Nunca lo sabrá, pero si estoy escribiendo estas líneas es, en parte, gracias a él. Y me imagino que habrá otros veinteañeros o treintañeros que se dedican a juntar palabras porque también soñaban con encontrarse con un trozo de pan como él cuando pisaran por primera vez la redacción de un periódico. Él no era otro que Álex Angulo, un hombre que durante mucho tiempo fue tan solo Blas, aquel calvete que le daba la réplica a Coronado y sacaba de quicio a María Pujalte en Periodistas. Ese personaje representaba una raza que está en peligro de extinción en los medios, si no la ha extinguido ya el capitalismo salvaje de los patrones de la comunicación española. Ya hablamos una vez de ese redactor veterano, amante de su trabajo y nada ambicioso, que pasados los 50 se dedica a criar a los jóvenes polluelos que empiezan a escribir creyéndose que pueden comerse el mundo sin saber que aún no han roto el cascarón. El Blas de Álex Angulo era todo eso. Un socarrón en quien poder confiar, un buenazo que iba de cara, un segundo padre en el mundo laboral.
Ese papel de hombre bueno lo repitió en El laberinto del Fauno, en series como 14 de abril. La República y en muchas producciones más. Angulo hacía llorar cuando encarnaba a esos buenos tipos que no tienen otro remedio que bajar la cabeza ante el poder. Te tocaba la fibra, la pena supuraba creíblemente por cada una de las arrugas de su cara. A Angulo ya le conocimos adulto, sin pelo, casi siempre con gafas y mostacho. Para los cinéfilos que gustamos del producto nacional, era como de la familia. Podía ser el camarero de la cafetería de la esquina, el mismo hombre simpático que lleva 20 años sirviéndole el café y los churros a tu familia cada domingo. O tu profesor de Química, ese hombrecillo al que recuerdas con nostalgia cuando vuelves la vista atrás a los años de instituto. Y eso que le hacías la vida imposible. O, también, el presidente del club de fútbol del barrio, ese que llevó a probar a la estrella de la plaza a un equipo de Primera sin esperar nada a cambio. O, por qué no si muchas veces se puso la sotana, ese cura bueno que miraba por los que menos tenían y no por complacer a su obispo.
Angulo nunca se cansó de trabajar y encarnó mil papeles marcados por la bondad. De hecho, el fatal accidente de tráfico que le ha arrebatado la vida a los 61 años interrumpió en La Rioja un viaje de Bilbao a Zaragoza: iba a rodar la película Bendita Calamidad. No se bajó nunca del tren y no fue un divo. Ni siquiera se enfadó porque el Goya se le escurriera tres veces de entre los dedos. Siendo así, a Álex Angulo se le quería por honesto. «Se nota mucho cuando se muere un actor y cuando se marcha una persona», me comentó ayer el más cinéfilo de mis amigos al darme la noticia del accidente mortal. No andaba muy desencaminado. «Es un ángel de Dios», nos lo definió Hovik Keuchkarian en la entrevista que le hicimos en Negratinta. Hace apenas tres semanas se anunció que la película que ambos rodaron hace un año, Justi&Cia se podrá ver por fin en las pantallas el próximo noviembre. Álex no estará en el photocall.
«No me lo puedo creer. Estoy en un bus volviendo a Madrid… No sé qué hacer», escribió en Twitter Álex de la Iglesia, su tocayo y paisano, al enterarse del fallecimiento. «Mi amigo y compañero Álex Angulo ha fallecido en accidente. No se podía ser mejor tipo», publicó en la misma red Santiago Segura. Angulo había sido clave para que De la Iglesia se estrenara tras la cámara con Acción Mutante y entre los tres parieron esa genialidad llamada El día de la Bestia, una película que me enganchó desde la primera vez que la vi, con once o doce años. Cada vez que voy a Madrid y paseo por la Gran Vía, me suelo reír para mis adentros recreando esa escena en la que Angulo y Segura están a punto de despeñarse del edificio Carrión, el que todos conocemos por el cartel de Schweppes que adorna la azotea desde que el mundo es mundo. El Día de la Bestia fue una de las cintas que hicieron que empezara a mirar el cine con otros ojos, a crecer y madurar como espectador, a prepararme para morder la manzana de Tarantino, a envenenarme de ese esperpento de violencia y humor negro que es el cine que idean mentes como las de Quentin o el mismo De la Iglesia. La Comunidad me parece otra obra maestra, nuevamente con otra bilbaína, Terele Pávez, en el reparto. Pulp Fiction, Reservoir Dogs o Malditos Bastardos merecen capítulo aparte.
