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El Paco –una droga hipertóxica elaborada con los residuos de la cocaína– se ha convertido en uno de los grandes problemas entre los jóvenes pobres argentinos. Ante la inactividad del Estado, varias organizaciones religiosas, entre ellas la Comunidad Terapéutica de Glew, ayudan a la rehabilitación de los toxicómanos de una droga que ya causa un muerto al día.

Cuando el sol se escondió entre las torres, las 25 plantas del edificio comenzaron a encender sus luces. Algún chino, o algunos chinos, o muchos chinos, decidieron poner su poderío financiero en Puerto Madero, un poderoso brazo de cristal que ahora descansaba su puño en el cielo cobrizo de Buenos Aires.

Veinticinco plantas más abajo, un hombre insignificante balanceaba su cuerpo vencido por la inercia, ajeno a ese brazo de cristal –banco ICBC– que simboliza un cambio de relaciones en la Argentina, henchida de capital asiático desde que Néstor Kirchner tejió una alianza estratégica con Hi Juntao –el entonces presidente de China– en 2004. Ahí está un hombre de fisionomía esquelética que desconoce todo eso, pero que intuye que en esa zona, en Puerto Madero, en el barrio más exclusivo de Buenos Aires –donde el metro cuadrado de un apartamento cuesta una media de entre 4.000 y 7.000 dólares– clavar en alguien una mirada estrábica y desconcertada como la suya puede ser sinónimo de ganar más plata pidiendo en la calle.

Sentado en un escalón que hay en el asfalto, tiene dificultades para ponerse de pie. Una vez lo consigue, entonces pide, y tras ser ignorado en unas cuantas ocasiones , vuelve a tener problemas cuando quiere sentarse. Cae la noche en el cielo de Buenos Aires, y el hombre de fisionomía esquelética se marcha por la avenida, balanceando su cuerpo vencido por la inercia, tal como vino, con unos pesos más en los bolsillos. Quizás se dirija a Villa 31, o a La Boca, donde unos cientos de metros de distancia –al norte, al sur– sellan el destino de uno y de otros, de los que están dentro y de los que están fuera, donde unos consumen Forbes y, otros, Paco. Así va esto.

***

A miles de kilómetros de distancia, en Colombia, a alguien se le ocurrió que el desecho de la cocaína cuando se cocina también podría ser rentabilizada. Y en Argentina, a alguien se le ocurrió que después de la crisis financiera como la que atravesó el país en 2001 había que empezar a comercializar una droga más barata. Entonces, comenzó a llegar el residuo de la cocaína que se fabricaba en Colombia. A alguien se le ocurrió también que, quizás, si este residuo se cortase con éter y ácido sulfúrico podrían duplicarse los beneficios. Y es así, como, a día de hoy, miles de jóvenes argentinos inundan sus pulmones fumando una mezcla de avaricia, pobreza, innovación y crisis financiera. No existe un plan estatal que luche contra el Paco, pero hay jóvenes con el cerebro destrozado a los seis meses de consumo.

No hay estadísticas oficiales (al menos fiables), pero hay muertos vivientes caminando por las avenidas.

Son olvidados, pero hay cientos de madres que habitan en casas humildes, mirando habitaciones desvencijadas y vacías, y que piensan: “Ni un pibe menos”, porque los suyos fueron un pibe más.

Hay quien habla ya de un muerto al día por el Paco.

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Fue hace 30 años cuando Luis Suárez, nacido, criado y casado en la villa miseria de Fiorito, comenzó a tener problemas para dormir por las noches. Él entonces tenía 25 años y cobraba un sueldo al que no había aspirado en la vida. Trabajaba en la metalurgia y tenía un sueño que en ocasiones se le repetía. Se trataba de un espacio verde, amplio, diáfano y con una parrilla. Había bastante gente y se sentía dentro de una hermandad. Él escuchaba voces por la noche, dice. “Te digo que las escuchaba de verdad”. Así que, un día, con tres hijos a cuestas, hizo una temeridad que solo el tiempo sería el único ente capaz de decidir si al final la decisión era valentía o estupidez. Se acercó a su trabajo y le dijo a su jefe: “lo dejo”. El jefe no quería que se fuera. Le preguntó que por qué lo dejaba. A dónde iba. Le prometió que él le pagaría más. Pero Luis Suárez no quería dinero. De hecho no sabía bien lo que quería, ni lo que iba a hacer. “Tengo que arreglar asuntos personales”, le dijo a su jefe. Y fue así como se fue de la fábrica. Sabía que debía hacer algo, aunque no supiera exactamente qué era, como cuando te olvidas de algo al salir de casa y no sabes muy bien el qué. Él necesitaba seguir esa voz que le impedía dormir por las noches. “Te digo que la escuchaba de verdad”, repite él.

–¿Qué voz era? –le pregunto.

