Caminaba yo el otro día por mi pueblo, después de comer, que es la mejor hora para pasear que hay en el tiempo que va a rolar de aquí a abril. El après-midi de los franceses, cuando el sol se dilata y no quema, ni hiere de frente, sino que abraza. Paseaba como digo sumido en mis cavilaciones de flaneur cuando pasé por delante de lo que siempre, en donde vivo, se había conocido como lo de los viejos, o más modernamente, el hogar de la tercera edad. Me apercibí de que le habían renovado la fachada. El azulejo con el escudo de la villa, como siempre, y debajo, una inscripción en el dintel: Centro Social. Anduve un rato más, y me paré en medio de la calle. No es que me halle falto de naturalidad con el adjetivo social. Hoy día, éste sirve para todo. Son sociales los presupuestos, es social la política que hacen los partidos, o las que proclaman que van a hacer; es social el Estado, es social el dinero, hasta es social la dignidad, la indignación o la carencia absoluta de ella. De modo que dentro de esta realidad socializada por la acción socializante del inevitable adjetivo social, puede uno encontrársela en todas partes, desde el BOE al periódico, y hasta en un dintel. Pero, ay. Algo me chirriaba, sin saber yo el qué. Algo que no pude dejar de rumiar.
El hombre es un animal social, por antonomasia. Es algo tan connatural a nuestro ser, que a los escasos individuos que osan segregarse voluntariamente de la comunidad, los calificamos de asociales, huraños, solitarios o, anatema: ¡misántropos! Que no es más que aversión al género humano, de lo que se colige que el carácter social de nuestra especie es inherente a ella.
Así es que acudí al Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Es un árbitro recurrente para toda disputa dialéctica que se precie, aunque a la Academia haya algunos asuntos que reprocharle últimamente, en su desenfreno neologístico. Me dijo el DRAE, en su primera acepción: social, perteneciente o relativo a la sociedad. Bien, quédeme como estaba, y fui a buscar sociedad. Encontré entonces otro problema. Había dos acepciones de la palabra sociedad que podían confundirse: Conjunto de personas, pueblos o naciones que conviven bajo normas comunes, y Agrupación natural de algunos animales. Bueno, teniendo en cuenta que hasta hacía un mes en dicho edificio solía reunirse la senectud local para jugar al dominó, hube de descartar ese segundo significado. Así que, bien: social, de sociedad humana. Excelente.
Pero entonces me asaltó otra duda. ¿Acaso puede darse otro tipo de sociedad? Quiero decir, una colmena es una sociedad de orden comunitario que establecen unas cuantas abejas constituidas en enjambre. Pero ni las abejas, ni las manadas de búfalos, ni las piaras de cerdos, han dado todavía en organizarse consuetudinariamente en municipios regidos por ayuntamientos; ni, por tanto, en financiar con lo recaudado mediante tributos, edificios para el solaz de sus individuos ancianos, de modo que aquel centro, antes llamado de la tercera edad, ahora social, no podía referirse sino a un lugar donde se reúnen personas para desarrollar diversas actividades. Bien. Entonces, regresé al punto de partida: ¿sabrán lo que es la tautología mis queridas autoridades municipales encargadas de reformar el edificio, cambiándole el nombre? En ese punto no pude menos que chotearme, perdiendo la seriedad que el rigor de mis reflexiones aconsejaba: ni de coña.
No hay obra humana que pueda ser destinada a otro tipo de sociedades que estén constituidas, propiamente, por hombres, quitando los zoológicos, las granjas y las piscifactorías. Pero como aquel nombrado centro social no estaba destinado fieras salvajes, ni a la crianza de mejillones en bateas, ¿cabía apellidarlo social? ¿Es que podía no serlo? ¿Es que no hay quien frene esta catarsis acultural que nos invade como una hidra de cien mil cabezas?
Porque resulta que lo que antes era vejez, luego fue ancianidad, para terminar siendo tercera edad. Si ya de por sí la perífrasis tercera edad es una construcción abominable, lo que le siguió no fue sino otro circunloquio políticamente correcto de nuestras élites políticas, mediáticas y culturales, siempre tan avezadas en el noble arte de la vergüenza ajena: nuestros mayores, seguidos de la coletilla que se lo merecen todo, como si Hitler, de no haberse pegado un tiro en el búnker de Berlín y en el improbable caso de que hubiera sobrevivido a los Juicios de Nüremberg y llegado a viejo, hubiérase convertido, por el simple hecho de envejecer, en un santo varón. Y cosas así. Escondemos la realidad, disfrazándola con una máscara deformadora. Creemos así dulcificarla, pero no hacemos sino deshonrarla, transformarla en pasta viscosa e indigerible, que es lo único que resulta del intento de amoldar el orden natural de las cosas a nuestra sesgada concepción del mundo.
¡Pero casi mejor centro social, que hogar de la tercera edad! Porque lo tautológico de social se disculpa por la ignorancia, que es atrevida y no finita, como el Universo. Pero la cursilería, ay, indica afectación. Una pretensión de ¡hogar de la tercera edad, nada menos! Como cuando los romanos ponían una vela en una altarcilloh en lugar preeminente de la casa, para honrar a cada uno de sus difuntos. Pero en pomposo. Al final, tanto uno como lo otro son síntomas del mismo padecimiento: la puerilización general del mundo que nos rodea. Ahí fuera hay gente que mata, viola, conquista, sobrevive y guerrea, como pasó siempre, pero en nuestro parque temático nunca se pone el sol. Personificar la vejez, que no es otra cosa que un estado transitorio de la materia física, en algo que sugiere lo que no es, porque delante de la tercera edad va la segunda, y detrás, se supone que la cuarta. ¿Pero, y cuándo vivamos de media 100, y no 75? ¿Habrá que seguir contando edades? ¿Pensarán nuestros hijos y nietos que les dejamos como herencia un mundo diseñado por imbéciles?
Fotografía: Joan Sorolla