«Hombres oprimidos

Razas marginadas

Odios y rencores

Poder y pobreza

El pan de cada día, señores

¡Oh, Dios!

Mira al hombre

En sus pobres miserias

Andando dejaron la huella

Los que en sus pobres vidas

Fueron arrastrando cadenas.

Quejas doloridas

Abanicó de desilusiones

Amores no correspondidos

Sonrisas mudas

Reales apariencias conocidas por ti, mi Dios

Ellos dejaron la huella

Y una voz murió en la noche».

Nuestra historia comienza con este poema, escrito por Rosana (la llamaremos así para preservar su anonimato) allá por 1984. Cuando España estaba apenas a dos años vista de convertirse en nuevo estado de la UE, nuestra protagonista ya había pasado por momentos tan duros que cualquier padre o madre se retorcería al pensar que algo parecido pudiera pasarle a alguno de sus descendientes. Vaya por delante que su testimonio es su única prueba de vida. El Camino de Santiago, su casa. Los moradores del próximo albergue, su nueva familia. Porque nada en la vida de Rosana permanece. La desdicha es una constante en su trayectoria. A sus 52 años, ha tenido que hacer frente a tales desafíos que borrarían la sonrisa de cualquiera. A ella aún no. Y eso que no puede mostrarla. La perdió tras ser atropellada por una moto cuando acababa de cumplir la treintena.

Pero volvamos al principio. Almeriense de nacimiento, Rosana tuvo la mala suerte de nacer en una familia desestructurada. Si el divorcio de los padres es un golpe muy duro de asumir para un niño, cuando estos rompen cualquier contacto, separando a sus hijos en una decisión tan salomónica como cruel, las consecuencias son aún más devastadoras. Como tantos otros andaluces, su madre partió hacia Catalunya en busca de trabajo, de una nueva vida. Le acompañaba Rosana, quien por aquel entonces tenía solo tres años, la nueva pareja de su madre y su hijo, fruto de otra relación. El cisma se produjo. Aunque Rosana no pudiera entender el por qué, su madre y ella habían emprendido un viaje de no retorno dejando atrás a su hermana y su padre. Unos en Almería, otros en Barcelona. 800 km de distancia, sin intención alguna de acortarla por parte de sus progenitores.

Nueva vida, “nuevos” padres y hermanos. Demasiado cambio para una niña tan pequeña. Para más inri, su madre, tras un período de convivencia con su padrastro, terminaría con él, quedándose sin recursos, sin posibilidad de cuidar a Rosana. Nuestra protagonista pasaría a ser tutelada por un matrimonio pudiente barcelonés, quien la interno en un colegio religioso, donde pasaría tres años hasta la llegada de su primera comunión. Probablemente aquellos fueron los años más felices de Rosana, aquellos en los que aprendió y cultivó su principal hobby: la lectura.

Llegó la primera comunión y los acontecimientos se precipitaron. El matrimonio que tutelaba a Rosana quiso adoptarla. He ahí cuando su madre entró en escena y se negó rotundamente. Perdida la oportunidad, el matrimonio se desentendió de Rosana, y esta volvió con su madre. Por aquel entonces, su madre había tenido otros dos hijos fruto de otras dos relaciones tormentosas. Nuevos hermanastros, nuevas familias políticas con las que lidiar. El cacao mental de Rosana a la tierna edad de diez años debía ser monumental. La falta de afecto que sufrió durante su infancia y adolescencia, sin duda una lacra en su desarrollo personal y sentimental.

Dice el dicho que cuando las cosas van mal, siempre podrían ir peor. En el caso de Rosana, la expresión se manifiesta a la enésima potencia. Tras comprobar que la convivencia no dejaba de empeorar con su madre, esta, lastrada económicamente y sin apenas recursos, decidió dejarla en un centro para menores con familias sin recursos. Allí pasaría los siguientes siete años. El centro no resultó ser el cálido hogar de acogida que ella imaginaba. Experimentos con medicamentos (sin el visto bueno materno, por supuesto), amenazas o castigos físicos o psicológicos eran una constante. Su madre la visitaba apenas una vez al año. Sus cuidadores, su pesadilla, al igual que la de las otras niñas.

Aun así, nuestra protagonista tuvo el coraje suficiente para huir varias veces. Francia no estaba lejos y hoy en día aún puede conversar con cierta agilidad en francés probando que aquellas incursiones en territorio galo no fueron del todo en balde. Todavía en tiempos de la dictadura franquista, Rosana era devuelta a España cuando la descubrían ya en Francia o en el trayecto antes de cruzar la frontera. La directora del centro le dejaba siempre las puertas abiertas, tanto para salir como para entrar. Sabía que aquellas niñas sin recursos tarde o temprano volverían. En la España franquista las mujeres sin recursos no llegaban muy lejos. Idas y venidas. Más ensayos. Nuevos medicamentos. Trastornos de la personalidad que aún hoy en día se observan.

