Salgo del entrenamiento bromeando con mis compañeros dispuesto a coger el bus de inmediato, tengo el tiempo justo para irme a casa cuando el utilero me para en medio del pasillo y me indica que el Director Deportivo quiere verme. No me imagino para qué, solo sé que si tardo más de lo debido me veré obligado llamar a mi padre para que me venga a buscar. No me gusta la sensación, no me gusta molestar a mi padre por cosas del fútbol, no me gusta no saber lo que ocurre.

Subo raudo las escaleras de dos en dos y de tres en tres, el Director Deportivo me espera en la puerta de su despacho, llego agitado y un poco aturdido, aún no sé por qué me llama, yo no he hecho nada. Amablemente me invita a pasar y me indica que me siente. Sin más, empieza a explicarme el por qué de la llamada. Escucho atentamente, tratando de anticipar la noticia, cuando de sopetón me suelta que a partir de mañana iré a entrenar con el primer equipo. Se levanta, me da una palmadita en la espalda y me despide sin más.

En el borde de la escalera me quedo plantado tratando de asimilar la noticia. ¡Me han invitado a entrenar con el equipo profesional! Tantos años de esfuerzo, tantas ilusiones y de pronto llega el momento y me lo dicen así, sin ningún tipo de adorno, a palo seco. Bajo anonadado y con la sonrisa tonta en la boca y sin darme cuenta estoy delante de la parada de un bus que ya no pasará hasta el día siguiente. La noche luce brillante y mi cara denota el asombro de la noticia recibida.

No llamo a mi padre, volveré a casa andando, recreando el momento y fantaseando con las expectativas que se abrirán a partir de mañana. Ha llegado el momento de enseñarles a todos qué soy capaz de hacer, llegar al primer equipo, ¡no puedo creerlo!

Tras los parabienes de toda la familia, los lloros emocionados de mi madre, los aplausos de la abuela y el sarcasmo oportuno de mi hermano, logro tranquilizarme y tranquilizar a todos. El recibimiento de la noticia me ha cogido por sorpresa, todos lucen alborozados y me llenan de abrazos y muestras de cariño. Mi padre, de pie, me mira orgulloso, él sabe lo que cuesta llegar, conoce el camino y entiende la importancia del logro. Él, que a lo largo de mi vida me ha llevado a todos los campos, por escondidos que estuviesen, lloviese, hiciese frío o un calor insoportable. En su momento vivió una situación similar, pero la fortuna le tenía guardado un flaco favor, la rotura del ligamento de su rodilla le truncó una carrera prometedora a las pocas semanas de haber debutado con el primer equipo. Meses de recuperación, la falta de comprensión de una familia que no tenía el respeto debido al fútbol del momento, malos consejos y vete a saber cuántas cosas más, terminaron alejando a mi padre de su gran pasión.

Hoy, él que sabe lo que significa la noticia recibida, me mira desde el rincón del salón con una sonrisa ladeada por el recuerdo amargo y aderezada por la dulce sensación que el orgullo dibuja en su mirada. Su silencio me incomoda, estoy esperando una palabra suya, algo, pero estas no llegan. Todos me abrazan y me animan regalándome los mejores deseos y la mejor de las suertes, bueno, menos mi hermano que me dice barbaridades al oído pero ya sabemos lo que es eso, un hermano es un hermano.

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Tras la sobremesa de la cena, me voy a mi habitación lleno de inquietud. Los nervios me mantienen en tensión, sé que no voy a dormir. Después de todos los preparativos y ya metido en la cama, oigo un pequeño sonido en el pasillo. Mi padre, que ha esperado a que toda la familia se fuese a dormir, se introduce en mi habitación y con un dedo en los labios me pide que guarde silencio. Se sienta a mi lado y me mira con una mirada profunda, plena, me escanea el pensamiento y por sorpresa me da un abrazo que me afloja hasta el último músculo tenso de mi cuerpo. Me mira a los ojos y me dice claro y sin ambages lo orgulloso que se siente de mí. Antes de irse a dormir, me recuerda lo importante de lo hecho y sobre todo el valor que todos mis compañeros y entrenadores me han regalado con su compañía. No sería lo que soy si no hubiese tenido la oposición que mis compañeros me han ofrecido en cada entrenamiento, ni las horas de preparación de cada sesión que ha formado parte de mi proceso formativo: mi padre me incide en eso, el fútbol es un deporte de equipo. Yo he sido bendito con la suerte de ser elegido a pesar de que en ello han tenido arte y parte muchos amigos, compañeros y profesionales de la formación deportiva.

Finalmente, mi padre me mira fijamente a los ojos y con una voz quebrada me recuerda lo importante de creer en mí mismo, en mis valores como persona, en mis valores como deportista, me regala una sonrisa llena de satisfacción y sin más me dice que mañana no piense, que el cerebro pensará por mí, que me deje llevar por el juego, sin pretender hacer nada más que lo que se hacer. “No pienses, el cerebro lo hará por ti”.

No entendí esto último. Todos me dicen que al fútbol se juega pensando y mi padre me dice lo contrario. Uno ha de ser consciente de lo que hace y mi padre me dice que no haga lo que pienso, que el cerebro pensará por mí. Con esa duda, el sueño me vence y pronto me dejo mecer por mil inquietudes que inundan mi descanso.

