En una peregrinación incesante a la búsqueda de la pureza, de esa Noción Esencial, milla tras milla, por infinitas sendas, como si de un profeta, con el torso desnudo y semblante de náufrago, se tratase. A través de montañas y desiertos, bosques y estepas, bajo el sol y la nieve… profiere, en silencio, Tony Krupicka, salmos a la Naturaleza.
Calzado con unos exiguos mocasines de caucho y polímeros; apenas unos calzones visten su pelvis, melena lacia y larga, dorada por la intemperie, barba de un año, perfil aquilino y mirada glauca, lúcida y serena. De andar grácil y complexión enjuta, fibroso y longilíneo. Desciende vertiginosamente del Grand Teton seguido por Kilian, se mueven por instinto a gran velocidad surcando la lengua del glaciar hasta llegar a la morrena frontal. Alto en el camino, se hacen un selfie. Respiran. Krupicka se inclina en un torrente de deshielo, sorbe agua de sus manos y sonríe al cielo. Se chocan la mano para celebrar un paseo fulgurante al alcance de muy pocos. «El Mesías» y «El Profeta», juntos, armonía en la élite como en casi ninguna otra modalidad deportiva.
El ermitaño minimalista se inclina en respetuosa reverencia ante el atleta más superdotado que existe en la montaña, Kilian Jornet, el gran rival al que batir y admirar. Mientras avanzan rítmicas sus zancadas, al unísono, divagan sobre su afán común: dedicarse a lo que aman. Los triunfos y las gestas no son si no consecuencia de ello, de una pasión desmedida por surcar montañas. Unas cualidades genéticas desarrolladas y una fuerza mental inmensa, este es el denominador de quienes se desafían a sí mismos, más alto, más lejos, más rápido, cuyo anhelo persistente es el camino en sí. KJ es más brillante, TK, más carismático.
Desde Boulder, observa cada amanecer y brinca por las Rocosas, este filósofo, geólogo y ultranómada. Sus méritos en Leadville, Western States o Cavalls de Vent, no son lo que más le importa, son ciertamente lo que le permite vivir de lo que llena su espíritu, correr. Libre y ligero. Disfrutando de sobrepasar los propios límites, de experimentar el alcance de su potencial, de golpearse contra las rocas y la fisiología de su organismo, como en Los Catorce de Nolan o en la UTMB del pasado verano.
Un asceta que a lo largo de la última década se ha ido desprendiendo de artificios hasta reducir a la mínima expresión el revestimento de sus pies. Las sandalias del profeta. Se descalza sólo para trotar por la hierba, hace apología de un regreso a la pisada natural, razonable y progresivamente. Aboga por una andadura distinta.
Aunque en su primera juventud compitiera sobre pista, en mediofondo, fueron los entrenamientos solitarios de tirada larga, en la ventosa Nebraska, los que fraguaron su hechizo por las distancias magnas: su primera marathon con doce años; la hora de ida y la de vuelta a la escuela galopando en modo bípedo; su primer ultra con poco más de veinte años… sus proezas desde entonces.
Un recorrido hacia el interior en el exterior más adverso, esa es su constante, la del trail running, llevada hasta las fronteras de la fatiga y la voluntad. En su caso se concita un nomadismo casi místico, envuelto por ese aura que le aleja del mundanal ruido.
Algunos, viven para correr, Anton Krupicka, corre para vivir.