el trono heredado de sus padres, de sus abuelos, de sus bisabuelos y de sus tatarabuelos. Es decir, en Austerlitz estaban convocadas las fuerzas del mundo antiguo contra las del mundo nuevo, encarnadas, no obstante, en la figura de tres tiranos, de los cuales sólo uno de ellos había leído a los clásicos. Naturalmente, ése era Napoleón.
Era su primera campaña como Emperador. Se había coronado a sí mismo el 2 de diciembre de 1804, justo un año antes, en la catedral de Notre-Dame de París, delante de la presencia sumisa de Pío VII. La víspera de la batalla había redactado un parte extraño y motivador dirigido a sus soldados, en el que les aseguraba que su Emperador “se expondría en primera línea si por un momento la victoria pareciese incierta”. Estaba de buen humor, según testimoniaron luego en sus memorias algunos soldados franceses que lo vieron de cerca. Cenó con sus oficiales cebollas fritas con patatas, y habló animadamente de Egipto, “comentando que se había avistado un cometa sobre París, augurio de que por la mañana vencerían”. Dio su última ronda de inspección escudriñando la oscuridad a fin de observar las hogueras del enemigo, y volvió a su campamento acompañado por cientos de antorchas agarradas por manos cuyos dueños gritaban enfervorecidos vivas al Emperador. De todas las fogatas que calentaban a la miríada de unidades de la Grande Armée comenzaron a llegar soldados que sólo querían saludar a Le Tondu.
“En los Altos del Pratzen, situados al otro lado del valle, los centinelas rusos dieron parte a sus oficiales de la inusitada actividad del campamento francés. Se convocó a toda prisa una reunión del estado mayor en el pueblo de Blasowitz para tratar la posibilidad de un ataque nocturno francés o de una tentativa de retirada, pero el alboroto se calmó poco a poco y a las dos y media de la mañana estaba todo tranquilo a excepción de los disparos esporádicos de mosquete efectuados por partidas demasiado entusiastas en las cercanías de Tellnitz”.
La batalla empezó a las siete de la mañana; a las nueve menos cuarto, los aliados parecían llevar la mejor parte, con los flancos franceses, muy estirados y muy debilitados, concentrando los esfuerzos de austriacos y rusos. Llegó la jugada maestra. Bonaparte le preguntó al mariscal Soult cuánto tardarían sus divisiones en tomar los Altos del Pratzen, y éste le contestó que veinte minutos. Napoleón esperó un poco más, y luego ordenó el ataque: au pas de charge hacia un centro de la línea enemiga que parecía transparente, tal y como había adivinado Bonaparte. Kutuzov se olió la tostada y apareció por la Historia la imponente Guardia Imperial rusa, para ofrecer a la posteridad una serie de trombas épicas y sangrientas que a punto estuvieron de revertir la ventaja táctica de Napoleón. Los rusos batieron las nuevas posiciones francesas, descubierto el pastel, hasta bien entrada la tarde. El heroico sacrificio de los imperiales rusos fue memorable. “Muchas damas de San Petersburgo lamentarán el día de hoy”, comentó luego Napoleón al ver a los 200 prisioneros de la Guardia, la crema de la aristocracia de Rusia, desfilar ante sus ojos. Los mamelucos al mando del general Rapp dieron el golpe de gracia junto con la Guardia, ya Imperial, siempre en la reserva pues a Bonaparte no le gustaba demasiado exponer “a sus niños”, lo más granado de su temible infantería.
Pasadas las tres los rusos se dieron a la desbandada, y más de 5.000 huyeron a través de pantanos y lagos helados al sur del campo de batalla. Napoleón ordenó bombardearlos, y casi 2.000 perecieron en las aguas gélidas de Moravia. La Tercera Coalición, hermanada con el ambicioso objeto de enterrar de una vez la dichosa Revolución, fue aniquilada por la batalla más brillante del césar moderno. Napoleón recordaría Austerlitz hasta su lecho de muerte. Allí, en Santa Helena, el capote gris que lució aquel 2 de diciembre de 1805 sirvió para cubrir su moribundo cuerpo ulcerado y postrado en un camastro en un peñasco perdido del Atlántico Sur. Eso estaba muy lejos todavía. A pesar de que los ingleses, el tercero de los aliados, dominaban a su antojo el mar tras lo de Trafalgar, la tierra era suya. Austria era un guiñapo; Prusia estaba de pronto sola y abandonada, rodeada por el gigante tricolor, y Rusia, tan remota y vencida ya, quedaba para que el Gran Seductor intentase por todos los medios, durante los siguientes siete años, convertirla en su concubina