Ya está bien de hablar de nuestros tan cacareados valores occidentales: a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Las imágenes de los refugiados se empiezan a parecer demasiado a las de los campos de concentración del pasado siglo.
Europa no aprende: el fascismo vuelve a ser resurgir con fuerza en Hungría, en Polonia, en Eslovaquia, en Suecia, en Noruega. El Frente Nacional francés, el Amanecer Dorado griego, el Partido Popular danés, el FPÖ austriaco, la Liga Norte y Forza Italia, el UKIP inglés o el PVV holandés son grupos neonazis con suficientes apoyos para hacerse con el poder, y a estas amenazas hay que sumar la sombra oscurantista de Trump, que se cierne sobre Norteamérica; aventados por los medios de comunicación concentrados en las mismas manos, los partidos populistas de la derecha cristiana en los gobiernos se acercan a esos discursos racistas, ultraderechistas e intolerantes para paliar su sangría de votos. Pero lo más sangrante es la cara que está mostrando Alemania en estos últimos días: el AfD representa lo peor de algo que ese pueblo no debería olvidar nunca. Cuidado, porque el Viejo Continente está volviendo por donde solía, para ser de nuevo el infame polvorín de la desgracia de nuestro mundo.
No nos podemos engañar: los nazis vuelven a estar entre nosotros. Los ghettos se llaman ahora periferias o banlieues, y los musulmanes han pasado a ocupar el lugar de los judíos. Con la excusa de una supuesta guerra de civilizaciones, los diarios sensacionalistas conservadores, las radios apocalípticas y las televisiones generalistas se aplican punto por punto en el argumentario propagandista diseñado por Goebbels hace casi un siglo: la simplificación, el enemigo único, el contagio, la transposición, la exageración, la desfiguración, la vulgarización, la orquestación, la fragmentación, la acusación permanente, la apelación a los bajos instintos y la falsa impresión de unanimidad. Ha vuelto la sátira de Timus Vermes sobre la resurrección de Hitler que señaló preclaramente hace unos años que la espectacularización de la política y la función de las redes sociales como caldo de cultivo ideal para el extremismo conspiranoico constituyen la plataforma perfecta para líderes carismáticos como el Führer.
Y queda la insensibilidad general de la población europea ante las imágenes atroces de nuestras fronteras que escupen los noticiarios a diario, de las agresiones racistas en las calles, de los asaltos policiales a barriadas señaladas como terroristas en su totalidad, de presuntos yihadistas abatidos a tiros sin que medie juicio alguno: ni siquiera se puede ahora acudir a la excusa de la invisibilidad de la barbarie o de la ignorancia del público. Ahora la realidad de los telediarios se confunde con la recreación histórica, y la vida empieza a asemejarse de nuevo a historias tan sombrías como La lista de Schindler, El pianista o El hijo de Saúl, y contemplamos cada noche a políticos, policías y militares que, tal como Eichmann, dicen cumplir con su trabajo diligentemente, aplicarse en la burocracia comunitaria y hacer cumplir la ley. Da igual aquí estar más cerca a las tesis de Arendt o a las de Lanzmann, porque lo que está ocurriendo es de igual manera perfectamente inhumano, y mueren hombres, niños y mujeres en algo que no tiene otro nombre que exterminio planificado.