No es exactamente la muerte lo que asusta. Los mercenarios del Daesh nos apuñalaron en un lugar que está más allá de los cadáveres. Se dice que los españoles nos dolemos, que casi lloramos o lo intentamos, sobre todo, por la afinidad entre nuestras culturas, nuestras formas de ocio e incluso entre nuestros atuendos textiles y tecnológicos. Es cierto, pero hay algo más. Los europeos vivimos en una ficción y los terroristas la ametrallaron. Una ficción, un relato que asumimos todos y que nos enseña que la vida se trata de comprender los propios deseos, de tomar el camino que nos llevará a la autorrealización, de beber café y reír sin que nada nos perturbe, porque cada ser humano anda protegido en una burbuja de libertad personal que debe respetarse, por ley y por moral. Sentimos que nuestras vidas son absolutamente seguras. Obviamente, es mentira. Sólo es el esquema que nos inoculan, el discurso que asociamos con la realidad. Cuando oímos de vidas prisioneras y destrozadas por las dinámicas del estado y el dinero, las desechamos rápidamente al basurero de lo anecdótico, jamás las incorporamos a la imagen de lo que es nuestro país.
El europeo se cree ajeno a las tragedias del mundo y por eso se fustiga, y hasta va a terapia, por pequeños apocalipsis como la alopecia o la celulitis. Uno necesita su cuota de desesperación, por aquello de sentir el peso de la vida. Estos sufrimientos absurdos nacidos en el propio ombligo son parte de la ficción: nos convencen de que la adversidad forma parte de nuestras vidas, adversidades, eso sí, lo suficientemente leves para que podamos superarlas y sentirnos orgullosos. No digo que sea así la realidad, que nadie entienda que infravaloro los problemas de muchos europeos. Simplemente, quiero dejar clara la narrativa que nos guía y que ayuda a definir nuestra identidad. Cada civilización tiene unos relatos internos que establecen, entre otras cosas, el valor de una vida.
París es uno de los centros del espejismo. Quedan muy lejos las matanzas de los nazis durante la guerra o, después del conflicto, las violaciones y vejaciones del pueblo francés contra aquellas compatriotas que habían confraternizado con los alemanes. Se cuida el recuerdo de la guerra, sí, pero poco a poco, como es natural, va adquiriendo una textura de leyenda o mito. La violencia no existe en el territorio parisense más allá de algún conato. Durante estos días, tras el 13-N, muchos alquimistas de los medios de comunicación se han esforzado en destilar la esencia de París. La ciudad de la libertad, los cafés, el arte, la poesía, el amor, la mixtura cultural, el hedonismo, y las cornisas que proyectan sombras perfectas para los besos.
Como siempre que sucede algo así, surgen historias de personas a las que una llamada imprevista o un constipado o un retraso de autobús las apartó del lugar de los hechos. Así intentamos poner orden en el azar para restaurar nuestra sensación de control y de seguridad. Hoy luchan, luchamos, por recuperar esa ficción de la que hablábamos, y la recuperaremos pronto. Andaremos desubicados una semana, pero más pronto que tarde el café sabrá de nuevo a café. En cambio, en el recuerdo de la gente de los campos de refugiados no queda sombra de paz, allí nadie sabe a qué sabían las cosas antes de que supieran a metralla. Ojalá, ahora que los mismos verdugos nos han apuñalado el hígado, empecemos a entenderlos.
Fotografía: Moyan Brenn