Al despertarme, una luz traspasa mi habitación de lado a lado, el sol entra por las rendijas de la persiana anunciando el evento que me espera. ¡Mi primer entrenamiento con el equipo profesional! Me levanto y me ducho a toda prisa para llegar al entrenamiento con tiempo de sobra. En la cocina, mi madre me tiene listo el desayuno, de todo un poco, mucho trabajo para quien tiene que irse a trabajar temprano. Disfruto de todo lo que me gusta, una madre sabe qué hacer en los momentos relevantes, el desayuno perfecto en el día perfecto. Mi padre, vestido y afeitado se toma un café de pie, mirándome mientras como. Al terminar me dice que hoy me lleva él al entreno, me sorprende, siempre marchándose a la carrera a los primeros rayos del sol para llegar a tiempo a un trabajo que lo obliga a hacer más horas de las debidas y hoy en cambio, todo eso es secundario. Me mira condescendiente y me vuelve a repetir que al primer entreno me lleva él. Me visto y preparo todo lo necesario y al momento me veo en el ascensor con mi padre palmeándome la espalda animadamente.

El trayecto hasta la ciudad deportiva lo hacemos en silencio, sonrientes. A medida que nos vamos acercando un nerviosismo sinuoso recorre todo mi cuerpo. Estoy inquieto, activado, listo y asustado. Al llegar, mi padre no se baja del coche, simplemente me sonríe y me desea buena suerte. Bajo del vehículo pero a los pocos pasos mi padre me llama y nuevamente me recuerda lo dicho la noche anterior. “No pienses”, me dice, “deja que tu cerebro se ocupe de todo, juega y disfruta, eres tú quien resuelve tus problemas, no trates de pensar en ellos, simplemente resuélvelos de la forma más eficiente”. Me voy pensando en lo que mi padre me acaba de decir, sigo sin entender a dónde quiere llegar, pero no le pregunto nada, me voy rápido, veo que todos han llegado ya.

En la puerta del vestuario el entrenador me para un momento y me indica unas pautas que he de seguir. Estoy tenso y se me nota en la voz. El míster me tranquiliza, me dice que nada ha cambiado y todo lo que vamos a hacer hoy es conocido, me infunde confianza y me empuja suavemente para que entre sin temor en el vestuario.

Al abrir la puerta veo a todos y cada uno de los jugadores profesionales a los que tanto admiro. Nadie repara en mi presencia, me quedo plantado en la entrada, embelesado y con cara de tonto. Todo me asombra, estoy en el vestuario del equipo al que siempre quise defender, a punto de empezar el sueño que tantas veces recreé en las noches interminables de tantos inviernos fríos.

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Ante mi sorpresa, el capitán se me acerca y sin mediar palabra me da una colleja en el cuello. Con una sonrisa confiada me indica mi sitio, no sin antes presentarme a todos y cada uno de mis nuevos compañeros. Con voz profunda me dice claramente que soy uno más del grupo, que tendré que ganarme mi sitio pero que desde este momento soy parte del equipo. Me indica mi taquilla y sigue con sus cosas.

Me siento lentamente fijándome en todo lo que hacen mis compañeros. Mi ropa de entrenamiento está pulcramente doblada en su lugar, mis botas, relucientes, todo lo que necesito lo tengo al alcance de la mano. El utilero, sonriente, me ofrece vendas, linimentos, agua, etc. Todas las atenciones que nunca tuve en mis años de juvenil las tengo en los primeros minutos de mi incursión en el mundo profesional. ¡Es un sueño! Antes de salir a entrenar, el míster da una ligera charla. Me regala unas palabras de bienvenida y nos ilustra con los contenidos de la sesión.

Al pisar el césped, una sensación de hormigueo me sacude todo el cuerpo, toco el primer balón antes del calentamiento. Su tacto es duro, en el punto justo, lo golpeo de interior suavemente, como hago siempre, apuntando al poste más alejado de la portería más cercana. Pleno, le doy de lleno. Eso me infunde confianza. El míster me mira sonriente y me dice claramente que juegue como lo siento, que no piense, que resuelva los problemas por mi propio instinto. Me vuelve a sorprender la frase, ¡que no piense!

La sesión discurre con total normalidad para todos mis compañeros excepto para mí. Todo me llama la atención. Los tiempos, las pausas, todo cuadra, nada queda al azar. El personal técnico bulle por todos los lados. Las atenciones son inmediatas, los fisios me preguntan cómo me siento, el preparador físico me corrige la posición de mis estiramientos, el ritmo de carrera, los impactos en el suelo y la altura de mis saltos. No pierde detalle. El míster da las premisas de la parcela táctica. Nada se le escapa, ni lo bueno ni lo malo. Me corrige los controles, me anima a que me atreva y una y otra vez me grita que juegue y no piense.

