Pensando, el otro día, mientras veía en la tele a Nicolás Maduro esputando desde la tumba de Chávez, advertí algunas conexiones entre los diferentes agentes virales que amenazan en la actualidad a la democracia. Yihadismo, bolivarianismo, nacionalismo y neocomunismo travestido de socialdemocracia nordiquísima, están atravesados todos por la misma pulsión cuya fuerza mana, precisamente, de la herida simbólica del parlamentarismo socioliberal: la potencia de un envoltorio narrativo fascinante y cautivador.
Sin duda, el sistema democrático que ha dado lugar al fragilísimo equilibrio redistributivo que se ha dado en conocer como Estado del Bienestar, y que cabría decir se halla sustentado sobre los pilares de la representación parlamentaria, la seguridad jurídica, la protección de los derechos individuales y la regulación adecuada e inevitable del mercado económico, no es una ideología. Es un status quo, producto acabadísimo de un proceso histórico notablemente agitado, convulso y jalonado por tragedias de naturaleza apocalíptica. Por ello, su fragilidad en el orden simbólico es notable, sobre todo comparada con cualquier movimiento ideológico de los arriba mentados: adolece de la fuerza motriz tan insoslayable que proporciona la sugestión.
Yihadismo, bolivarianismo, neocomunismo y nacionalismo contienen un subtexto evidente. Cada uno de ellos ofrece, a quien quiera acercarse, su propio paraíso, ya sea supraterrenal o puramente material: la instauración universal de un Califato que hará en la Tierra la ley de Alá; una sociedad igualitaria –que no de iguales– donde el Estado se ocupe de determinar el valor de cada circunstancia vital de los individuos; una tierra prometida, una nueva Canaán para el pueblo elegido, etc. A estas maravillosas entelequias, es difícil oponer cualquier tipo de relato divergente, y mucho menos la explicación racional del mundo que es el cañamazo de las sociedades libres.
Precisamente por esa apertura de nuestras sociedades, por esa condición de puerto franco de hombres libres y emporio mercantil de ideas y símbolos, el propio sistema que fundamenta nuestra cualidad civilizatoria está inerme ante el ataque de los cuentos redentores. Cuando una sociedad se halla azotada por una serie de males, absolutamente humanos e inextinguibles, como la corrupción, la negligencia institucional, la evasión de impuestos o la consecuencia de malas políticas aplicadas sistemáticamente con independencia de la demostración empírica de sus fracasos, cierto tipo de individuos suelen encontrar consuelo el discurso ideológico, impregnado de perfección: ese himen que guarda su virginidad original de las impurezas materiales devengadas de una aplicación aún desconocida puesto que, cada generación, seguro, cree que lo hará mejor que las demás.
A esta realidad supramaterial, el status quo democrático sólo puede oponer su cualidad perfectible: lo real, que es contradictorio y falible, puesto que está sujeto a las leyes humanas. No como la ideología, que emana de los dioses, hechas del mismo sustrato que las ideas socráticas que sólo podían ser cognoscidas por nosotros los humanos de forma limitada y parcial.
El ciudadano frustrado por un horizonte vital disminuido estará siempre más predispuesto a comprarse uno de esos coches fabricados por Alá, Chávez, Le Pen, Sabino Arana o Pujol, antes que la finitud narrativa de la democracia: al fin y al cabo, el sistema construido por norteamericanos y europeos, sobre todo, desde el final de la II Guerra Mundial, tiene unas servidumbres cuya naturaleza le impide dejar de arrostrar. La realidad del hombre y sus circunstancias es, quizá, la mayor y más lesiva, puesto que siempre es más tentador creer que uno, enarbolando cualquier pendón justiciero, va a solucionar los problemas del mundo aniquilando todo lo que siglos de experiencia y acumulación –aquello que Augusto Assía señalaba como origen de la prosperidad anglosajona– han enseñado a los habitantes de la Urbe.
Es necesaria, en estos tiempos en los que la oscuridad acecha el salón del hombre libre, una pedagogía democrática incluida en alguno de esos pactos de Estado tan pretendidos.
Fotografía: DonkeyHotey