“Españoles, la monarquía ha muerto”. Como si de un nuevo 20-N se tratase y en vez de Arias Navarro fuera Jesús Hermida quien saliera en la tele, con rostro compungido, a anunciar el bombazo informativo. Esa es la frase que esperan escuchar más pronto que tarde –y mediante un referéndum– las decenas de miles de republicanos que ayer por la tarde se concentraron en las plazas más importantes de España. La sociedad que ha salido a la calle no lo ha hecho para alabar y recibir al heredero al trono. Ha salido para evitar que herede el trono. En el futuro se estudiará que el juancarlismo dejó de existir el 2 de junio de 2014. Al menos, oficialmente. Esa campechanía real había dejado de tener efecto hace ya algún tiempo. Demasiados meses, años ya, para una Casa Real a la que, más que crecerle los enanos, se le han ido escapando de la alfombra bajo la que los tenía escondidos. La fachada del buen juicio y la prudencia de un monarca bueno se ha ido resquebrajando sin remedio.
Juan Carlos de Borbón se marcha tras 39 años de reinado, pero las vergüenzas se quedan encima de la mesa. Ahí está el presunto desfalco de dinero público perpetrado a pachas por Jaume Matas y su yerno, Iñaki Urdangarin, un asunto que sigue atascado en un proceso judicial sin fin y en el que no se sabe qué pasará con la infanta Cristina. Obligada a declarar a regañadientes en el juicio y dibujada como una víctima que nada sabía de los tejemanejes que se urdían en la fundación que presidía con su marido, su ejemplo ha servido más que ningún otro como altavoz para lanzar el mensaje de que no todos los españoles son iguales ante la justicia. Que el Rey mandara al matrimonio a Estados Unidos antes de que se destapara la supuesta estafa solo hizo que empeorar las cosas. También sigue encima de la mesa el gasto que ocasiona la familia del Rey, a la que se le reduce su asignación directa en los Presupuestos Generales del Estado, pero a la que la mayoría de ministerios sigue pagando muchas de sus actividades. No se olvidan tampoco las cacerías y supuestas correrías nocturnas del propio Juan Carlos. Y la actitud de alguno de sus descendientes, como el primogénito de sus nietos, Froilán, da para mucha burla y bastante cabreo social.
El Rey se va para dejar paso a su hijo Felipe, que será sexto si asume el trono, y evitar que la indignación creciente entre unos súbditos, que cada vez y en más número ya no quieren ser sus súbditos, provoque que un Borbón tenga que dar paso a una República Española, como ya le ocurrió a su abuelo Alfonso XIII y a su tatarabuela Isabel II. Es la última carta en la manga de un jefe de Estado cansado y derrotado por su propia caricatura pero, sobre todo, por la crisis económica.
El juancarlismo ha dejado de tener efecto, como esos detergentes que son milagrosos en la publicidad pero que, al comprarse, no blanquean la ropa tal y como prometían en el anuncio. Sin embargo durante décadas, la mayoría de los españoles creyó que el juancarlismo sí que dejaba la ropa blanca y limpia. Sin mancha. Juancarlismo era modernidad, Unión Europea, Juegos Olímpicos de Barcelona, Expo de Sevilla, AVE, kilómetros de autovía, el aterrizaje de un avión de Iberia en un aeropuerto de provincias, Cela recogiendo el Nobel, Dalí deformando la realidad en sus pinturas, Perico Delgado, Miguel Indurain y Arantxa Sánchez Vicario conquistando París, las Champions del Madrid, el gol de Koeman, la reconciliación de las dos Españas, las segundas residencias, los coches caros y con aire acondicionado, la conexión a Internet y hasta el jamón ibérico cinco jotas.
Juancarlismo era la tele en color frente al blanco y negro franquista. Se sustentó en sus inicios sobre los hombros de señores sabios, fuertes y decididos a luchar por la causa monárquica, como Sabino Fernández Campo y Torcuato Fernández-Miranda, los mejores escuderos de Juan Carlos mientras fue Príncipe de Asturias durante la dictadura. Si algo diferenció al Rey fue rodearse mejor que sus ancestros. El PSOE de Felipe González y post Felipe González tomó el relevo: en la casa del puño y la rosa el personal se jactaba de que el Rey se llevara mejor con ellos que con el PP. La mayor parte de los éxitos de la monarquía se produjeron durante los primeros trece años en los que los socialistas se instalaron en el gobierno. Cuando Felipe y Juan Carlos el hilo entre La Moncloa y La Zarzuela fue directo. Era la quintaesencia de la mutación española: el jefe de Estado elegido por Franco para sucederle como dictador totalitario de los españoles se aliaba con un político de izquierdas que había tenido que militar en la clandestinidad durante las décadas sin libertad que sucedieron a la Guerra Civil. Así, con esa alianza, el árbol de la democracia, parlamentaria y monárquica, parecía crecer alto y esbelto, pero como los años y la ambición desmedida de muchos han ido demostrando, las raíces estaban más bien podridas.