Mi cabeza está pendiente de todos los detalles, cometo errores y trato de no ponerme nervioso hasta que por arte de magia, todo fluye en el momento en que mi cabeza se queda en blanco, sin pensamientos ni dudas. El juego ha empezado y me inunda un vacío que termina con el sonido de un silbato. Sin darme cuenta han pasado infinidad de ejercicios técnicos y tácticos, hemos jugado partidillos en campos reducidos y hemos jugado un partido en donde el entrenador me encomendó varias tareas diferentes.

No me acuerdo de nada pero todos me felicitan, algo debí hacer bien.

En el vestuario soy blanco de las bromas de los más veteranos. El capitán me sacude los hombros y me empuja hacia las duchas, todos me mojan completamente vestido. He sido bautizado como uno más de la plantilla. Al salir, varios periodistas están en la puerta de la sala de prensa. El Director Deportivo me hace una señal y me indica que lo espere en un rincón. A los pocos minutos reaparece con el Jefe de Comunicación. Me alecciona sobre cómo debo afrontar la rueda de prensa. Asustado les digo que no quiero hablar con los medios, a lo que me responden que simplemente dé respuestas cortas, todas llenas de positividad y que afirme o niegue ante cualquier pregunta cerrada.

Ante lo que me parece un enjambre de micrófonos, respondo mal que bien a todo lo que me preguntan. Las cámaras me enfocan directamente a los ojos, bajo la mirada inconscientemente. Tras la miríada de periodistas y personal técnico, el Jefe de Prensa me hace gestos para que sonría. Me esfuerzo en parecer amable, pero la tensión me agarrota.

La primera comparecencia ante los medios queda grabada. No es fácil debutar ante los micros.

Al salir a la calle, el capitán me está esperando. Me llama y ante mi sorpresa me dice que me llevará a casa y que a una hora determinada me irá a recoger para la sesión vespertina. Alucinado entro en su cochazo y me acomodo en el asiento. El trayecto lo hacemos en un abrir y cerrar de ojos. Al bajar del coche, no me acuerdo de lo que hablamos, si llegamos a mantener una conversación o si fuimos todo el camino en silencio, solo recuerdo su cara sonriente y el rechinar de las ruedas al marcharse.

A lo largo de toda la semana, la rutina fue la misma, todo milimétricamente planificado. Es lo que más me incomoda, todos son excesivamente profesionales y yo tengo temor a no estar a la altura de todas y cada una de las cosas a las que me tengo que enfrentar. Todo es importante para mí y sin darme cuenta, no soy capaz de diferenciar lo trascendente de lo superficial. Para mí es igual de relevante llegar a la hora justa al entrenamiento como colocar la botella de agua en una mesa en lugar de dejarla en el suelo. Me doy cuenta de que me falta experiencia, me expreso con torpeza, me muevo incómodo entre tanto ídolo, me siento extraño, a pesar de que todos están ahí para hacerme las cosas fáciles. Eso es precisamente lo que me hace sentir diferente. Nunca me habían prestado tanta atención ante tantas menudencias que podría hacer por mí mismo.

Sólo hay un momento en el que me siento un igual, cuando jugamos. Con la pelota en los pies, ante el partido o ante cualquier ejercicio, soy capaz de enfrentarme al problema con confianza. A pesar de ello, sigo cometiendo muchos errores que me hacer sentir inseguro pero al contrario de lo que podía pensar, todos me aceptan y nadie me recrimina nada. El entrenador me habla con una pausa que me da valor para afrontar los retos que me plantean y los compañeros, especialmente el capitán y el portero, siempre tienen una palabra amable que regalarme.

Las primeras semanas pasaron volando. Cada fin de semana bajaba a jugar con mis antiguos compañeros y nuevamente cada lunes volvía a entrenar con el equipo profesional. Todo había cambiado de repente. En mi equipo filial ya no me tratan igual, el entrenador me deja libertad para hacer lo que crea más conveniente y mis compañeros se han distanciado un poco, me miran con respeto, tengo la sensación de ser otra persona. Bueno, no todos han cambiado el trato conmigo, el Chino sigue haciéndome bromas y bajándome los pantalones antes de salir a cada partido. Le llamamos el Chino por sus ojos rasgados y porque no pronuncia la “r”. Su alegría contagia a todos y como futbolista es la velocidad hecha persona, un fenómeno en toda regla que tiene como referente de vida el sentido del humor. Toda una bendición para el vestuario.

En casa, poco a poco todo ha vuelto a la normalidad. Lo que antes parecía algo extraordinario se ha convertido ahora en normal. Han cambiado las comidas porque la nutricionista me ha diseñado un plan para que logre aportar todos los nutrientes necesarios que quemo en los entrenamientos. Mi dieta es diferente a la del resto y eso me fastidia y me vuelve a incomodar. Mi madre se esfuerza en hacer todo tal y como me han explicado en el papel. Poca sal, equilibrio entre hidratos de carbono y proteínas, cuidado con las grasas, mucha fruta y agua para beber, nada de excitantes ni de azúcares innecesarios. Me molesta tanto rigor pero mi madre se ha convertido en un sargento de marines y no me permite ni un solo desliz. Come como un profesional, me dice, ahora eres un futbolista de élite y como tal has de comportarte.

