El balompié está lleno de frases legendarias que los aficionados estamos condenados a repetir. “El fútbol es un deporte de once contra once en el que siempre gana Alemania” es una de esas sentencias más clásicas. La pronunció Gary Lineker y, o se equivocó el inglés por exageración o no le supimos leer entre líneas. Honestamente, ni siquiera lo citamos al pie de la letra, ya que realmente el inglés dijo esto: “El fútbol es un juego simple: 22 hombres corren detrás de un balón durante 90 minutos y, al final, los alemanes siempre ganan”. El hombre estaba en caliente, acababa de perder la semifinal del Mundial de Italia’90 contra Alemania. Ha pasado mucho tiempo desde aquellas palabras pero, inevitablemente, cuando la selección alemana o el Bayern de Múnich vencen un partido importante con un gol agónico, el comentarista de turno suelta la frase. Y cualquiera que se la sepa, en el sillón de su casa, mientras comparte una cerveza y unos ganchitos con los amigos, siente un picor en la lengua que se extiende hasta los labios y que no se calma hasta que se empieza a decir: “Si ya lo decía el Lineker este, el fútbol son once contra once…”. Y sí, solo Brasil puede resistir a los alemanes por comparación a la hora de mirar quién tiene la sala de trofeos más larga. ¡Pero es que nadie ha perdido tanto como Alemania! Si a la selección que queda segunda, tercera o cuarta en un gran campeonato le colgamos el cartel de derrotada, claro.
Los datos son los datos. Alemania solamente se ha ausentado en dos ediciones de la Copa del Mundo (1930 y 1950), ambas por motivos más bien extradeportivos. De las 18 que ha jugado, se llevó el trofeo en tres ocasiones (1954, 1974 y 1990), pero es que perdió otras cuatro finales (1966, 1982, 1986 y 2002). Si contamos que, además, fue cinco veces semifinalista (1934, 1958, 1970, 2006 y 2010, siendo tercera en cuatro de esos campeonatos) y que solo una vez la han echado en la primera fase (1938) las cifras acaban siendo de escándalo. Los futbolistas alemanes son como el mejor de los motores diésel que fabrican sus compatriotas en las fábricas de Wolkswagen o Mercedes. Casi siempre están ahí, en la última semana de competición, pero en muchas ocasiones les ha faltado ese acelerón final. En las Eurocopas son igual de fiables. También tienen tres entorchados y otros tantos subcampeonatos. En las décadas de los 70 y 80, entre la Eurocopa que levantó Beckenbauer como capitán en 1972 y el Mundial que alzó el propio Beckenbauer como técnico en 1990, la camiseta blanca de la RFA solamente se quedó fuera de unas semifinales en Argentina’78. Fue la edad dorada del fútbol germano. De ahí la frase de Lineker, al que le tocó vivir y sufrir aquel tiempo.
A todos los que nacimos después de la II Guerra Mundial nos ha tocado sacarnos de la cabeza la simplista idea de alemán igual a malo de la película. A poco que te gustara el cine bélico, al llegar a los diez años te habías empapado de este género lo suficiente para saber que los malos malísimos gastaban litros de gomina y hablaban alto con un acento estúpido que pronto aprendías a imitar. Sus caras eran alargadas, pálidas y siempre estaban cabreadas. Vestían gabardinas y uniformes negros con una curiosa cruz estampada en las solapas y llegaban a los campos de concentración que dirigían –donde no había judíos camino de la cámara de gas, sino pobres soldados americanos que mataban el tiempo de cautiverio con actividades extraescolares– en coches aún más oscuros que te ponían el vello de punta porque no sabías si iba a salir de allí dentro Cruella DeVille o el mismísimo Satanás. La cagalera era temporal, ojo. A fuerza de ver pelis de guerra los sábados por la tarde sabías que los chicos rubios de Dakota del Norte y Wisconsin se acabarían fugando del campo de concentración por muy poderoso que pareciera el enemigo. Alemania perdía hasta en el fútbol, que ya se encargaron de demostrarlo Pelé, Ardiles, Bobby Moore y Stallone en Evasión o victoria.