A la derecha del ring, por contra, Fraga nunca entendió cómo Juan Carlos había podido apostar por Adolfo Suárez –el seductor político surgido del régimen que comandó la Transición– en el 76 en vez de por él, una figura política de peso y calado, un intelectual de derechas, hombre listo y cultivado, pero hombre de orden al fin y al cabo: la cara amable y abierta de una dictadura totalitaria que se extinguía sin remedio. Después, en los 80, mientras acumulaba derrotas electorales y se concienciaba de que como mucho llegaría a presidir la Xunta gallega, a Don Manuel le tocó aguantarse y tragar: por mucho que medrara en la Corte, otros siempre gozaban del favor real.
El PP sí que gobernó España con Aznar, impulsado por los GAL y la corrupción económica que desguazaron los últimos años de Felipe González. Los 90 entran en su recta final. Ahí la fractura entre PP y el juancarlismo se hace evidente. José María no quería sombras alrededor de su bigote. Por lo que escribía en Logroño allá por 1978, cuando era un joven inspector de Hacienda que creía que la Constitución y la España de las autonomías, que habían cocinado a medias Su Alteza Real y Suárez, significaban la destrucción nacional, siempre cabrá la duda de si asociar la frialdad de Aznar respecto a Juan Carlos con una nostalgia por épocas pretéritas e imperiales. Como lujo real, el que muchos señalan como “el mejor presidente de la historia de la democracia” se regaló celebrar la boda de su hija en el Real Sitio del Monasterio de El Escorial. En la foto de familia del casamiento ocupan lugar de preferencia los sobornadores y sobornados de la trama Gürtel, íntimos de Alejandro Agag, el yerno de Aznar. Pese a todo, Juan Carlos no es rencoroso y defendió al presidente de Honor del PP cuando Hugo Chávez le llamaba fascista en una Cumbre Iberoamericana y Rodríguez Zapatero no era capaz de callar al presidente venezolano. El “por qué no te callas” fue el último tanto mediático que se apuntó un juancarlismo que acabó pidiendo perdón tras una cacería de elefantes en Botswana saldada con una fractura de cadera.
A Aznar le sucedió precisamente Zapatero y a Zapatero, Rajoy. Mientras el país aún volaba por la “Champions League de la economía mundial”, el carisma del líder político en España se reducía a pasos agigantados, hasta llegar al obsceno “fin de la cita” de un presidente que no entiende su propia letra y que se esconde tras pantallas de plasma. La corrupción de los cargos públicos arreciaba mientras las neveras se vaciaban. Fin del milagro. El monarca al desnudo. El juancarlismo dejaba de hacer efecto, la ropa salía cada vez más sucia de la lavadora y “república”, esa palabra que hasta hace poco era cosa de cuatro trasnochados que cada 14 de abril daban por saco con sus banderas tricolor, empezó a pronunciarse con más frecuencia en el vocabulario del ciudadano de a pie. La campechanía de Juan Carlos dejó de tener efecto a la misma velocidad que las barrigas de los españoles se fueron vaciando. Porque, reconozcámoslo, como nos sabemos gente abierta, graciosa, ingeniosa y de estar por casa nos gustan los tipos abiertos, graciosos, ingeniosos y de estar por casa. Sobre todo, cuando las cosas nos van bien.
A Gil y Gil le dimos alcaldías en Marbella y alrededores y a Ruiz-Mateos le llevamos al Parlamento Europeo. No estamos solos: muchos italianos reconocen haber votado a Silvio Berlusconi alguna vez en sus vidas porque les parece un señor divertido. Serán los aires mediterráneos. El Rey reunía en su corpachón todas esas cualidades del populista y, por eso, no hace muchos años se tiraban rosas por el suelo que pisaba. Las plazas se llenaban y las ciudades agradecían a Sofía y Juan Carlos sus reales visitas. Los niños hacían retratos del regio matrimonio en las escuelas, la sonrisa juancarlista abría telediarios y nosotros –juancarlistas, que no monárquicos, nótese la diferencia– sonreíamos mientras sorbíamos la sopa del cocido al otro lado de la tele. “¡Ese es nuestro rey!”, clamábamos cuando le veíamos navegar a bordo del Bribón, qué nombre tan inoportuno para un barco, demostrarían los años. Era un Rey que se ponía las gafas del Caiga Quien Caiga. Que rompía el protocolo y, lo mismo se marcaba un chiste en público que intentaba poner las cosas en paz entre árabes e israelíes, entre croatas y serbios o entre socialistas y populares.