Mi padre se ríe. Callado y pausado, mira cada uno de los pequeños acontecimientos que ocurren ahora en nuestra casa. Me pregunta mil y una cosas, me comenta su parecer y finalmente me sonríe acotando la poca importancia de todo lo que pasa a mi alrededor. Lo importante es lo que sientes y lo que haces sentir, me recuerda constantemente. Disfruta del camino para elevar el sentido de la meta, no te presiones y no busques la satisfacción en las cosas materiales, disfruta de la gente, de sus comentarios y felicitaciones, de sus críticas y de sus reproches, busca la simplicidad de las cosas y no te dejes llevar por los espejismos estériles que aportan las situaciones de privilegio. Mi padre trata de mantenerme con los pies en el suelo y a veces me hace sentir diferente.

Después de entrenar, en la siesta se sueña con jugar con los ídolos.

Ha pasado un mes, he entrenado todas las sesiones con el primer equipo pero he jugado todos los partidos con el filial. Nunca había jugado tan bien, con tanta confianza, marcando goles y definiendo situaciones como nunca antes había resuelto. Al finalizar el entreno, el Director Deportivo me llama a su despacho. Vuelvo a subir las escaleras que llevan a su oficina de dos en dos. Allí está él acompañado del tesorero. Sin mediar palabra me entrega un sobre y se despide de mí con la ya familiar palmadita en la espalda.

En la escalera abro el sobre y mi sorpresa me hace perder el equilibrio. Del susto el sobre se me cae al suelo con su contenido, billetes y billetes como nunca antes había visto en mi vida. Me han pagado mi sueldo, mi primer sueldo como jugador profesional, a pesar de que aún no he firmado el contrato debido, sigo teniendo ficha del filial y contrato amateur, pero ese sobre contiene lo que nunca mis padres habían ganado los dos juntos. Me inundan mil sensaciones pero el instinto me lleva a irme corriendo a casa a compartirlo con mi familia.

Estamos todos comiendo en la mesa, yo con mis platos al vapor, las verduras al dente y el filete en su punto. Saco el sobre del bolsillo del pantalón y se lo entrego a mi madre. Ella lo abre, lo mira incapaz de cerrar la boca del asombro y se lo entrega a mi padre. Este lo mira, serio y pausado, como siempre. Me devuelve la mirada, serena, sobria y me entrega el sobre sin mediar palabra. Sigue comiendo y no vuelve a levantar la cabeza del plato. Me vuelvo a sentir incómodo, pero no digo nada.

A la hora de la siesta, mi padre vuelve a entrar en mi habitación y se sienta a mi lado. Con voz profunda me dice cuán orgulloso se siente por lo que he logrado hasta el momento. Me remarca que le ha impactado la visión de tanto dinero junto y me invita a que lo ingrese en el banco, mañana temprano. Antes de irse a trabajar me mira directamente a los ojos y me dice con voz grave que el dinero no me cambie, me lo repite otra vez: “Por favor, que el dinero no te cambie”. Finalmente se levanta y antes de cerrar la puerta tras de sí me recuerda que el valor de un hombre se mide por su capacidad para adaptarse a los problemas y resolverlos, un hombre es lo que siente, lo que ofrece y lo que regala y nunca lo que tiene. Mi mira nuevamente a los ojos y me regala la mejor de sus sonrisas. Su última frase me retumba en la cabeza. “El patrimonio de un hombre es el respeto que siente por sí mismo”.

Los días transcurren con total tranquilidad, ya he asimilado mi rutina y la tarea se vuelve cada día más comprensible. He aprendido cosas que nunca pensé que estuviesen relacionadas con el fútbol y sobre todo, he aprendido a conocerme a mí mismo. Un nuevo partido se acerca y como cada semana me tocará ir a jugar con mis compañeros del filial, no me importa, no me resulta extraño ni me molesta, sé que soy jugador del equipo B y no me ha entrado la tontería de creerme más de lo que soy.

El entrenador ha dejado la lista de convocados para el partido pero yo me voy a hablar con la gente del filial. Al salir al pasillo, el míster me llama y me invita a entrar en su despacho. Me toca revisar un vídeo de un entreno. Sin mayores explicaciones, él y sus ayudantes me recuerdan los principios fundamentales del juego y me indican mis errores en los partidillos jugados a lo largo de la semana. Lo graban todo, no hay manera de escaparse de la vigilancia implacable de las cámaras. Me doy cuenta de que me molesta que me incidan tanto en los errores. El entrenador sabe que me está empezando a molestar y me carga cada vez más con las pequeñas faltas que he cometido en momentos puntuales del juego.

Estoy a punto de protestar, es más, me irrita sobremanera la forma de dirigirse a mí ante la secuencia de errores. De repente la crítica termina y miro fijamente al entrenador, enfadado y con ganas de entrar a la pelea. Mi mirada irreverente es recibida con una sonrisa, al momento me enseña otro vídeo en el que me indica todo lo que he hecho de forma brillante, todos se ríen, me invitan a escupir la crítica hacia ellos y se vuelven a reír. No digo nada, me callo porque poco a poco he ido entendiendo la estrategia. Me indican que he hecho muchas cosas bien, que he sabido adaptarme a la realidad de un equipo profesional y que cuentan que todo mi talento puedo expresarlo a la hora de la verdad en un partido oficial.

