Desesperado ante la multitud de libros que se acumulaban en su biblioteca, sin tiempo para leerlos, el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro se preguntaba cuánta de toda aquella literatura sobreviviría al filtro de la posteridad. Entre los autores que, a su juicio, habían envejecido mal, citaba al francés Albert Camus. Habían pasado veinte años y sus libros, que antes el público devoraba, ya no le decían nada al hombre contemporáneo. Aunque esta es una opinión compartida por muchos, no parece que se trate de un veredicto justo ni irreversible porque la fama de un autor, a menudo, es como el Guadiana: aparece de nuevo tras un periodo de eclipse. Pensemos, si no, en la opinión que le merecía Camus a un compatriota de Ribeyro, Mario Vargas Llosa. Si en los años sesenta lo daba prácticamente por acabado, al decir que había sufrido un “encanecimiento precoz”, en los setenta empezó a revalorizarlo mientras cuestionaba a su gran rival, Jean-Paul Sartre. En 2006, Le Magazine Littéraire, en la presentación de un dossier dedicado a su obra, dictaminaría que la Historia le había dado la razón, tanto en su polémica frente a Sartre como en su combate contra los totalitarismos, consciente de que la verdad es la verdad con independencia de si la defiende la derecha o la izquierda.
Tal vez Camus resulte tan fascinante porque, además de gran escritor, era un seductor al que le encantaba disfrutar de la vida. Porque podía ser un hombre de elevada moralidad y un rompecorazones que coleccionó amantes, como la actriz de origen español María Casares. Porque, en medio de gurús empeñados en absolutizarlo todo, poseía el buen sentido de dudar de sus propias ideas. Porque, al contrario que otros, anteponía la verdad a la tribu, tanto que afirmó que sería de derechas si creyera que la derecha estaba en lo cierto. Porque, al contrario que otros intelectuales, educados en las escuelas más elitistas de París, él era un provinciano, hijo de una madre analfabeta y de un soldado muerto durante la Primera Guerra Mundial. Albert evocaría a ese progenitor que no llegó a conocer en El primer hombre, su última e inacabada novela, a través del personaje Jacques Cormery, que lleva, obviamente no por casualidad, el apellido de soltera de la abuela paterna del autor. Cormery acude visitar la tumba de su padre, nacido, como el de Camus, en 1885, y muerto también durante la batalla del Marne. En principio, el gesto le parece sin demasiado sentido, pero su madre, que permanece en Argel, le ha presionado para que contemple lo que ella por sí misma no ha visto. Cuando permanece a solas ante la lápida, no puede evitar pensar que el hombre enterrado era más joven de lo que él en ese momento. La reflexión le hace sentir una ola de piedad, consciente de que el orden natural no existe, sólo el caos, cuando el hijo es más viejo que su padre.
Una infancia difícil
Huérfano, Camus creció en un ambiente de privaciones, sin poder comprar libros porque su familia ni siquiera podía permitirse el agua corriente y la electricidad. Este ambiente le marcó para el resto de sus días, al proporcionarle un altísimo sentido de la libertad. Aprendió su valor, según confesión propia, en la miseria, no a través de las obras de Marx.
Por suerte, al ser hijo de un caído, tuvo acceso a una beca que le permitió estudiar. Mientras tanto, su madre, Catherine Sintès, de origen español, veló para que tanto él como su hermano fueran a todas partes bien vestidos y sin que les faltara lo imprescindible. Germain Louis, el profesor al que envió, después de recibir el Nobel, una sentida carta de gratitud, no llegó a sospechar entonces la verdadera situación de su hogar. Tenía delante a un muchacho al que le embarga la felicidad de estudiar: “Tu cara expresaba optimismo”.
Sin embargo, la conciencia de su posición subalterna le produjo una sensación de incomodidad que le acompañó para siempre. Cuando estaba junto a sus colegas no podía evitar la sensación de que tenía que disculparse por algo. Sin duda porque, como anotó en su diario, “un cierto número de años vividos sin dinero bastan para crear toda una sensibilidad”.
