Relato de las millas, a pedales, por tierra, entre dos mares.
En el horizonte asoma la línea anaranjada, como una botavara sosteniendo el velamen azul índigo de otra noche que se desvanece. La silueta del ciclista se recorta en el amanecer, junto a su velocípedo, la mochila y un pequeño macuto. La proximidad de la partida agudiza ese cosquilleo infantil previo a una excursión. Cuando se paladea una aventura por delante. Cuando la única certidumbre van a ser las pedaladas. Así, cuando la noción de los días se pierda, la inmersión será absoluta, entonces, a lomos de Stendhal, el viajero emergerá.
Desde la antigua Saetabis (Xàtiva) parto hacia las orillas del Turia. Desembarco en la estación del Norte dispuesto a marchar sobre raíles por la costa mediterránea hasta que la ‘burrocracia’ ferroviaria me obliga a una sutil demora de cinco horas que aprovecho para llegar cerca de la huerta, en Benimaclet, a brindar con unas amigas, jarras en alto, por la andadura que se avecina. Las cervecitas gélidas inauguran la ingesta desmesurada de líquidos durante las próximas jornadas.
La línea litoral que recorre el tren hasta Barcelona me permite comenzar el fascinante proceso de interlocutar con gentes muy dispares. En este lapso de costa, sobresale una joven gacela catalana, esbelta y atlética que se sienta a mi lado y me cuenta que está a punto de iniciarse en la universidad, divagamos –durante horas- sobre las elecciones y los caminos; termino despidiéndome de ella en Sants haciéndole saber que al chaval que fui hace una década le habría encantado conocerla, y pedirle su messenger. Tras lo cual, nos damos dos besos, y ella susurra: apúntate mi Facebook.
Bajo el cielo de la Ciudad Condal sonrío al atardecer. Un padre junto a su hijo, con sendas bicis de descenso, me orienta para emprender la marcha hacia el oeste. Salgo pedaleando a por un tren de vía estrecha y alcanzo a oír al niño: “Pare, es veritat això que ha dit d’ aplegar en bici fins al Cantàbric”. No puedo por menos que sonreír. Una vez aposentado en el vagón y con algo de sosiego, pienso quizá sí sea posible llegar al destino previsto, mientras el tren va trenzándose con el curso del Llobregat. A su paso por Monistrol, desciendo y mientras preparo la bici y me equipo con varias luces, un ferroviario ocioso, con razonable verborrea, me asaetea a preguntas incluso acerca de mi perspectiva sobre la independencia de Cataluña, –y no ha sido el único en hacerlo, curioso leitmotiv en el Camí de Sant Jaume–. Tras pronunciarme sobre la cuestión con diplomacia, comienzan a circular las bielas, me giro y le suelto con gesto amable: “Vixca Catalunya, però, jo sóc de la millor terreta del món”. Con esta declaración, un profundo anhelo de experiencias y todas las endorfinas on fire, procedo al ascenso de las curvas que llevan hasta el Monestir de Montserrat.
En una fuente, a mitad camino, me detengo y engullo una glucomovida –entiéndase: geles, compotas, barritas energéticas–, la noche cae densa y húmeda. Rebaños dispersos de nubes. Trazos de spray con estrellas. Tan sólo tres vehículos alteran el túnel de ensimismamiento en el que me hallo. Me encanta estar pedaleando en lo oscuro, más aún cuando hace doce horas creía que resultaría imposible pernoctar en esta montaña. En algo menos de una hora llego a la estación de La Cremallera, habiendo destilado por el camino la quinta parte de toda la cerveza trasegada los días anteriores en la Fira de Xàtiva. En los arcos de la explanada superior reposo unos minutos contemplando las sombras de esas icónicas formaciones que peinan a las ovejas nubosas más bajas. El agua, qué placer con sed. Una vez repuesto, indago para llegar al albergue. Resulta imposible. La paradoja del día es que en este sagrado enclave un peregrino no tiene donde guarecerse –si no anuncia su presencia de antemano, y llega antes de las seis de la tarde-– Contengo una blasfemia. Montserrat. Murmuro al cielo una oración agradecida por haber llegado a salvo, y me cago en los que dicen llevar la palabra de Dios, envueltos en sus hábitos, al tiempo que me alejo de la mercantilización de este monasterio.
Los pedales me hacen pasar frente a un cartel con una vieira. La concha de los peregrinos desprende un magnetismo ante mis ojos, tal, que me adentro por un empedrado que contornea la torre llegando hasta un arco de mediopunto. Saint James Gate. Estoy donde quiero estar, donde quise estar, quizá, incluso, exactamente, donde deba estar. Cuán afortunado me siento en este rincón entre sombras, se trata de un mirador con un pequeño estanque bordeado de cipreses, debajo de uno de ellos –a pocos metros de los nenúfares mecidos por la brisa–, escucho el llanto de la escorrentía y extiendo mi habitación para esta noche.