Quiero levantarme al intuir que la conversación ha terminado pero el entrenador, previsor, me rodea los hombros con su brazo y me dirige hacia la puerta. Antes de abrirla me dice con toda naturalidad que estoy convocado para el partido del domingo, que firme la hoja de convocatoria y que hable con el delegado para que me explique todo lo que necesito saber de los diferentes protocolos previos a un partido. Sin más, abre la puerta y me empuja hacia fuera.

Nuevamente me vuelvo a quedar traspuesto en el medio de un pasillo, en la nada que me rodea a pesar del bullir de gente que continuamente está moviéndose de un lado a otro. ¡Estoy convocado! No puedo creerlo, he conseguido llegar al punto que tantos años he recreado en mi mente y nuevamente ha sido así, con toda la naturalidad del mundo, sin fanfarrias ni alharacas, simplemente estoy preparado y he sido convocado.

Me llegan las lágrimas al borde de los ojos pero ninguna se aventura más allá, de repente un frío polar me recorre la espalda y siento el miedo de quien por primera vez intuye que será expuesto allí en donde siempre ha soñado. ¡Cuidado con lo que sueñas! Ahora entiendo su significado.

En casa los gritos de alegría se escuchan en todo el vecindario. Mi madre no para de saltar emocionada, mi hermano me empuja una y otra vez y me abraza como un poseso. Todos están como locos. Busco a mi padre y allí está, de pie, callado en un rincón del salón mirando el espectáculo. Su sonrisa me revela su emoción, nuestras miradas se encuentran por un segundo y un fugaz reflejo se percibe en sus ojos. Inmediatamente aparta la mirada y una mano se dirige diligente a escurrir una lágrima atrevida que sin aviso previo se dejó ver sin razón. La emoción nos hace sentir las cosas de una manera pura. La realidad de los acontecimientos no nos provocan ningún sentimiento especial, es el compartirlos y el disfrutarlos juntos lo que nos embarga y lo que nos lleva a expresar nuestra pureza de alma. Mi padre sale del salón y yo tras él. Nos encontramos en la cocina y una fuerza irrefrenable nos atrae implacable hasta fundirnos en un abrazo inacabable. Mi padre me susurra al oído y sin quererlo rompo a llorar a medida que mi cuerpo queda flácido entre sus brazos.

Tras la última sesión de vídeo, recogemos todas nuestras cosas y nos dirigimos al hotel de concentración. Allí el delegado reparte las habitaciones y nos explica los horarios de reunión. Compartiré cuarto con uno de los jugadores extranjeros, me emociona saber que tendré momentos de complicidad con uno de los compañeros a los que más admiro.

El entrenador que te hace debutar puede llegar a ser tu padre futbolístico, como Cruyff para Guardiola.

Las horas transcurren lentas en el hotel, los tiempos muertos se suceden y yo no estoy acostumbrado. Veo que todos tienen sus rutinas, unos duermen como lirones, otros juegan con sus videojuegos, alguno lee, los menos y los más bullangueros montan partidas de cartas en las que el dinero fluye como una cascada de aguas límpidas. Yo me arrimo a los que hablan y escucho. Las tertulias se suceden principalmente tras las comidas y previo a las horas de descanso pero me doy cuenta de que hablan de cosas ajenas a mí. Yo no tengo coche, no tengo apartamento, ni siquiera tengo novia. Me siento un poco gilipollas pero escucho y aprendo.

Después de la cena toca irnos a dormir. No soy capaz de cerrar los ojos, me cuesta estarme quieto. Miro a mi compañero de cuarto y lo veo arrodillado en una alfombrilla que previamente se había traído de casa, sus abluciones son continuas y constantes, está rezando, es musulmán. No sabía y nunca le habría preguntado algo tan íntimo. Él simplemente hace lo que debe, reza sin rubor y al terminar me mira sorprendido y sonríe. Se acuesta sin decirme palabra.

Pasa el desayuno y llega la hora de la charla previa al partido. En un gran salón del hotel todo está preparado para desmenuzar nuevamente el juego del rival y nuestras potenciales respuestas a su estrategia. El entrenador y sus ayudantes nos muestran todo lo que necesitamos saber. Uno de los auxiliares me entrega una pequeña carpeta para que me la lea después de comer. La recojo sin darle mayor importancia. Media hora de comentarios técnicos y el entrenador da la alineación del partido, indicando a cada uno sus funciones principales.

Al leer por primera vez la lista del once inicial no reparo en nada específico pero al mirar a mi alrededor veo que todos me miran con una sonrisa. El capitán sentado detrás de mí me lanza una colleja directo al hueco de la nuca y me sacude violentamente la silla. ¡Voy a debutar, mi nombre está escrito con mayúsculas entre los once jugadores protagonistas, no puedo creerlo!

Sin previo aviso y con premeditación el entrenador ha decidido que juegue, de titular, en nuestro estadio y ante nuestra afición. Me tiembla todo, estoy pálido y sin querer hacer nada inapropiado necesito inmediatamente salir corriendo de allí. No lo pienso dos veces y busco inmediatamente un cuarto de baño en el que encerrarme. Sin previo aviso mi desayuno se declara en rebeldía y busca la salida más cercana. En un instante vomito todo lo comido y todos mis miedos juntos. La sensación desagradable del momento se torna paz y tranquilidad. ¡Mi momento ha llegado! Sin saber por qué en ese instante me siento solo.