El absurdo de la guerra
Empujado por el humanismo de sus ideales, solicitó la adhesión al Partido Comunista. Deseaba ver disminuir la suma de las desgracias del género humano. No obstante, no tenía intención de aceptar sin crítica ninguna ortodoxia que le alejara de la experiencia cotidiana. Porque, como le dijo a un antiguo maestro, no podía dejar que un volumen de El Capital se convirtiera en el muro que separara el hombre y la vida.
Más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, luchó contra el hitlerismo a través de su trabajo como periodista clandestino en Combat, un medio que llegaría a tirar doscientos cincuenta mil ejemplares. Fue por entonces, en 1942, cuando publicó dos títulos que lo harían famoso, El extranjero y El mito de Sísifo. Esas dos obras, junto al drama Calígula, constituían sus “tres absurdos”. Las denominaba así porque versaban sobre el absurdo de la existencia humana. Este planteamiento filosófico estaba íntimamente vinculado al contexto político, un momento en el que Francia aún y no se había liberado del yugo nazi. La situación, bastante calamitosa, favorecía la aparición de reflexiones que incidieran en la falta de sentido de la vida. Y, por otra parte, obligaban a aceptar compromisos desagradables entre lo deseable y lo posible. El mito de Sísifo perdió por ello un capítulo, el dedicado a Franz Kafka: la censura no aceptaba que se hablara de un judío.
Tuvo la oportunidad de publicar una parte de El Extranjero en la prestigiosísima Nouvelle Revue Française. Se opuso. No juzgaba apropiado aparecer en una publicación que en esos momentos controlaba el ocupante nazi. Otros escritores de izquierda no tendrían esos escrúpulos, empezando por Jean-Paul Sartre, al que no le importaba publicar en un medio colaboracionista. Ni estrenar en un teatro que había dejado de llamarse Sara Bernhardt porque la gran diva de la escena era judía.
Fue en plena guerra cuando Camus conoció a Sartre. Ambos se habían leído y escrito comentarios sobre la obra del otro, acerca de La náusea y El extranjero respectivamente. Treinta años después, Sartre recordaría a su amigo como un tipo divertido aunque extremadamente vulgar. Su compañera, Simone de Beauvoir, también evocaría a Camus como una amistad emocionalmente significativa: “Era el único en cuya compañía disfrutábamos más y nos lo pasábamos mejor”. En esos momentos habían llegado a ser íntimos y vistos desde fuera daba la impresión de que no se separaban nunca.Por desgracia, las desavenencias ideológicas acabarían por hundir la relación. Para Sartre, Camus no pasaba de filósofo aficionado. Estimaba al hombre que había luchado en la Resistencia, pero abominaba de su evolución posterior.
La primacía de la conciencia
En un principio, Camus apostó por un castigo contundente contra los colaboracionistas. Ellos eran, dentro del organismo nacional, un cuerpo dañino al que había que destruir. Por sentido de la justicia, tal como lo exigía la memoria de sus crímenes. En esos momentos, esta era la postura ortodoxa de buena parte de la izquierda. Por defenderla sufrió los ataques del escritor católico François Mauriac, muy crítico con la Resistencia. En aras de la Reconciliación Nacional, Mauriac abogaba por el perdón: “Caridad lo primero”. Pero, según el biógrafo Herbert R.Lottman, su discrepancia con Camus no obedecía a sólo a una cuestión de ideología. También había de por medio una intensa antipatía personal.