–Era la palabra del Señor. Pensaba que me estaba volviendo loco –responde Luis.

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Villa31

Luis ahora está apoyado en una de las columnas que sujetan el parche delantero de la casa mientras dice:

–Ayer hubo una balacera.

–¿Sí?

–Sí, sí. Aquí al lado. Pa pa pa pa pa pa pa. Luego se escuchó un auto, que frenó a los pocos segundos. Y de nuevo: tatá tatá tatá tatá. Nosotros estábamos comiendo fuera, en el patio. Estuvieron toda la noche tiroteando. Cuando alguien tira, otro le responde. Y son diferentes sonidos, los puedes distinguir. Pa pa pa pa pa pa –mueve la mano al ritmo de cada sílaba pausada– O tatá tatá tatá tatá –vuelve a mover la mano en cada sílaba, esta vez en secuencias de dos, como un director de orquesta. Y cuando no oyes la respuesta en el otro lado es que…– Luis hace un silencio y pasa su dedo índice por el cuello, como si quisiera cortarlo. Yo entonces estaba en la cama, y pensaba “qué poco vale una vida”. Luego escuchamos la sirena de la ambulancia y ahí se acabó todo –dice desilusionado.

Los disparos provenían de una villa miseria que está al lado de la comunidad terapéutica que, ahora, 30 años después de escuchar aquellas voces, dirige. Es un lugar amplio, verde, diáfano, con una parrilla donde a veces hace asados con los chicos. Tiene un amplio pasto detrás de la casa principal, donde duermen los 17 pibes adictos a las drogas (en su mayoría al Paco) que se rehabilitan en su comunidad. “Era el lugar del sueño”, dice Luis.

Todo comenzó hace 30 años. Después de dejar su trabajo, Luis hace relación con los curas tercermundistas, la iglesia revolucionaria que apoyaba la guerrilla por Latinoamérica. “Podían mezclar la oración, la poesía y la guerrilla. Fue un movimiento que, tras salir de la dictadura de Videla (hablamos del año 1986, tres años después de la dictadura), me enamoró”. Allí fue donde conoció al sacerdote que le dio su primera capilla, en su propio barrio, villa Fiorito. Al mes ya tenía a 30 voluntarios que querían ayudar a la causa, una causa que Luis ya había encontrado, y que era ayudar a los chicos pobres adictos a las drogas a su rehabilitación, mediante la palabra, mediante la espiritualidad. “Siempre vivimos por las donaciones, al principio especialmente de un franciscano italiano, que tenía mucha plata, y colaboraba generosamente para que el programa saliera adelante”. Luego llegaron las becas, las subvenciones y, poco a poco, su comunidad terapéutica fue cogiendo un tinte más institucional.

“Desde el momento desde que arranqué nunca me faltó nada, nunca qué ingresos iba a tener, pero siempre aparecía alguien que me ayudaba. Y tuvo razón el sacerdote cuando empecé. Si seguís por este camino no te va a faltar ni a sobrar nada, y acertó. Así fue, ni me sobra ni me falta”.

Hasta que llegó 2001.

***

Hay cientos de madres y alguna organización social que ahora se juntan en los barrios humildes de donde proceden, y ese pibe menos que antes solo estaba en un pensamiento o en una nostalgia, se concentra en cientos de gargantas que hacen estruendo. Se materializa en una lucha sonora pero que es silenciada desde los medios de comunicación predominantes. Porque muchos de sus hijos están en las calles. Hay datos de que en Argentina se consumen 400.000 dosis de paco al día. Son sus hijos los que las consumen, a 25 pesos argentinos la dosis (un euro y medio aproximadamente), que pueden encontrar en Constitución, La Boca, la villa de Retiro o cualquier barrio deprimido de la capital.

Hay niños y adolescentes en las calles que tienen en su poder alguna de estas 400.000 dosis y que las fuman en pipas improvisadas, como una lata de refresco con un agujero. Hay niños y adolescentes en las calles cuyas pieles parecen telas finas recubriendo un esqueleto: con problemas de visión, heridas en los labios, tosiendo sangre por la tuberculosis y alucinando miserias en medio de una nube confusa y paranoica. Buscan 25 pesos, que es la poca distancia que existe a veces entre el miedo y la redención. Son viajes de ida y vuelta, entre la euforia y la disforia, que algunos hacen doce, trece, catorce o quince veces al día. Y el futuro echado a perder. Algunos encuentran a Luis.

***

Luis, que el 20 de diciembre de 2001, cuando Buenos Aires se convirtió de la noche a la mañana en un infierno, estaba arrancando cabinas para estamparlas contra los escaparates de los bancos. “Los policías cargaron contra las Abuelas de Plaza de Mayo. El ambiente estaba muy violento”, dice.