Pero en toda tormenta siempre se puede atisbar un rayo de luz. Para Rosana ese brillo en la oscuridad fue Ramón, un chico once años mayor que ella quien le dio el cariño que había añorado toda su vida. Se mudó con él a San Sebastián, con la esperanza de cerrar las numerosas heridas que habían quedado abiertas en su –hasta el momento– corta y traumática vida. A sus 17 años, nuevas fronteras se dibujaban, un proyecto ilusionante con Ramón. Él se preocupaba por ella, le cuidaba, le pagaba un alquiler… hasta que todo se volvió a truncar. Seis años después del comienzo de su aventura, Ramón moría en un accidente de coche. Quizás la maldita costumbre de no llevar puesto el cinturón que tanto se estilaba décadas atrás por ser molesto, quizás el exceso de velocidad, puede que una distracción o puede que un loco invadiera el carril contrario con una copa de más. Lo que estaba claro es que Rosana se había vuelto a quedar sola.

Otra de las páginas más duras de su vida tardaba en pasarse, pero finalmente otro cuento comenzaba. Sólo que este no acaba con los protagonistas felices comiendo perdices (vete tú a saber por qué comían siempre perdices…). En este caso, Carlos era el nuevo príncipe azul. A sus 26 años, tres años después de la tragedia de Ramón, ella se queda embarazada. Apenas inaugurada la democracia en España, Rosana tuvo que enfrentarse al duro dilema de decidir si quería tener el hijo o abortar. Aventura en solitario o turismo clandestino a una clínica de Londres o Ginebra. Decimos aventura en solitario porque el padre de la criatura no quiso ejercer como tal. Carlos se desentendió y Rosana, embriagada por la emoción de tener un hijo suyo, de darle quizás la felicidad y el afecto que a ella nunca le habían dado, siguió adelante con el embarazo. Pidió ayuda a sus “suegros”, pero estos se negaron al aducir que si su hijo no se quería comprometer, ellos no iban a mediar entre ambos. Alineación familiar, nada que se salga del guion previsto.

Ya fuera por la juventud de ambos, por “el qué dirán” (a finales de los años 70 aún seguía pesando esa incomprensible costumbre española) o porque no le apeteciera cambiar pañales, Carlos desapareció de la vida de Rosana en los primeros meses de vida de su hijo mas no por mucho más tiempo.  Cuando tenía tres años, el padre volvió a aparecer, cambiando el sino de la familia de nuevo. Después de un primer arrepentimiento paterno, Rosana y su hijo pasaron a vivir con Carlos y sus padres en Irún. Tras un nuevo experimento de convivencia fallido, Rosana y Carlos acordaron volver a separar sus caminos. Otra vez sin recursos, nuestra protagonista aceptó que el niño se quedara con su familia paterna en aras de darle una protección y un sustento económico que ella no podía brindarle.

Los últimos veinte años de la vida de Rosana se vuelven difusos. En esas lagunas en su relato, podemos vislumbrar agujeros negros vitales, tal vez experiencias que le estremece recordar. Su accidente de moto cuando había superado la treintena volvió a dejarle al filo del precipicio. Con la mandíbula destrozada, muchos dientes perdidos y tibia y peroné fracturados. Una larga recuperación en el hospital y una indemnización que fue administrando, en parte para su propia supervivencia, en parte para compartirla con su hijo.

Trabajos itinerantes como limpiadora en casas, al cuidado de ancianos, en cocinas de restaurante… Como imagináis, muchos de ellos en negro, sin posibilidad de cotización social alguna. Los cambios de ciudad fueron una constante y las visitas a su hijo, cada vez más esporádicas, ya fuera por la distancia geográfica que les separaba o por el abismo emocional que se había fraguado entre ambos. Ella se preguntaba si su hijo la repudiaba por no haberse preocupado más por él o era la familia paterna la que, con los años, de una manera sibilina, le habían puesto en su contra. Nuevos trabajos, nuevos pueblos y ciudades, nuevas relaciones tormentosas con hombres. Ningún consuelo. Todo era efímero, nada permanecía. Rosana se había convertido en una nómada en pleno s. XXI.