Pero pronto se demostró que el rigor hacia los traidores, más que con la equidad, tenía que ver con una venganza ejercitada de manera selectiva. Fue por eso que nuestro hombre se opuso a las purgas y firmó una petición a favor del escritor Robert Brasillach, por más fuera un personaje que le inspirara tanto desprecio que no hubiera estrechado su mano de tener ocasión. Si se pronunció a favor de la clemencia, fue simplemente porque estaba en contra de la pena de muerte. Por grave que fuera el crimen cometido, nada justificaba un asesinato bajo el patrocinio del Estado. La izquierda le atacaría por este y otros gestos, como mostrar cierta comprensión por un resistente que había hablado bajo tortura. Para Sartre y Simone de Beauvoir, no estaba claro que el bien común no justificara, en determinadas circunstancias, una medida extrema. Por eso mismo, ellos no se hubieran apiadado de Luis XVI. Camus, en cambio, provocaría un escándalo al criticar a la Revolución por ejecutar a un “hombre débil y bueno”.
Finalmente, en 1947, dio su versión de lo que había sido la contienda en su propia novela de resistencia, La Peste, un título que alcanzaría un éxito resonante y le convertiría en el escritor más popular de la postguerra. En la ciudad de Orán, durante los años cuarenta, sucede lo inesperado. Se declara una epidemia de esta enfermedad. La estupefacción es general, al tratarse de un mal que había desaparecido hacía mucho tiempo de los países avanzados. De esta manera, el escritor propone una alegoría de lo que fue la ocupación nazi. La Europa previa a 1939 también hubiera supuesto que la barbarie del holocausto no podía tener en su civilizado suelo. Por otra parte, al elegir la peste y no otra enfermedad, Camus refuerza el paralelismo con el exterminio de los judíos. Sabe que en la Edad Media, tras la gran epidemia de 1348, surgieron estallidos antisemitas que hacían del pueblo hebreo el gran culpable y que se tradujeron en actos de persecución violenta.
Sartre, pese a sus elogios iniciales, criticaría con dureza tiempo después el paralelismo entre un desastre natural y otro causado por el hombre. Le parecía un disparate hablar de la ocupación como algo que se viene y se va, como la peste, sin ningún motivo. Pero esta crítica revela una incomprensión profunda del mansaje de Camus. Lo que él quería decir es que la agresión del III Reich, como la epidemia, es absurda. ¿Qué razón lógica puede esgrimir cualquier país para apoderarse del mundo o para pretender exterminar a los judíos? Desde este punto de vista, el hecho de que la II Guerra Mundial responda a un acto de voluntad y la enfermedad, por el contrario, no, resulta irrelevante. Lo que cuenta es que las víctimas, sin hacer nada para merecerlo, se encuentran de repente confrontadas a un destinado despiadado.
La plaga ficticia coge a la gente desprevenida. Como Hitler en la vida real: muchos supusieron, erróneamente, que el poder domesticaría al Führer de forma que no llegara a poner en práctica su monstruoso programa. ¿Acaso los políticos no acostumbran a decir una cosa en la oposición y otra en el gobierno? Ante una catástrofe de proporciones inimaginables, los seres humanos acostumbran a no creer en su realidad porque no encuentran otro modo de asimilarla. En consecuencia, no toman las medidas que serían necesarias para atajar el desastre. Los que tienen autoridad prefieren no inquietar a la opinión pública, por miedo a desatar el caos, antes que tomar las medidas profilácticas que salvarían a la población. ¿Nos encontramos ante una crítica encubierta a la política apaciguadora de Chamberlain? Cómo es sabido, el premier británico cedió ante Hitler en Múnich para garantizar la paz y su humillación resultó por completo inútil.
Así, la peste, como la guerra o cualquier otra situación de crisis, acaba por extenderse imparable. Porque todos los que podrían detener la catástrofe son demasiado timoratos para mirar el mal cara a cara. Lúcidamente, Camus señala que sólo somos capaces de apreciar la transcendencia de una muerte cuando la hemos presenciado. Porque nos encontramos ante un ser humano tangible. En cambio, si nos dicen que, a lo largo de la historia, una enfermedad se llevó por delante a cien millones de individuos, el dato nos afecta como una estadística más. Las víctimas, en este caso, son “humo en la imaginación”.