Siempre he interpretado la frase linekeriana como algo más que el supuesto idilio del alemán con la victoria. Creo que el viejo delantero británico hablaba más del cómo que del cuánto. El alemán aplastaba por el físico, por pesado en el juego, pero también por calidad, el secreto mejor guardado en el equipo teutón. Cuando en el sur, los latinos, que nos creíamos más talentosos, achacábamos a la potencia de porteros infranqueables, zagueros contundentes, medios de ida y vuelta o delanteros tremendamente letales que Alemania nos hubiera pasado por encima, nos olvidábamos que siempre había un Netzer, un Schuster o un Möller para marcar la diferencia. Pero las miradas sureñas iban al brazalete de capitán de la Mannchsaft, que salvo el interregno de Rummenigge, ocuparon dos jugadores que empezaron en la mediapunta y acabaron como líberos, el propio Beckenbauer y Lothar Matthäus. La gran Alemania futbolística –más allá del Mundial del 54, donde se empezaron a asentar las bases– comenzó con Franz y acabó con su heredero Lothar. Con Beckenbauer casi ganan la Copa del Mundo del 66, cuando los ingleses celebraron su única gran victoria contra el enemigo eterno, y con Matthäus al borde de cumplir 40 años la selección registró su peor ridículo en la Eurocopa de 2000.
Entre esos dos torneos triunfó el modelo de carrileros largos, gigantes rematando de cabeza y más presión que juego para desarbolar al contrincante. El líbero era la pieza angular del puzzle, un ’10’ retrasado, sin lujos pese a su clase, con mando y efectivo, tan capaz de cortar un balón como de organizar una contra y acabar anotando el gol de la victoria. Era el as en la manga que solo sabía fabricar Alemania y que marcaba por completo su estilo. Los germanos se enfrentaban a selecciones de distinto pelaje: la Holanda de Cruyff, la Italia de Rossi, la Argentina de Maradona, la Francia de Platini… Contra rivales más jugones o más reservones, a veces ganaban, a veces caían, pero siempre daban la talla. Y esa competitividad permanecía en el tiempo. Sin embargo, el modelo entró en decadencia según avanzaban los 90 y el fútbol se volvía más global en todos los aspectos. Por tanto, más imprevisible. Por ejemplo, con equipos más coloniales, la calidad de Francia u Holanda eran mucho más difíciles de derrotar porque habían crecido en el plano físico.
Encima, alinear al hombre libre se convirtió en una rémora. Ahora duerme en el baúl de las tácticas perdidas junto a la delantera de cinco hombres. Pero Alemania no se deshizo del libre tan fácilmente y llegaron los batacazos. Soy de una generación que, salvo la Eurocopa de 1996, vio a Alemania languidecer con el tiempo. Los Mundiales de 1994 y 1998 acabaron en cuartos de final sufriendo humillaciones ante selecciones revelación: Bulgaria y Croacia. La Eurocopa de 2000 fue un naufragio sonoro y ni el subcampeonato en Corea y Japón 2002 podía salvarle la cara al balompié alemán: hasta el propio Rudi Völler sabía que sus jugadores habían estado muy por encima de su nivel en un campeonato completamente devaluado por los tejemanejes de los árbitros y los batacazos de algunos favoritos en la primera fase. La Euro de Portugal lo confirmó con otro ridículo del equipo del águila imperial.
Así estaba Deutschland a dos años vista de volver a organizar una Copa del Mundo. Deprimida y hundida, con un campeonato que no le interesaba a casi nadie, más allá del fluctuante Bayern, porque no había figuras y solo varios equipos que acarreaban deudas por haber jugado a ser aspirantes a algo en Europa. Entonces llegaron ellos. Elegir a Jürgen Klinsmann y Joachim Löw como tándem para comandar el combinado nacional fue como soltar a Zipi y Zape en el internado más estricto. Lo cambiaron todo de arriba abajo en un momento en el que se precisaba una revolución. Alemania pasó de ser el rival contra el que se sufría por asfixia al rival contra el que se disfruta jugando, pese a que te suela ganar. En solo dos años, Klinsmann y Löw montaron un plantel lo suficientemente competitivo como para ser bronce en el Mundial que se celebró en su país. Desde entonces, los teutones siempre han llegado a semifinales en todos los grandes torneos disputados. Y, sin embargo, la victoria se resiste. El trabajo realizado debe cristalizar. No en vano, los resistentes de la generación que participó en Alemania’06 están en el esplendor de sus carreras (Lahm, Schweinsteiger, Mertesacker, Podolski…) y han visto madurar a la que podemos considerar como la quinta del cambio, la que comanda Mesut Özil.