Una vez rebasados los 40, Rosana cayó de una altura de nueve metros. Eso es lo que ella nos cuenta. Lo cierto es que tras escuchar el resto de la historia, uno se pregunta si realmente pasó así o decidió quitarse de en medio superada por los acontecimientos. Fractura de pelvis y dos costillas. Su andar desgarbado, descoordinado, da prueba de ello. Os preguntaréis si aún le quedan a Rosana más desgracias por vivir. Repetimos, si las cosas van mal, siempre podrían ir peor. Rosana sufrió hace tres años una úlcera de estómago que estuvo a punto de llevársela por delante. La moto, la “caída” desde nueve metros, una úlcera de estómago que le dejo en apenas 45 kg… Lo cierto es que tiene más vidas que un gato. Quizás es justicia divina, la Providencia queriendo compensar su crueldad en su devenir en este mundo, dándole una última nueva oportunidad de rehacer su camino, de encontrarse consigo misma y otorgarle el equilibrio vital que tanto necesita.

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En el Camino de Santiago, Rosana encontró esperanza. / P. Sierra

Los últimos dos años de Rosana son otra prueba más de su infortunio. Al salir del hospital, continúo con su camino errante, conociendo a un hombre quien mostraba interés en ella a pesar de su aspecto escuálido y su sonrisa sin dentadura superior. Le ofreció alojamiento, apoyo y comprensión a cambio de los pocos ahorros que conservaba. Si arqueáis las cejas con un gesto de desconfianza, no vais mal desencaminados. El hombre hacía lo mismo con otras personas sin recursos y tenía a su cargo un equipo que trabajaba para él en la “captación de nuevos socios”. Los intercambios de parejas u orgías eran una constante. Rosana, quien había pensado ser alguien especial para aquel hombre que le había ofrecido su hombro y su techo, comprendió a tiempo la situación y se liberó de las cadenas de su verdugo. No lo reconoce abiertamente, pero sabe que “esa relación tóxica”, tal y como la define, con ese hombre y su movimiento sectario podían haber sepultado su ya de por sí maltrecha autoestima.

Y así entramos la etapa actual de la vida de Rosana. Una etapa que ya dura siete meses, desde noviembre del año pasado y que no tiene destino final. Como Machado cuando afirmaba “caminante no hay camino; se hace camino al andar”, Rosana ha encontrado en el Camino de Santiago un hogar itinerante. Por primera vez en su vida, ha traspasado la frontera de la humildad, entrando en el territorio de la caridad y la mendicidad para sobrevivir. Recuperando la naturaleza intrínseca del Camino, Rosana se aloja cada noche en un albergue diferente. Comenzó su andadura en Navarra, tomando el llamado Camino Francés que discurre (en esta variante) por la propia Comunidad Foral, La Rioja y las provincias de Burgos, Palencia, León y Ourense hasta llegar a la Plaza del Obradoiro.

Empuja un carrito en el que lleva todas sus pertenencias. Un par de mudas, un par de camisetas, una pequeña sierra de marquetería y un pequeño tablón de madera con el que hace manualidades, un rallador que utiliza para reducir a la mínima expresión (debido a su incapacidad para masticar por su exigua dentadura) la poca comida que puede comprar o que le ofrecen en los albergues a donde va y una ristra de ajos, los cuales, según ha leído en más de una ocasión, son muy buenos para la salud. Sobre ella, unos vaqueros ajados, una chaqueta gruesa que le ofrendaron unas monjas en una ocasión, unas mallas moradas que le protegen del frío (a pesar de estar a casi 25 grados) y unos zapatos desgastados del esfuerzo continuo en sus travesías.

El día a día de Rosana es una lucha por la supervivencia. En las noches en las que llega a pueblos con un albergue gratuito, se hospeda durante una noche, pues el Camino de Santiago no permite que los peregrinos se queden más tiempo salvo en casos muy concretos. Aquellas jornadas en las que no hay tanta suerte, dormita en la puerta de iglesias o lugares cobijados. Intenta evitar al máximo el gasto en alojamiento, limitando sus gastos a la alimentación más básica cuando no puede recurrir a la caridad de los hospitaleros u otros transeúntes o moradores que se solidarizan con ella en muchas ocasiones. Por suerte, los buenos samaritanos siguen existiendo.

Sus únicos ingresos se remiten a una pensión que apenas 400 euros que  cobra del Gobierno de Navarra, región en la que está empadronada, y que utiliza para –en la medida de sus posibilidades– ahorrar para arreglarse la boca, esa parte de su cuerpo que no solo mina su alimentación, sino también su autoestima. A sus 52 años, Rosana es todo un ejemplo de superación y de lucha constante frente a la adversidad. Al contrario que Felipe II en su conquista fallida de las Islas Británicas, cuando afirmó que él no había enviado a luchar a sus naves frente a los elementos, tras el hundimiento de sus naves en el Atlántico sacudidas por un violento temporal, Rosana continua fajándose, apretando los pocos dientes que le quedan y volviendo a emprender ruta al día siguiente. Porque mientras que para algunos Santiago es la meta de una experiencia religiosa, de amistad, de diversión con un grupo de amigos, para Rosana es sólo una ciudad más en una travesía mucho más importante, la de su propia vida.

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