La peste tal vez pueda llegar a parecer abstracta, sobre todo a los que tienen otro tipo de preocupaciones. Cuando la ciudad tiene que aislarse del mundo para evitar la propagación de la plaga, hay amantes que se ven condenados a la separación. Para Rambert, ansioso por reunirse con su mujer, el sufrimiento llega a ser insoportable. Camus plantea entonces un dilema ético de inmenso alcance: ¿debemos buscar el bien de una humanidad genérica o tener en cuenta la problemática de los seres concretos? La respuesta no es fácil. Porque, como señala el doctor Rieux, es preciso ocuparse de la abstracción cuando la abstracción empieza a matarle a uno. Para él, la epidemia constituye una realidad más que palpable. Pero su apelación a la evidencia choca con el discurso emocional de los que parecen creer que los problemas se solucionan más con buenos sentimientos que con sentido práctico.
Camus se muestra en ocasiones crítico con la izquierda. No simpatiza con el comunismo, crítico con lo que juzga una divinización de la Historia. Rechaza la idea de un futuro idílico al que se llegaría, supuestamente, a través de no importa qué sacrificios. Ninguna política podía defenderse sin medir, antes, sus costes en términos humanos. Los misioneros laicos dispuestos a morir por una idea no son los personajes que más le entusiasman porque su preferencia la contraria, dar la vida por lo que se ama. Ese sería el verdadero heroísmo, siempre cuidadoso de los medios tanto como del fin. Porque uno no puede denunciar la represión del totalitarismo fascista si después, en nombre de la revolución, se rebaja a utilizar los mismos procedimientos.
Desde su punto de vista, la rebelión contra la peste, o contra el III Reich, no obedece a planteamientos teóricos. Se trata de una cuestión de pura y simple decencia. La de Rieux, por ejemplo, que se entrega a los enfermos mientras su mujer permanece en un sanatorio, muy lejos. Cuando Rambert se entera, no duda en unirse a su combate, convencido por su testimonio, no por el poder de sus razonamientos lógicos. De esta forma, en la lucha contra la iniquidad, los destinos individuales se funden en una Historia colectiva.
Frente a Rieux, el jesuita Paneloux representa la visión de la fe ante la Historia. Se trata de un religioso alejado del viejo oscurantismo, pero que comienza advirtiendo a sus conciudadanos de que tienen lo que merecen, un castigo divino. Cree, desde su punto de vista cristiano, que el sufrimiento puede tener un sentido purificador. Otros, en cambio, piensan que la agonía del inocente no es más que el escándalo, lo incomprensible, en estado puro.
Paneloux es creyente, Rieux no, pero ambos se unirán en un enfrentamiento contra el mal y la muerte. Durante la II Guerra Mundial, algo similar sucedió con el encuentro, en las trincheras antifascistas, de católicos y comunistas. El diálogo entre el jesuita y el médico, desde el respeto mutuo, muestra como lo importante de una persona no son sus ideas sino su actitud. De ahí que ambos, pese a sus divergencias, puedan encontrarse en la misma pasión humanista. Una pasión que, en el fondo, es algo más que eso. Aunque el propio Rieux no esté de acuerdo, ¿cómo no ver en su apuesta una versión secularizada de la idea religiosa de santidad?
A Paneloux, la peste lo cambia de una forma decisiva. No deja de creer en la tesis del castigo divino, pero lamenta haber expresado esa idea con una ausencia tan lamentable de caridad. Su nueva actitud se expresa también con otro detalle significativo. Deja de utilizar el “vosotros”, que lo situaba fuera la masa a la que pretendía censurar, para emplear el “nosotros”. Porque pasa sentirse parte de la colectividad, consciente de que su cristianismo se inserta en el tiempo histórico, no fuera del mismo.