Los momentos previos a la salida hacia al estadio son de tensa espera, no sé cómo ponerme, me molesta todo. He recibido la felicitación de todos mis compañeros y el entrenador me ha dedicado un momento, me ha dicho que antes del partido, hable con el psicólogo durante unos minutos. No entiendo por qué, pero es tal la cantidad de situaciones nuevas que estoy viviendo que no digo que no a nada.

El viaje hacia el estadio es toda una algarabía. Los compañeros del fondo del autobús cantan y hacen ruido con la música a todo volumen. Adelante todo es más pausado. He podido hablar con mi madre unos minutos por teléfono para darles la noticia. Me dice que nuestra casa está llena de gente, que los vecinos del barrio han subido todos a felicitarlos. Les han enviado una relación de entradas para poder ver el partido desde la tribuna principal. La emoción en la familia, según el relato de mi madre, es total. Solo tuvimos tiempo para hablar un par de minutos, pero en ese lapso tuvo la oportunidad de decirme todo lo que sentía. Me pidió por favor que no diese un paso atrás, que sienta cada momento y que no rehuya la lucha. El contacto físico es doloroso pero más duele el escarnio de la cobardía. ¡Así es mi madre!

El capitán, un hermano mayor dentro del campo para el debutante.

El estadio vacío impresiona. Nunca había pisado el césped y nunca imagine cómo sería la previa a un partido. Trato de no pensar, los compañeros me arropan y todos tienen un gesto hacia mí. El capitán me pregunta en todo momento si estoy bien. Solo estoy tenso, ni siquiera nervioso.

El momento de cambiarnos ha llegado, toda la equipación del equipo está en su sitio, mi taquilla, ante mi sorpresa tiene una foto mía. Los detalles brillan por todos lados. Sobre la gran mesa principal dos centros de frutas coronan la sala. Incontables botellas de agua y bebidas isotónicas se distribuyen por cada rincón. Los fisios inician su ritual previo a los partidos, vendando tobillos, muñecas y aplicando masajes a todos los que suelen realizar esas rutinas. Yo mismo me vendo mis tobillos hasta que el fisio principal se percata y me impide acabar. Me dice muy seriamente que ese es su trabajo. Tal es su maestría que nunca sentí antes un vendaje tan cómodo y bien hecho como el que él me ha aplicado. Antes de marcharse me indica que mire en otra dirección y sin previo aviso me suelta una colleja recriminatoria, me recalca que nunca vuelva a vendarme solo estando él presente y se marcha sonriendo.

Se acercan los 90 minutos de la verdad. El míster habla y acompaña con imágenes sus explicaciones claras y concisas. Cuando se dirige a mí, todo lo que me dice lo tengo somatizado, me he leído la carpeta en la que me indica con pormenores todo lo que exige de mí. Todo me resulta familiar, sé hacerlo.

Antes de salir a calentar el psicólogo se acerca y se sienta a mi lado. Me habla de emociones, de profecías autocumplidas y de mil conceptos más. Lo escucho educado pero no le presto atención, estoy demasiado nervioso. Me habla de la inconsciencia del cerebro y de las decisiones a tomar. No le entiendo, dejo que hable pero lo que realmente quiero es salir ya.

El rito previo a la salida se produce. Mil abrazos y palabras de ánimo inundan el vestuario. Al llegar a la puerta de salida hacia el césped un cartel nos recuerda quienes somos. Se me llena el pecho de orgullo, yo soy uno de ellos, mi sentido de pertenencia se multiplica por mil, me mato por cualquiera de mis compañeros. En el calentamiento empiezo a tomar conciencia de lo que está pasando. El estadio poco a poco empieza a llenarse. El capitán me mira y me susurra al oído algo extraño, me dice que los de afuera son de palo y me sonríe. Me faltan tablas para tantas cosas juntas. Me siento bien, listo, el calentamiento toca a su fin y el preparador físico me corrige un estiramiento. Sólo es un pretexto para acercarse a mí y darme ánimos. Me da un abrazo y al marcharme me vuelve a llamar simplemente para darme un cachete e infundirme valor.

La entrada al vestuario nuevamente trae consigo algo diferente. Al entrar siento algo extraño, religioso. El míster nos arenga hacia la victoria y nos deja dos minutos en silencio para que cada uno se concentre a su gusto. Me inunda un minuto de paz, estoy en el lugar que quiero estar en el momento que deseo vivir. De repente un grito nos despierta de la ensoñación y todos juntos formamos un corro y gritamos con todas nuestras fuerzas la llamada hacia la victoria. Todos somos uno, somos un ente vivo de once seres interconectados. Formamos en fila y salimos. El utilero nos golpea el pecho y nos dice una ordinariez que suena a oración. ¡Dios! La batalla se acerca.