Volvamos a España. El día de la Bestia, descubriría después, rescataba la esencia de Berlanga y la mezclaba a la vasca con un cine emparentado con las pelis de Urbizu o el Airbag de Juanma Bajo Ulloa. Pura adrenalina disparatada. Tan improbable y divertida como que la salvación del mundo quedase algún día en manos de un cura vasco de sotana negra y txapela y de su ayudante, un heavy que cuando se le pregunta si es satánico contesta: «¡Sí! ¡Y de Carabanchel!» Corrosiva e indecente, alejada de lo políticamente correcto, fiel crítica de una España que a mediados de los noventa se perdía por el camino de la corrupción mientras el personal parecía más interesado en seguir al telepredicador de turno por la tele. Y eso que aún no había Internet.
Angulo encarnaba la fuerza cómica que da ver a un hombre normal haciendo cosas extraordinarias y, a la vez, disparatadas. En El día de la Bestia, a su personaje, Ángel Berriatúa, le había caído un día el marrón de derrotar al diablo y a eso que se había aplicado. Que para eso era de Bilbao, joder. A Angulo no se le llega a conocer si no se conocen algún día Euskadi, Bizkaia y el Botxo. Quien sea de allí o se haya cruzado con un bilbaíno sabrá de lo que hablo. Fanfarrones, brutos, cabezones, exagerados y demasiado orgullosos de haberse conocido por el simple hecho de ser vascos, sí, haberlos, ‘haylos’, pero muchas veces es solo fachada de un pueblo alegre, divertido, bromista, desenfadado y, sobre todo, bonachón. Y del Athletic. Que el tabú de ETA no nos nuble la mente. De esta última clase sobran vizcaínos, gente que cuida de la amistad y la lealtad con el mismo cariño que profesan al paisaje verde y deslumbrante que rodea a cientos de caseríos que trepan por las montañas. Quizás por eso el País Vasco sea el único paraíso español no manchado por casos de corrupción y eso que les sobran a sus gentes costa y vistas para inundarlas de bloques y bloques de apartamentos y otros adefesios arquitectónicos. Dios bendiga al sirimiri y los nubarrones que alejan al turismo hooligan y sus borracheras de las tierras euskaldunes.
Álex Angulo debía de ser de estos últimos vascos, de los buenos y curiosamente Justi&Cia aborda sin tapujos la lacra de la corrupción. «Es la película que nadie se ha atrevido a hacer», desvelaba Hovik, encantado de haber compartido planos con «un maestro de la interpretación». El trailer de la cinta de Ignacio Estaregui no deja lugar a dudas. Dos españoles medios, muy diferentes entre sí, pero hasta los huevos de que aquellos que roban a manos llenas el dinero de todos sigan saliéndose impunemente con la suya. Y así se inicia un «Quijote-Sancho mezclado con Un día de furia«, como la describe Hovik, que lleva a dos mineros cabreados con el establishment a cargarse literalmente a los que practican la violencia del recorte y la prevaricación. En noviembre la veremos en los cines y recordaremos cómo ese vizcaíno de aspecto frágil podía ser el más fuerte de todos los actores. Sin preocuparse por ser ‘espada’ mediática, Angulo fue una de las mejores ‘dagas’ del cine español. No por casualidad nació en una tierra acostumbrada a forjar el acero.