La peste es derrotada, pero la victoria no es definitiva porque su bacilo “no muerte ni desaparece jamás”. Camus, por tanto, se distancia de las escatologías laicas que prometen una “lucha final” antes del advenimiento del Paraíso en la Tierra. El hombre, si de verdad quiere serlo, debe permanecer vigilante porque el mal, en cualquier momento, puede revivir. La caída del III Reich, por tanto, no es una excusa para bajar la guardia y dejar de hacer lo que es necesario hacer. La Liberación es siempre provisional incluso en el supuesto de que se haga la Revolución, porque los que ocupan entonces el poder crean una nueva ortodoxia que justifica de nuevo la protesta. De ahí que nos encontremos ante un rebelde que, de forma sólo en apariencia paradójica, rechaza las revoluciones. Porque piensa que desvirtúan el sentido de oponerse a la injusticia. Su forma de pensar recuerda vivamente la de Alain, sobrenombre por el que se conocía a Émile Chartier, el filósofo que había encarnado la ideología de la III República. Cuando le preguntaban sus motivos para no afiliarse a un partido revolucionario, él respondía a sus interlocutores que era más revolucionario que todos ellos.
El fin y los medios
Con el estreno de Los Justos, en 1949, Camus prosigue su reflexión filosófica y, una vez más, consigue que sus personajes no sean abstracciones, simple encarnación de ideas, sino personajes de carne y hueso. Esta vez, la acción transcurre en la Rusia de los zares. Mientras un grupo revolucionario se propone atentar contra el gran duque, sus miembros enfocan la acción de distintas perspectivas. Para Stepan, la justificación del atentado no ofrece dudas. Es un hombre de una pieza, ferozmente seguro de sí mismo, retrato del típico militante de corte estalinista. En su mundo, el fin justifica los medios sean estos los que sean. Sólo así se podrá llegar a un punto en el devenir histórico en el que ya no sea necesario derramar más sangre. “Nada de lo que puede servir a nuestra causa está prohibido”, afirma en un elocuente ejemplo de cómo la izquierda toma prestado el pensamiento de Maquiavelo. Su afán de justicia es genuino, pero al mismo tiempo su personalidad implacable lo vuelve aterrador.
Kalyayev, el encargado de tirar la bomba, es un idealista igualmente apasionado, pero con un talante por completo distinto. Porque, frente al carácter sombrío de su compañero, que prefiere la justicia a la vida, él personifica la alegría de vivir. Está dispuesto al sacrificio pero dentro del respeto a ciertas normas morales. Por eso, en una primera tentativa, se niega a seguir adelante al comprobar que hay niños junto a la víctima. Al contrario que Stepan, él si cree que una causa legítima no justifica el sacrificio de sangre inocente. Con todo, al principio, está dispuesto a desoír a su conciencia si el partido se lo ordena. Porque el partido, por definición, es la medida de todas las cosas, la luz que separa el bien del mal. Después, sin embargo, advierte a sus compañeros que matar niños es contrario al honor. Si la revolución llegara a triunfar por este camino, no le quedaría más remedio que apartarse de ella.
Dora, en cambio, es una revolucionaria inmensamente trágica y triste. Porque, en su interior, ha dejado de creer el mesianismo político. Los suyos repiten que están dispuestos a matar para construir un mundo en el que nadie mate… ¿Y si no sucediera eso? ¿Y si las vidas sacrificadas lo fueran en vano? Sus compañeros se creen autorizados a matar porque están dispuestos a morir, pero teme que, más tarde, lleguen otros que se crean con derecho a disponer de las vidas ajenas sin ofrendar la suya a cambio.
En cierto modo, Dora vive un exilio interior. Está sola, incomparablemente sola. Ha descubierto que, detrás de ciertos anhelos de justicia, no es amor lo que puede encontrarse. Porque el amor “inclina suavemente las cabezas” mientras los miembros de su grupo, los puros, los justos, tienen “la nuca rígida”. El drama de los revolucionarios es que están tan ocupados con la justicia que apenas les queda tiempo para amar.