En el túnel el ruido de tacos metálicos y los gritos incoherentes de los más tensos se dejan oír. Al fondo, el rival. Los miro con curiosidad pero a medida que se van acercando me entra una rabia que he de contener de inmediato. ¡Sólo quiero ganarles! Las miradas van directas a los ojos, no rehuimos ninguna. La valentía antes de mostrarla hay que aparentarla. La boca de salida se va acercando paulatinamente y sin saber por qué me inunda una sensación de miedo. Hemos llegado al borde del sueño. Al traspasar la luz, dejará de serlo para convertirse en realidad. No sé lo que me espera, solo siento que al traspasar la luz, el suelo se ablanda, el olor del césped me inunda y un grito ensordecedor me recuerda que allá arriba viven las ilusiones por las que nosotros vamos a luchar. Mi madre, mi padre, mi hermano, mi gente, espera que esté a la altura, soy parte de sus anhelos, soy el protagonista de sus propios sueños. Otra vez el capitán me despierta con su grito característico, lo repite una y otra vez: “¡Los de afuera son de palo, carajo!”.

Formamos cada uno en su posición. Miro la grada inundada de gente y al frente en donde se encuentra mi par, mi rival inmediato. El ritual del inicio se termina, todo esta listo, todos estamos preparados. El silbato del árbitro se deja sentir en el estadio como una sirena de un gran transatlántico. Las fuerzas chocan, el partido se inicia.

Mi mente me repite machaconamente: “Juega sin pensar”, tal cual me dijo mi padre. Vivo cada instante en profundidad, hasta que me llega el balón. El primer pase sencillo me repito y así lo hago, llega a su destino superando por milímetros la punta de la bota de un rival. Suspiro y me muevo, ya se ha iniciado mi trayectoria. Mi cabeza no para de hablarme, de alertarme de esto y de aquello y cuanto más me hablo, más fallo. Me siento mal, no es lo que yo esperaba. Corro sin parar, voy y me ofrezco, me marcho en profundidad y nunca pasa nada. Es frustrante. Mi oponente me está ganando todos los duelos. El partido en nada se parece a los que había jugado antes. Todo es más rápido, los rivales parecen supersónicos a mi lado. Mis preguntas internas carecen de respuesta.

Un alarido profundo me aleja de mi ensoñación. El míster me grita algo extraño, ¡qué me calle por dentro, me dice! ¡Pero qué carajo…! Qué me calle por dentro, ¿qué significa eso? De repente me doy cuenta del consejo de mi padre: “Deja que el cerebro piense por ti, juega inconscientemente”. Ahora entiendo lo que decía el psicólogo, el cerebro y su inconsciencia, el tiempo de respuesta a los problemas. Decido hacerles caso y trato de mantener mi mente en blanco.

Me vuelve a llegar la pelota y de forma impensada, resuelvo la jugada con éxito, mi balón ha llegado a un compañero en mejor situación que la mía. Un flujo de energía empieza a manar dentro de mí. Una luz me inunda y me impide mi charla interior. Concentrado, focalizo la atención en la acción inmediatamente posterior y entro en un trance atemporal que se prolonga durante minutos.

Solo un silbido penetrante me desata del profundo e incisivo estado de levedad en el que me encuentro. Sin saber cómo ni por qué, el primer tiempo ha finalizado. Mis compañeros me felicitan, alguno me da un ligero abrazo. No sé lo que he hecho, no recuerdo nada más que la última sensación que tuve, el consejo de mi padre, que mi cerebro pensase por mí.

La llegada al vestuario es una sinfonía de gritos y arengas hasta que la figura napoleónica del entrenador hace acto de presencia. El silencio es sepulcral, las pantallas de vídeo se distribuyen aquí y allá y empieza una explicación técnica que nos ilustra sobre la realidad del partido. Mi comienzo fue desastroso pero a partir de los primeros quince minutos mi rendimiento fue a más, me felicita y me corrige un par de posiciones. Con un gesto imperceptible me corrobora su opinión sobre mi trabajo y me indica que vaya a hablar con el psicólogo.

Este me está esperando en un rincón. Me invita a sentarme, me felicita y me explica todas las lagunas que tenía antes del partido. Lo escucho profundamente concentrado, no como al inicio que lo obvié descaradamente. Me habla sobre la toma de decisiones consciente, la que lleva tiempo entre identificar el problema, encontrar la solución y aplicarla. Posteriormente me habla de las resoluciones inconscientes, las que el cerebro anticipa por recuerdo y memoria y que no llega a la parcela consciente, por lo que no me doy cuenta de que hago lo correcto cuando lo hago. Le hablo del instinto y le repito lo que mi padre convirtió en un mantra, “deja que el cerebro piense por ti”. El psicólogo me sonríe y me dice que elimine mi diálogo interno, me hace daño, me impide estar concentrado. Me habla de la capacidad que tengo para resolver situaciones sin que me de cuenta. Me insiste en ello y me invita a revivir la experiencia de la última media hora del primer tiempo. Le digo que no me acuerdo de nada y sonriendo me dice que eso es lo mejor que me puede pasar, que ya me acordaré cuando acabe el partido.

