Los antiguos griegos no andaban errados al imaginar casados a Marte y Venus, puesto que los conflictos bélicos parecen desencadenar un incremento masivo de la lívido. Glenn Gray, a partir de su experiencia en la II Guerra Mundial apuntó la obsesión de los militares con las mujeres: “La palabra que con más frecuencia sale de las bocas de los soldados americanos es la expresión vulgar del coito”. Sociólogos y psicólogos han señalado que hay que entender esta actitud compulsiva como la reacción de unos individuos a los que el hecho bélico arranca de sus ambientes, arrebatando el equilibrio a sus vidas, aunque ello no parece suficiente para explicar la incontrolable necesidad de amor físico.
No es extraño, pues, que las prostitutas pululen allí donde hay soldados. El estallido de la Guerra Civil española, en 1936, llevó aparejado el aumento de la demanda de servicios sexuales, al existir una gran masa de hombres lejos de sus esposas o de sus novias, dispuestos a gastar sus pagas en la compra de sexo. Un seminarista vasco evocaba, indignado, la relajación del ambiente moral. Cada vez que las tropas entraban en un pueblo, la primera pregunta era por la dirección de las casas de prostitución: “No he pasado en la vida mayor vergüenza que en Huesca, donde un oficial me dirigió esa pregunta”. Otros colegas suyos contaban la misma “continuada tendencia a lo lúbrico”, expresada en “ademanes, palabras, deseos, pensamientos”. En la jerga de los soldados, “limpiar el fusil” era sinónimo de hacer el acto sexual.
Se daba así la circunstancia de que el burdel se convirtiera prácticamente en una institución, con un lugar muy prominente, tal como observó en plena guerra un periodista polaco.
Paralelamente a la demanda también se multiplicó la oferta, ya que el propio cuerpo constituía un recurso en situaciones de pobreza, cuando la mujer, al cuidado de los niños, carecía del apoyo económico de un hombre que se había incorporado a filas. Sólo en Barcelona, a los pocos meses de iniciado el conflicto, el número de prostitutas se había incrementado en un 40 por ciento, hasta alcanzar las 4.000 mujeres. Muchas eran jóvenes emigrantes recién llegadas de zonas como Murcia, empujadas por la presión demográfica y una economía subdesarrollada, basada en el minifundio. Cuando se terminaban los trabajos en la vendimia, una gran masa de obreras quedaba desocupada y sin medios de subsistencia. Por desgracia, sus posibilidades e inserción laboral giraban no iban mucho más allá del trabajo doméstico y hacer la calle. Con el agravante de que la periódica llegada de nuevas muchachas, más jóvenes, implicaba una dura competencia por los recursos.
Tolerancia en la zona franquista
Mientras tanto, en la zona mal llamada “nacional”, sucedía más o menos lo mismo: había que hacer lo que fuera para comer. En muchos casos se trataba de menores de edad que ofrecían sus servicios de forma clandestina. A la miseria económica se unía la exclusión social, reflejada en el impactante relato de la detención de Rosa, una prostituta de Granada, en diciembre de 1936. Iba borracha cuando la detuvieron dos guardias y un falangista, para que no diera más escándalo. Tras resistirse, la muchacha les lanzó una especie de maldición: “¡ojalá vuestras mujeres y vuestras hijas acaben en los sitios en los que yo vivo!”.
En el bando franquista, la moral católica exigía reprimir cualquier forma de transgresión sexual. Ello implicaba desde prohibir los cabarets a impedir “el paseo y exhibición en las vías públicas de mujeres dedicadas al tráfico carnal”, como se hizo en Asturias. Para evitar este “tráfico”, las autoridades multaron e incluso encarcelaron a las meretrices.
En la práctica, la prostitución se toleraba como un medio desagradable, aunque necesario, de ofrecer a los soldados “alguna expansión y solaz”, por decirlo con las palabras del jefe del Estado Mayor del Ejército del Centro. A Rosa, como hemos visto, la detuvieron, pero fue por montar una escena, no por su actividad sexual. De hecho, la Iglesia, desde hacía mucho tiempo, tendía a justificar la existencia de las mujeres “perdidas” como un mal necesario con el que garantizar la virtud de las “decentes”. Se suponía que los hombres, por su naturaleza, no podían sino caer en el pecado de la lujuria. Puesto que eso resultaba inevitable, mejor permitirles que se desahogaran con profesionales. Así respetarían la virginidad de sus novias formales.
Los burdeles debían permanecer en zonas alejadas de la población civil, de manera que las mujeres se mantuvieran a distancia de las trincheras y los domicilios particulares. Otra cosa era la realidad, ya que encontramos quejas por su proliferación en determinados espacios, de forma que intimidaban a las “verdaderas señoritas”.
Una preocupación de los mandos era impedir que oficiales y tropa se mezclaran al acceder a los prostíbulos, de manera que la disciplina se viera menoscabada. Para impedirlo, unos y otros debían frecuentar establecimientos distintos o, por lo menos, presentarse en diferentes horarios. Pero, en ocasiones, eran los propios jefes quienes introducían a las mujeres en el cuartel.