Finalmente, Kaliayev consuma el atentado. Desea acabar con el despotismo pero a quién mata es a un hombre. Una vez en la cárcel, la viuda del gran duque acude a visitarle y le ofrece el perdón. Ella, al contrario que los terroristas, al contrario también que su marido, no habla el lenguaje de la justicia sino el de la piedad.
El divorcio de Sartre
En 1951, El Hombre rebelde marcará una ruptura definitiva con la izquierda estalinista y sus compañeros de viaje. Camus era consciente de que la publicación de su libro significa una especie de punto de no retorno, como demuestra la petición que le hizo al editor Jean-Claude Brisville poco antes de la aparición del ensayo: “Démonos la mano. Porque dentro de unos días no habrá muchas personas que me la den”.
Para Camus, la rebeldía existirá mientras se conserve la especie humana. No significaba establecer el paraíso en la tierra sino, por el contrario, fijar un límite a la degradación. Eso es su famosa definición del hombre rebelde: alguien que no dice “no” y establece, así, un “hasta aquí”. Una vez más, en su discurso encontramos el eco de Alain, el mismo que había dicho que “pensar es decir no”, en el sentido de que significa romper con la actitud aquiescente.
Sus palabras se interpretaron, con exactitud, como un ataque contra el mundo soviético. Indignado, Sartre cargó contra él. Lo hizo, al principio, por persona interpuesta, al permitir que Francis Jeanson publicara en Les Temps Modernes una dura crítica contra Camus, que esperaba un pronunciamiento negativo pero no una andanada de tal magnitud. La sorpresa le dejó muy afectado, por su violencia y por el detalle humillante de que el director de la revista, su amigo, no se había dignado a tomar la pluma personalmente. Su respuesta apareció en la misma revista, en su número de agosto de 1952, junto a una réplica de Sartre y otro texto de Jeanson. Acababa de estallar una polémica intelectual que llegaría, incluso, a las páginas de la prensa sensacionalista. “La ruptura Sartre-Camus se ha consumado”, informó el Samedi-Soir, un periódico que ilustraba sus portadas con imágenes de modelos ligeras de ropa.
Camus reprochó a sus críticos que se atrevieran a dar lecciones de eficacia política, cuando sólo habían colocado en el sentido de la historia sus propios sillones. Pocos saben que quiere decir en realidad, pero alude al papel poco glorioso de Sartre en la Resistencia. Este, irritado, se siente en la obligación de replicar en un artículo para no perder prestigio. Con una condescendencia mezquina le dice que hasta ese momento nadie se había atrevido a decirle la verdad, por su mezcla de “suficiencia sombría y vulnerabilidad”. Esa “verdad” no sería otra que una incompetencia filosófica manifiesta: Camus no razonaría con rigor ni se tomaría la molestia de ir a las fuentes, conformándose con basarse en refritos.
En otro momento, Sartre le acusa directamente de falta de autenticidad al hablar en nombre de los desheredados cuando en realidad era un burgués. “Puede que haya sido usted pobre, pero ya no lo es”. Ese “puede”, como bien observa Olivier Todd, es una maldad. Sartre sabe perfectamente que su antiguo compañero lo había pasado muy mal en su infancia. Pero nada de eso le importa porque se ha lanzado a crucificar a Camus mientras escribe una especie de necrológica en vida del condenado. Él es el gran gurú de los intelectuales y decide quién tiene y quién no derecho de ciudadanía en el mundo de las ideas. Por eso, no duda en poner en cuestión no solo el pensamiento de su ahora adversario; también le insulta al presentarle como un triste manipulador. A su juicio, Camus utilizaba una retórica sentimental sólo por ganarse las simpatías de la opinión pública: “Es usted un abogado que dice ‘son mis hermanos’, porque es la palabra que más hace llorar al jurado”.