Un timbre suena en la lejanía, el árbitro nos está invitando a salir. Nuevamente la liturgia de un nuevo comienzo, el grupo se une, se crean los flujos de fuerza que nos ata a cada compañero, volvemos a ser un ente vivo, somos un equipo que grita unido sus miedos y afronta unido su destino. Salimos en busca de una victoria que tendremos que luchar con todas nuestras fuerzas. Justo antes de salir por el túnel, me doy cuenta de que no se ni cuánto vamos, si ganamos o perdemos. Demasiados datos para mí.

Nuevamente siento la sensación de plenitud al notar el césped bajo mis pies. El frenesí de verme observado y alentado por miles de fieles me llega muy profundo, pero la imagen de mi familia allí arriba es la que me impulsa para dar todo lo que tengo. Una victoria no es nada si no tenemos con quien compartirla.

El capitán grita denodadamente, de cada tres palabras, cuatro suenan mal. Carajo es la oración por la que todos mis compañeros entienden que el dolor no es más que una pequeña parte de la victoria. El dolor es el interés fijo a pagar por el préstamo efímero de la gloria.

Lucha en el terreno de juego entre dos titanes: Desailly y Zidane.

El árbitro vuelve a hacer sonar su instrumento y todo fluye. Mi mente se abre hacia un paraíso de luces, mi cuerpo armonizado con la danza colectiva interpreta sus movimientos afinando su protagonismo a cada situación exigida. Corro y mis pies vuelan sobre el verde que cubre mi horizonte, sombras que pasan a mi lado, golpes que no siento, gritos que no oigo. El tiempo es relativo, el espacio infinito, el valor se presupone, la entrega absoluta. Me olvido de mí, soy parte de un sistema más amplio que depende de mí para culminar su función, depende de todos y cada uno de nosotros para ser lo que realmente es, el equipo que nos representa. No hay ningún elemento lógico en todo el tiempo en el que me veo influido por tal cúmulo de sensaciones. Solo actúo, solo siento. Mi cerebro piensa por mí. En mi interior solo percibo la inconsciencia de mis actos regulados por la coherencia de millones de años de evolución. Mi cerebro piensa por mí.

Al final, nuevamente la punzante y dolorosa estrofa de un silbato me despierta y me muestra una realidad que no había vivido hasta ese momento. Siento el griterío del estadio, mis compañeros se abrazan, una fuerza me arrastra a los brazos del grupo, me empujan y me estrujan. ¡Ganamos, ganamos! No me acuerdo de nada pero miro embelesado el ambiente de las gradas. Me llevan en volandas al vestuario y allí se desata el absoluto frenesí. La fusión de voluntades afines da rienda suelta a la fiesta, somos los hijos de la victoria. El entrenador me felicita y el psicólogo me abraza con tal fuerza que no siento el aire en mis pulmones. Todo lo que pasa lo veo como un testigo ajeno pero realmente soy partícipe del festejo. Mi sentimiento de pertenencia me hace sentir incapaz de no amar la camiseta que llevo puesta, el escudo que nos enorgullece. Todo es un sentir.

En la ducha todo va tomando un color de coherencia. Poco a poco la fiesta se apaga. La victoria pasa a vivirse internamente, cada uno la lleva a su yo particular. Tardo en salir, me recreo en las sensaciones placenteras que el agua caliente regala a un cuerpo dolorido. Hasta ese momento no fui consciente del dolor, pero salvo las pestañas, todo, absolutamente todo me duele. El cansancio es indescriptible y al relajarse la musculatura mis piernas me pesan el doble. Poco a poco voy tomando conciencia del esfuerzo y a medida que me voy vistiendo, flashes de imágenes van pasando por mi mente. Imágenes del partido que a medida que transcurren los minutos van tomando forma.

Salgo del vestuario limitado por mis movimientos torpes y cansinos. En la zona mixta me paran y hablo. No se lo que digo pero estoy tranquilo, aprendí a conocer mi cuerpo y ahora conozco mi cerebro, se que no me va a dejar quedar en mal lugar. Trato de terminar pronto porque quiero irme. A la salida, otra multitud se acumula en los alrededores. Gente de corbata y señoras bien vestidas nos agasajan con mil cumplidos. Conozco a algunos, el Presidente, el Director Deportivo, el Jefe de Comunicación, todos me felicitan y me agradecen el esfuerzo. En un besamanos interminable por fin logro alcanzar la puerta.

Al salir sólo veo coches aparcados y una brisa que me permite relajarme y disfrutar un momento de una introspección necesaria. Camino lentamente hacia ningún sitio porque realmente no tengo ningún lugar a donde ir. Al fondo veo una figura que se acerca. Reconocible en sus andares, se para y me espera. Nadie más está presente. ¡Es mi padre! A medida que me aproximo, la emoción crece, suelto la bolsa y con el último hálito de fuerzas corro para recibirlo. Me espera de la única forma que conozco, con los brazos abiertos y sin decir palabra nos abrazamos en el más profundo y puro gesto de afecto que nunca nadie me había regalado. Mi cuerpo queda flácido nuevamente, el cansancio es un recuerdo, solo siento la fuerza y la seguridad de unos brazos que me sostienen y un susurro conocido en el oído. Mi padre me vuelve a repetir una frase que ya antes me había dicho y no había entendido. “¡Bendito sea Dios por haberme permitido vivir este momento!”

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