Como señala el historiador Michel Seidman, el puritanismo público era una cosa, otra muy distinta el placer privado. Los legionarios aparecían sin complejos acompañados de mujeres, fueran sus esposas o sus meretrices, para escándalo de los religiosos, horrorizados ante la cultura del vino, el juego y la carne. A los legionarios se les podía adoctrinar sobre las virtudes de las mujeres cristianas, pero lo cierto es que seguían frecuentando lo burdeles sin que nadie pudiera convencerles de lo contrario. En los hospitales, la tasa de soldados enfermos de sífilis resultaba preocupantemente alta.
De esta falta de pudor encontramos una expresiva muestra en un periódico extremeño de la época. Diego Trespalacios, Juez de Instrucción, hace publicar un aviso por el que ruega a las autoridades civiles y militares, así como a los agentes de la Policía Judicial, que busquen las 128 pesetas y las fotografías perdidas por un sargento, al que se las habían robado en Cáceres, “en la casa de lenocinio de Ignacia Villaluenga Morato, en Travesía de San Flipe, número 4, de esta población”.
No se oculta que la sustracción ha tenido lugar es un escenario supuestamente vergonzoso, señal de que no se tenía por escandaloso el comportamiento del militar. Además, se publica la dirección completa del burdel, con lo que se hace publicidad encubierta del mismo
La preocupación sanitaria
Cada prostituta tenía que pasar por los preceptivos controles sanitarios, como forma de combatir la propagación de las enfermedades venéreas. La República compartía esta preocupación por la prostitución como problema de salud pública, pues, no en vano, los prostíbulos constituían un foco de enfermedades venéreas que provocaban más bajas que las balas enemigas. El número de afectados aumentaba de forma incontrolada, como demuestra el caso del Hospital General de Cataluña, en Barcelona. Allí, el número de pacientes infectados por la sífilis casi se había triplicado durante los inicios de la guerra.
En general, unos y otros tendían a culpabilizar a las mujeres por la extensión de las enfermedades, atribuyéndoles una sexualidad pervertida. Se suponía que todas, por definición, estaban infectadas. James Matthews señala que los clientes, en cambio, “se les descargaba de responsabilidad”.
Había que concienciar a los soldados para que tuvieran precauciones. Desde este punto de vista, la prostitución era, como se decía entonces, el “fascismo de la naturaleza”. En esta línea, las autoridades promovieron una campaña de concienciación tanto en la prensa y la radio como a través de panfletos y carteles propagandísticos. Uno de ellos, editado por la Generalitat, advertía contundentemente: “Evita las enfermedades venéreas como las balas”.
La propaganda, sin embargo, tuvo escasas repercusiones. En medio de la revolución social, con muchas propiedades que cambiaban de manos, los milicianos, de pronto, se encontraban con unas posibilidades de gasto de actividades lúdicas que antes no podían ni soñar. Como antes los burgueses, se lanzaron a disfrutar de los placeres de Venus. Un observador de la época nos proporciona un testimonio elocuente: “La masa que engrosa las filas de la milicia popular, que gana diez pesetas al día, forma la nueva clase de los medianamente pudientes, que poseen los mismos gustos que antes, entre los que el goce sexual, en todas sus manifestaciones, no desempeña un papel poco importante”.
En otras ocasiones, el recurso al sexo mercenario constituía una manera de desfogarse después de un periodo prolongado en el frente. Esto es lo que sucedió con la XV Brigada Internacional tras un período de dos meses y medio de combate. Al ser relevados, los hombres prácticamente asaltaron los prostíbulos de Alcalá de de Henares: “Los franceses eran los primeros en el burdel, lo coparon. Pobres chicas. Los estadounidenses llegaron luego y sacaron a los franceses. En las calles no había más que tipos ebrios”.
¿Por qué este comportamiento en unos hombres a los que se suponía progresistas y políticamente concienciados? Tal vez la clave se encuentre en su concepto de masculinidad, no demasiado diferente del esgrimido por sus enemigos. Para criticar a los fascistas, el poeta Miguel Hernández les echaba en cara su falta de hombría. A su juicio, constituían “una casta de impotentes” que se dedicaba a camuflar su “debilidad mujeril” bajo una apariencia de valor. Hitler, según Hernández, era un ser débil y afeminado. Vemos, por tanto, como un intelectual comunista asumía los tradicionales estereotipos de género que identifican al hombre con la fortaleza y la mujer con la fragilidad.
Una cosa era que el combatiente, por imprudencia, se contagiara, pero también podía darse el caso de que se infectara voluntariamente. La enfermedad venérea se convertía así en una variedad de automutilación. O, como decía el republicano Ángel Pozas, jefe del Ejército del Centro, en “un pretexto para escapar del servicio en las trincheras”. En otros casos, la infección se fingía o se prolongaba deliberadamente la convalecencia.
