El todo y la nada. Comida y barro. Sudor y segundos travestidos de eternidad. El traqueteo atrotinado. El tufo de velocidad y tiempo me atrapa. Títere.
La tozudez de llegar a Bangkok atrincherada en un vagón de terciopelo mugriento. ¿Ocho? ¿Diez? ¿Doce? Horas interminables, tránsfugas. Un tirón en la espalda, y otro. Campos de arroz a un lado y a otro y una puesta de sol de las que sólo se ven una vez en la vida. Tierra marchita. Tailandia, el único país del sureste asiático no colonizado. Niños y ancianos. Mujeres, animales y víveres, ¿Hombres? Menos.
El calor se hace insoportable, se pegan las piernas a un asiento de plástico turquesa ajado y raído, desvencijado. ¿Aquí se puede fumar? Por supuesto.
Me escapo para buscar la serenidad de la nicotina, entre vagón y vagón. Respiro aire fresco y renazco. Aspiro y muero un poco más. Se me atraganta el olor del baño, muero por infinita vez.
Me acerco peligrosamente al borde de la escalera, sin barandillas, sin protección. Libertad suicida. Podría tirarme del tren en marcha y nadie se daría cuenta. El aire me golpea la cara, acalorada, y me mareo. La velocidad del tren no es excesiva, pero sí suficiente para hacer tambalear mi maltrecho equilibrio. La velocidad me asusta, la del tren, la del devenir. Pero más me asusta el estancamiento y la inmovilidad. La permanencia de las cosas, la no evolución.
Tiro el cigarro y vuelvo a mis aposentos de reina decapitada. El chico de delante me mira y sobran las palabras, la asfixia nos corroe. Algún día, llegaremos a Bangkok, querido amigo