Se obviaban las cacerías de osos en peligro de extinción o sus aventuras silenciadas con vedettes. Se censuraba cualquier tipo de crítica en la televisión: hace más de 20 años que al Gran Wyoming, el mismo que le dio las gafas oscuras de CQC, le cancelaron un programa en La 2 por invitar a Quim Monzó, un escritor catalán que hacía chistes sobre los Borbones. Todos los periodistas, cuando podían acercarse a la corona, le daban trato parecido al de Hermida en la famosa entrevista emitida hace año y medio. Pocos se tiraban entonces de la barba escandalizados por la sumisión y el peloteo del entrevistador o informador de turno. A la opinión pública le daba igual: Juan Carlos era el hombre, la argamasa del estado, el mismo que había apostado por la democracia y el progreso en el 75, el mismo que había detenido a los golpistas en el 23-F.
Mucho se ha publicado sobre el 23-F y nada en claro se ha sacado. Los papeles del CESID –el actual CNI– sobrevivirán ocultos a Juan Carlos de Borbón. De todos los hombres del juancarlismo nadie le fue más fiel ni más útil que el recientemente fallecido Adolfo Suárez. Una buena y triste forma de radiografiar a la derecha española es comprobar que Suárez, que fue secretario general del Movimiento y falangista, ha sido lo más moderado y demócrata entre los conservadores ibéricos. Con él, el Rey nadó a contracorriente de la historia de su familia para, precisamente, asegurar el futuro de su familia. Con él firmó los Pactos de la Moncloa, convocó elecciones libres, legalizó el Partido Comunista, reunió a los padres de la Constitución, sancionó las autonomías, recuperó el divorcio y renunció a poderes plenos. Con ellos se apaga una época, la de la restauración democrática en España, que vivió su punto más tenso aquella noche de febrero del 81, cuando el Rey salió en la tele vestido de uniforme y, como Capitán General de los ejércitos, mandó a las tropas de vuelta a los cuarteles.
Eso dicen, al menos, los libros de texto de la educación pública. De las renuncias republicanas de la Transición y el freno e involución que han sufrido las instituciones públicas, ni una palabra. De cómo Juan Carlos abandonó a su suerte a Suárez –superado por la crisis, el terrorismo y la división de la UCD– en los meses previos al 23-F, devolviéndole la confianza al golpista Alfonso Armada y gestando, según algunos autores como Javier Cercas, un golpe civicomilitar que hubiera dado lugar a un gobierno de concentración, con casi todo el espectro político, menos el PCE y los nacionalistas periféricos, enemigos comunes tanto de AP como del PSOE, en el ajo. Según esas voces críticas con la línea oficialista, la precipitación y el ansia de los militares reaccionarios cavaron la tumba del 23 F. Atacaron sin la correspondiente orden de un Rey que aún dudaba si lanzarse, pero que conspiraba desde hacía tiempo para derrocar a su antiguo amigo Adolfo –el único que no se echó al suelo ante el tricornio de Tejero, junto a su general Gutiérrez Mellado y el comunista Carrillo– y les salió rana la jugada. Juan Carlos se puso aquel día, de rebote, una nueva medalla. Fue su pasaporte para aguantar otros 33 años en el poder. Ahora se va, con la Monarquía más tocada que nunca. Dudar del juancarlismo hace tiempo que dejó de ser tabú, incluso llegando a niveles vomitivos por lo visto en la prensa rosa y amarillista.
A buena parte de la España que un día fue juancarlista, a muchos de los hombres y mujeres anónimos que respaldaron al juancarlismo, no le quedan ganas para seguir riendo el chiste. El felipismo monárquico nace con una pesada losa a la espalda: la de un pueblo que ha decidido plantearse seriamente si acabar con el anacronismo de que una familia les represente y gobierne –aunque sea ornamentalmente– por decreto. A decidir libremente si quieren seguir siendo súbditos o ascender a ciudadanos sin rey ni amo. Algo hay de irrefutable en la muerte de Suárez y en la abdicación de Juan Carlos: es el fin de una época. Nos queda Felipe González, que goza de nuevo de gran presencia en los medios. Es un fantasma del pasado al que cada vez se le presta menos atención y se le da menos credibilidad. Su discurso, como su época, ha caducado. El pueblo quiere votar, ha madurado.