Sartre estaba convencido de que debía postergar sus sentimientos personales para combatir a un traidor a la clase obrera. Si el partido comunista era el de los trabajadores, criticar al comunismo significaba dar la espalda al cuarto estado. Había que partir de la política real, no de planteamientos idealistas y moralistas. Por eso, desde su óptica, Camus no defendía los valores del socialismo sino los de la burguesía. Con todo, lo personal se mezclaba de alguna forma con lo puramente ideológico. Sartre llegó a pensar que Camus se había vuelto “completamente insoportable”. No obstante, la ruptura no impidió que siguiera admirando su talento literario ni que le dedicara un obituario generoso, aunque la sinceridad de este texto resulte un tanto cuestionable. Él mismo reconoció que se había excedido en sus elogios ante la ocasión de escribir una “hermosa página”. Poco después comentará, en alucinante ejercicio de memoria selectiva, que él nunca le hizo “cabronadas” a Camus. Algunos años más tarde, en una entrevista concedida en 1975, afirmará que el argelino había sido su último “mejor amigo”, y que había conservado hacia él “una estima” por más que sus ideas políticas le resultaran por completo ajenas.
Sin duda, Camus fue el que salió peor parado de la polémica. Y no solo por enfrentarse a las ideas dominantes en la izquierda de su tiempo. Por pura envidia, muchos están encantados de que un escritor exitoso, que hasta ese momento ha ido de triunfo en triunfo, sufra ahora un vapuleo terrible. En un mundo como el literario, lleno de rivalidades entre egos dominantes, más de uno piensa que necesitaba que le bajaran los humos. Simone de Beauvoir, en su novela Los mandarines, se dedicará a escarnecerle a través del personaje de Henri Perron, directamente inspirado en él. Robert Dubreuilh, a su vez, retrataba a Sartre. En palabras de Olivier Todd, la novelista hizo de Dubreuilh un sol y de Perron un pequeño planeta.
La angustia argelina
En aquellos momentos, expresar una crítica hacia el bloque soviético significaba exponerse a quedar como un “perro” anticomunista. De ahí que un intelectual con la libertad de espíritu de Albert Camus no pudiera sustraerse por completo a los dilemas impuestos por la guerra fría. Así, aunque no comulgaba con el estalinismo, desaprobó a los autores que daban a conocer el horror del gulag por miedo a aparecer como un derechista. A fin de cuentas, tenía un prestigio como intelectual radical que defender. De ahí que intentara relativizar la violencia que se producía al otro lado del telón de acero con recordatorios de que en los países capitalistas también se producían graves injusticias como el racismo estadounidense, el franquismo español o el colonialismo francés. En realidad, la necesidad de mantener un término medio le hacía sentirse incómodo: hubiera preferido no caer en la trampa, políticamente correcta, de compensar una denuncia de lo que sucedía bajo el estalinismo con otra respecto a Occidente. No obstante, por más que se esforzara en mantener este equilibrio inestable, estaba convencido de la necesidad de conservar la libertad en Occidente. Esa libertad que, contradictoriamente, le parecía una “mistificación”. En esos momentos, su preferencia iba en el sentido de un socialismo no dictatorial.
En los años cincuenta, la guerra de Argelia le colocó, nuevamente, ante una cuestión moral. Además, al tratarse de su tierra de nacimiento, el conflicto le concernía en lo más íntimo. Hijo de europeos, no aceptaba que pudieran acabar expulsados de su país. Pero tampoco podía estar de acuerdo con la política represiva de la metrópoli.
Herido al comprobar cómo la violencia se apoderaba de su patria, Camus reaccionó con una postura matizada. No era, obvio, un nacionalista francés. En 1947, antes de que estallara la guerra abierta, había denunciado con energía la utilización de torturas mientras recordaba a los lectores de Combat una paradoja sangrante: los mismos que se habían escandalizado con la barbarie nazi, ahora utilizaban los mismos métodos contra los nacionalistas argelinos. Francia no podía aspirar al título de maestra de civilizaciones si se presentaba con la declaración de los derechos humanos en una mano y con el garrote en la otra.
