Uno de los primeros artículos que publicamos en Negra Tinta hablaba de los precedentes históricos de la República española, que fue nuestro tema inicial y sobre el que hicimos un monográfico precioso. A nuestro Jorge Berenguer, que es muy suyo y un poco Asperger, le pedimos que hablara de los prolegómenos de la instauración de la República, y (como no podía ser de otra manera) se lo tomó al pie de la letra y se remontó un millón de años atrás, a los inicios de la humanidad. Lo cual, por otro lado, es bastante consecuente.
Estamos diseñados para vivir en las copas de los árboles. Nuestro pulgar, que puede oponerse al resto de los dedos, está pensado para agarrarnos a las ramas. Nuestros músculos son alargados y frágiles, y tenemos poca capacidad pulmonar. No tenemos colmillos ni garras porque no nos hacían falta. Una serie de cambios climáticos acabaron con los océanos de árboles en los que vivíamos como auténticos dioses olímpicos, muy por encima de la tierra. Unos metros, al menos. Nuestra única preocupación era no caernos al suelo. Mientras dormíamos, por ejemplo. De esa época, probablemente, hemos heredado las pesadillas en las que nos precipitamos al vacío. Allí, a ras de tierra, acechaban depredadores más fuertes y equipados con garras y colmillos, y solían estar hambrientos.
Pero los bosques desaparecieron, y tuvimos que bajar al suelo. Fuimos expulsados del paraíso, tal y como describe la Biblia. Y contra todo pronóstico, no sólo sobrevivimos sino que conquistamos la tierra gracias a nuestro cerebro y a nuestro pulgar, que nos permitía empuñar objetos como herramientas y armas. Las cuales, por cierto, podíamos fabricar gracias a nuestro cerebro.
En todo caso, como afirmaba Jorge, somos náufragos de una era de dicha. Para ser felices deberíamos volver al hábitat del que fuimos expulsados. Vivir en un bosque de árboles frutales sin descender nunca al suelo, ignorantes del horror. Y allí, en nuestro paraíso, dedicarnos a comer, a dormir y a copular. Y, por supuesto, no pensar demasiado.
Una noche en que estábamos muy drogados, Merche y yo tapamos todas las ventanas de la casa con mantas. Estuvimos como dos semanas practicando todas las variantes sexuales que se nos ocurrían y experimentando todas las formas de amar. Era sexo con amor. Y mucha ternura, además. Vivíamos en penumbras o en la oscuridad absoluta, pero usábamos velas y antorchas que aprendimos a fabricar. Toda la casa acabó oliendo a sexo. Aún puedo recordar el olor de su vagina. Al final acabamos desdeñando la luz y vivíamos a oscuras la mayor parte del tiempo. Nos buscábamos en la oscuridad absoluta y nos amábamos sin palabras, porque no había mucho que decir.
Fueron unos días que recuerdo con una mezcla de dicha y horror. Renunciar absolutamente a la racionalidad y volver a los orígenes, con todas sus consecuencias. Al fin y al cabo, la racionalidad es muy reciente. Una capa de pintura en el cerebro de un antropoide. Queremos entender el universo y a Dios con nuestro cerebro, que es un órgano bastante deficiente. Bueno, no es que sea deficiente, es que en realidad está diseñado para recordar dónde está la comida y o que debemos hacer mañana, tal y como dijo Punset. Lo que está claro es que no está diseñado para entender el mundo, ni a nosotros mismos, ni a Dios.
Pero al igual que les pasó a nuestros ancestros, también nuestro paraíso acabó sucumbiendo. Merche, una noche, intentó suicidarse perforándose la arteria femoral con un estilete. En la edad media inventaron las dagas de misericordia. Era puñales de hoja muy fina cuya función era perforar, pero no realizar cortes. Cuando un caballero quedaba malherido en el campo de batalla, con una daga de misericordia podías perforarle el tórax por el sobaco hasta llegar al corazón. El sobaco no estaba protegido con la armadura. Con una de esas dagas también podías perforar una cota de malla si ejecutabas un golpe potente y preciso. Misericordia, la palabra, tiene un origen curioso. «Cordios» o «cardios» significa «corazón». Cardiopatía, cardiólogo, cordial. Miseria y corazón. Compasión. Y compasión significa pasión compartida. Empatía. Compadecerse del que sufre. Estoy seguro de que no fue una casualidad que Merche eligiera una daga medieval de las que coleccionaba mi tía, una daga de misericordia, para perforarse la arteria femoral.
Los seres humanos tenemos una cantidad de sangre que suele ser, aproximadamente, el equivalente a la onceaba parte de nuestro peso corporal. Si pesas 60 kilos, más o menos tienes 5’4 litros de sangre. Y para morir desangrado no debes perderla toda, desde luego. En cuanto has perdido la mitad, la presión arterial ya es crítica. Y con una arteria perforada, tardas my poco tiempo en perder tres litros de sangre. Es como un grifo abierto.
Yo conocía el cuerpo de Merche casi mejor que el mío. Había lamido, besado, olido y acariciado cada centímetro cuadrado de su piel. Pero cuando le metí el meñique en la arteria perforada tuve la sensación de que ya no podía estar más cerca de ella, a menos que pudiera tomar su corazón palpitante y sopesarlo en mi mano trémula.