Curiosamente, poco antes de la batalla del Ebro, parecía que las tropas republicanas padecían una epidemia de enfermedades de transmisión sexual. Los mandos no tuvieron más remedio que intervenir, decididos a cortar algo que amenazaba con disminuir significativamente su número de hombres. Se multiplicaron entonces las inspecciones a los burdeles, con la clausura de los que abrían sus puertas ilegalmente. A los infectados se les amenazó con medidas disciplinarias, desde un mes de arresto, la primera vez, a un juicio por autolesiones si reincidían en dos ocasiones. En este último caso se arriesgaban a una pena de veinte años de cárcel o, peor aún, a la ejecución.
En busca de soluciones
Mientras tanto, en los medios de comunicación de izquierda, tenía lugar un animado debate en torno a la prostitución. Ésta, para socialistas, comunistas y anarquistas, era una lacra producida por la sociedad capitalista. El sistema, al producir explotación y desempleo, empujaba a muchas obreras a vender su cuerpo por necesidad. Los burgueses desahogaban con ellas sus ímpetus sexuales mientras sus propias mujeres mantenían la castidad impuesta por la moral dominante.
En realidad, el vínculo entre capitalismo y prostitución resultaba bastante cuestionable. En la clientela de los burdeles abundaban los milicianos que luchaban por la Revolución, como hicieron notar las feministas más avanzadas de la época. Según la organización Mujeres Libres, resultaba inexplicable que “espíritus dispuestos en las trincheras a todos los sacrificios necesarios para vencer en una guerra a muerte, fomenten en las ciudades la humillante compra de carne, hermana de clase y de condición”.
¿Por qué actuaban así los trabajadores? Mujeres Libres atribuía su comportamiento a la influencia burguesa. La solución, sin embargo, no se reducía a destruir el sistema de clases. La abolición del capitalismo, por sí sola, no bastaba para destruir el dominio del hombre sobre la mujer.
Un sector del anarquismo criticó ferozmente la existencia de burdeles o “casas de lenocinio”. Su existencia resultaba incompatible con el proyecto emancipador que ellos defendían. “La verdadera libertad no admite esclavos de ninguna especie: la prostituta es una esclava cargada de cadenas y de miserias”. ¿Cómo podía caminarse hacia la liberación de la humanidad si se permitía el comercio de seres humanos?
Los clientes de los prostíbulos también eran objeto de duras críticas. De “insensatos” y “miserables” les tildaba un colaborador del boletín de la CNT/FAI de Igualada. Su egoísmo les empujaba a satisfacer sus instintos con un “rebaño de hembras degradadas”.
Pero, de hecho, los libertarios también formaban parte de la clientela de los burdeles. Para algunos anarquistas no se podía privar al soldado de la oportunidad de un desahogo sexual, arrebatárselo equivalía a disminuir su combatividad, un lujo que la República no se podía permitir si quería ganar la guerra.
En Barcelona, lo mismo que en Valencia, la FAI se hizo con el control de los prostíbulos del barrio chino. En este caso, su objetivo no fue, por lo que parece, acabar con el comercio sexual. Más bien se trataba de humanizarlo. Se procuró concienciar a los clientes para que trataran correctamente a las “mujeres públicas”. Cada una de ellas podía ser su hermana, o su madre. En todo caso, se trataba de un oficio que cumplía una “función social”.
La organización Mujeres Libres intentó pasar de las palabras a los hechos. Para abolir una plaga tan degradante, tan contraria a la dignidad de la mujer, promovió los Liberatorios de Prostitución. Su objetivo era la reinserción social de las afectadas a través de distintas líneas de actuación. En primer lugar, el tratamiento médico-psiquiátrico. Por otra parte, formación ética. Respecto a la faceta económica del problema, formación profesional. Por último, ayuda a las afectadas, tanto en el ámbito moral como el material, incluso a la salida del Liberatorio.
Pero había situaciones y situaciones. A una prostituta cara, que había hecho de su cuerpo un medio de ascenso social, no se le podía decir que viviera con el sueldo de una proletaria. La ingenuidad revolucionaria era patente, como apunta Javier Rioyo. Las meretrices alfabetizadas no se molestaban en leer la propaganda de las libertarias. Y si la leían, su preocupación era liberarse de los “liberatorios”.
Mientras tanto, Federica Montseny, la ministra anarquista de Sanidad, fracasaba en su empeño de eliminar la prostitución. En su opinión, este sueño requería un cambio profundo en los valores sexuales, por entonces demasiado vinculados a normas religiosas. En contraste con las pautas de comportamiento tradicional, más bien represivas, ella defendía que la “satisfacción” de las necesidades eróticas fuera normal. Tan normal como el comer.
El impacto de los liberatorios, carentes de apoyo oficial, fue más bien escaso. Según Fernando Díaz-Plaja, por cada mujer que logró reinsertarse, trabajando en un taller o una oficina, diez regresaron a su antigua ocupación, bien de forma autónoma o en prostíbulos. La fuerte demanda masculina generaba la oferta.
Fotografía: Portal Fuenterrebollo