En un determinado momento le cayó una bomba de gas lacrimógeno a sus pies, decidió cogerla y volver a lanzarla contra los policías, algo que le costó una ceguera temporal. Tenía repartido entre los bolsillos unos 30.000 dólares, un dinero que le había dado Leticia, una vecina del barrio de la Recoleta y promotora de viajes que decidió hacer tan generosa donación. Con ese dinero, Luis sortearía la crisis que atravesó Argentina , la cual concluyó con unas violentas manifestaciones que el pueblo alzó tras enterarse del saqueo subrepticio al que había sido sometido el país. Ahí estaba metido él, ciego y desorientado, escuchando el trotar de los caballos en una enorme bola de humo y con el futuro de la Fundación, es decir, con 30.000 dólares, metidos en los bolsillos. Fue precisamente a raíz de ese día, el origen del boom del Paco, y a su vez, cuando Fundación Vida Nueva abrió sus puertas en Glew, donde ahora se encuentra Luis, apoyado en la columna, tratando a chicos en su mayoría adictos a esta droga hiper tóxica.

Paradojas de la vida.

***

Entonces, el chico que ahora desaparece por una de las avenidas de Puerto Madero está destinado al más absoluto ostracismo, excepto por unas cuantas fundaciones religiosas como la de Luis. El problema se acrecienta cada año y los recursos que el Estado pone para combatirlo son menores. Ahora con la entrada de Macri, Luis es bastante escéptico en cuanto a la ayuda que pueda recibir de las administraciones.

Los pibes pagan 6.500 pesos al mes (unos 400 euros) por estar en el Centro de Rehabilitación. Con eso hay que pagarlo todo. La casa, la comida, luz, agua, gas, los sueldos del psicólogo, asistente social, monitor de actividades físicas, etc.…

“En otras comunidades piden alrededor de 10.000 pesos”, dice Luis como disculpándose. Es algo que da resultado. “Antes cualquiera de estos pibes que ves sería capaz de acuchillarte o pegarte un balazo por nada. Ahora dialogan, intentan resolver sus problemas. No sabes cómo llegan estos chicos. Algunos llegan que no saben ni hablar. Todos tienen una marca de una bala o de una cuchillada en su cuerpo, y el 99,9 por ciento de ellos han sido abusados sexualmente en la infancia”.

Aquí es donde entra Dios en juego, y Luis, para justificarlo, cuenta la historia de un chico paraguayo que atendió hace unos años. Para él, Dios estaba allí cuando una banda de narcotraficantes, de la cual su padre era partícipe, mató a toda su familia. Dios estuvo allí cuando disparó primero al padre, luego a la madre, luego a la hermana y luego a él. Dios fue el que le dijo que se hiciera el muerto para que lo recogiera después de varias horas un camión que lo puso a salvo. Todo lo malo para él tiene un sentido. Hay un significado bajo el sufrimiento y hay que saber encontrárselo, aunque unos narcos maten a toda tu familia cuando tienes cinco años, si no estás destinado a vivir una vida llena de rencores. “Aquí empiezan a entender que Dios los ama y les va a dar una oportunidad para que sean mejores. Van a encontrar un padre, y ese padre es Dios. Ellos son sus milagros. Hay pibes que estuvieron aquí muy cerca de la muerte. ¿Por qué no se murieron en ese momento? Porque tenían que seguir viviendo. Su vida tiene que ir por otro sentido”.

–¿Por cuál? –pregunto

–Eso no se sabe. Pero has de dejar atrás la mochila de rencor. Has de sanar las heridas, para que ese sentimiento de rencor sea una semilla para otros.

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El caso es que, según Luis, con las ayudas psicológicas –pero especialmente las espirituales y religiosas– que reciben en la fundación, los chicos salen de allí y no vuelven a caer en el Paco ni en la delincuencia. Algo hay en lo enigmático de sus palabras, pienso.

Al salir de la Fundación, en la vereda de enfrente, hay dos caballos famélicos que matan el tiempo buscando pasto en una gran extensión de hierba seca. Para llegar a la estación de trenes de Glew hay que pedir allí mismo un taxi y recorrer con él unos cuantos caminos de tierra que bordean una villa miseria, por donde –en horario escolar– no paran de cruzarse niños y perros, flacos y descalzos, que parecen abandonados a su suerte. Cuando llegas a la estación de tren hay fruterías ambulantes. Algunos hasta venden juguetes. Suele estar atestado de gente el tren que te lleva a Capital Federal. Allí seguirá el chico que vi días antes, balanceando su cuerpo vencido por la inercia, mirando al cielo. Tras ese poderoso brazo de cristal –banco ICBC– que simboliza un cambio de relaciones en la Argentina, henchida de capital asiático desde que Néstor Kirchner tejiera la alianza estratégica con Hi Juntao, tras esas veinticinco plantas, está Dios. Pero supongo que él tendrá suficiente con intentar sentarse en el escalón y mirar a alguien estrábico con tal de llevarse unos pesos a los bolsillos.

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