Porque si de algo entiende el nuevo balompié teutón es de evolución a partir de la integración étnica. No hace tanto, un crack como Mehmet Scholl pasaba desapercibido por la selección alemana por la incomprensión que causaban su estilo imaginativo y sus orígenes turcos. Ahora, tener ascendencia otomana, subsahariana, magrebí, polaca o latina es casi norma indispensable para formar parte del equipo nacional. Desde 2006, Alemania ha detenido la fuga de talento de los inmigrantes que preferían vestir la camiseta del país de sus padres que la del país en el que nacieron. Casos como los de Kevin-Prince Boateng o Nuri Sahin son los menos. Esa mezcolanza se nota en el buen juego de Alemania. Combinación y toque como nunca se vieron sin perder las señas de identidad de siempre. Neuer no es Kahn, Schumacher o Maier, pero para en una portería tan exigente como la del Bayern. En la defensa se sigue siendo contundente y la plurifuncionalidad de muchos jugadores hace que Schweinsteiger, Lahm o Müller puedan intercambiar posiciones con facilidad. Kroos es completo a rabiar y Götze se encarga de soltar las gotas de fantasía, a menudo incomprendidas, que en su día ponían genios como Netzer. Incluso Klose, el eslabon perdido con el pasado a sus 36 años, se encarga en recordar que los delanteros centros siempre fueron goleadores entre el Rin y el Elba. Él ya es el pichichi histórico de los Mundiales. Y por detrás vienen empujando perlas como Draxler.
A Klinsmann siempre le acompañó fama de excéntrico, tanto de jugador como de técnico. Demasiado hollywoodiense para la rigidez de la Alemania de los 80 y 90, no caía tan en gracia como el más extravagante de los grandes deportistas alemanes, Boris Becker. Su carrera como delantero, peleón y muy anotador, fue de trotamundos, un poco amante de causas perdidas. Como entrenador puso en marcha el motor alemán, pero ha sido Löw, anónimo para el gran público hasta entonces, quien ha aumentado las posibilidades de la idea después de que Klinsmann se marchara de la selección tras el Mundial. Los dos siguen siendo amigos y hoy se enfrentan en un Alemania-EE UU, un país que también está revolucionando el rubio de la pareja. Si empatan pasan ambos a octavos. Suena a cuento feliz, a final pactado, a historia de la vieja Alemania que primero miraba el resultado y luego pensaba en disfrutar. Eso ha cambiado: Alemania sigue siendo eterna, pero está evolucionada. La Bundesliga es referencia en juego y economía y pare tipos sonrientes como Jürgen Klopp, gente que demuestra que se puede merodear el triunfo siendo feliz.
La selección germana ya lleva tiempo olisqueando esa gloria, solo falta el bocado final. Brasil 2014 parece el momento propicio para ello y, como guiño del destino, los dos maquinistas que comenzaron la reconversión de la locomotora alemana se cruzan hoy en la última estación antes de los cuartos de final del Mundial. El choque de trenes amenaza con dejar a Cristiano Ronaldo fuera prematuramente del torneo que coincide con la plenitud de su carrera deportiva. Pero es que Lineker no habló de Portugal en su famosa frase.
pd: No hace mucho, era el propio Lineker quien se quejaba de la decadencia del fútbol británico y la achacaba a la falta aberrante de inversión en cantera local –tanto en medios como en filosofía– que sufre Inglaterra. En eso, compararse con Alemania también provocaría úlceras a cualquier británico de pro. A Lineker le faltó decir, para más escarnio, que los alemanes eran los que ganaban siempre en el simple juego que inventaron sus paisanos. ¡El gol fantasma de Hurst en la final del 66 queda tan lejos… !