Pero tampoco justificaba la lucha armada en nombre del anticolonialismo como hacía Sartre. Creía en la igualdad de derechos entre europeos y africanos pero no en una independencia que juzgaba prematura. Por la pobreza del territorio y por el peligro que representaban determinadas corrientes islamistas, en las que veía un grave peligro por su carácter reaccionario.
Se encontró así en una situación en el que estaba en desacuerdo con los dos bandos puesto que en las dos partes se daban actitudes intolerantes y actos de salvajismo. Una salida negociada se había vuelto por completo imposible. Por eso, Camus, situado entre dos aguas al ser medio francés, medio argelino, se vio inmerso en un callejón sin salida. Aspiraba a un marco en el árabes y franceses convivieran en libertad, pero no tenía ni idea de cómo alcanzar ese escenario. En un tema que le suscitaba profunda angustia, las soluciones de la derecha y de la izquierda le parecían fuera de lugar, coincidentes en la misma irritación que le provocaban. De ahí que, en un momento de desesperación, dijera de forma memorable: “La derecha ha concedido a la izquierda los derechos exclusivos de la moralidad y recibido a cambio el monopolio del patriotismo. Francia ha perdido por duplicado”.
Al evidenciarse que la negociación no resultaba factible, acabó por no encontrar más salida que el silencio, convencido de que en un contexto tan envenenado la palabra tenía repercusiones sobre la vida y la muerte de otras personas. Deseaba, además, conservar las amistades que tenía en los dos bandos. Naturalmente, no por eso dejó de ser criticado. Para la derecha, estaba claro que era un peligroso amigo de los rebeldes. Para la izquierda, su resultaba más emocional que lógica, ajena a las cuestiones de la política práctica. Por eso, cuando la Academia Sueca le distinguió con el Premio Nobel en 1957, con apenas 44 años, tronaron las voces en su contra. Se dijo que el premio reconocía a un autor con pasado pero sin futuro.
Fue entonces, durante un encuentro con estudiantes, cuando Camus pronunció unas palabras célebres que amenazaron con arrastrarle al descrédito. Incapaz de solidarizarse con los independentistas argelinos por su práctica del terrorismo indiscriminado, temía que en cualquier momento sus seres queridos pudieran contarse entre las víctimas. “Creo en la defensa de la justicia, pero defenderé antes a mi madre”. Para la izquierda ortodoxa, este comentario bastaba para situarlo en el bando de los colonialistas. Camus, el antiguo rebelde, había pasado de moda. ¿Acaso piensa que una sola persona es superior a millones de individuos?
Se puede pensar que el flamante Nobel dijo lo que dijo en un momento de cansancio, o que tal vez dejó que se le calentara la boca. La realidad es que expresó una convicción muy íntima de la que ya había dado cuenta en Los Justos. En una escena de esta obra, Dora le pregunta dramáticamente a Kaliayev, el terrorista del que está enamorada, si la querría igualmente en caso de que ella fuera injusta. La cuestión de fondo es la misma: entre una ideología, que por definición es abstracta, y una persona concreta, la elección no debería ofrecer dudas. Dora es revolucionaria, pero, como mujer, desea que su hombre la anteponga al socialismo y al partido.
Por más que sus detractores se rasgaran las vestiduras, la postura de Camus obedecía a una impecable coherencia moral. Creía, como el Alyosha de Los Hermanos Karamazov, que el fin no justificaba los medios y que si los medios eran injustos el fin tampoco podía serlo. Puesto en el mismo dilema que el personaje de Dostoievski, también hubiera rechazado torturar a un niño a cambio de la felicidad del mundo.