Hoy, 18 de julio de 2016, se cumplen 80 años de la sublevación militar contra la República que, derivada en guerra civil, terminaría con ella en abril de 1939. Era el tercer levantamiento organizado contra el régimen parlamentario de 1931, contando la Sanjurjada de 1932 y la Revolución de Asturias de 1934. Había habido otros, más o menos espontáneos, sin la coordinación ni la entidad suficientes como para desestabilizar la legalidad vigente; no obstante, en julio de 1936, la democracia española era muy débil, de resultas de una labor sistemática de boicot, bloqueo y zapa llevada a cabo desde el advenimiento del régimen por parte de anarquistas, sindicalistas, comunistas, falangistas, carlistas, nacionalistas catalanes, vascos y españolistas. Cuatro grandes corporaciones, entendidos como actores principales de cohesión social, no lograron amalgamarse en una empegadura mínima sobre la cual la República pudiera asentarse: la Iglesia, el Ejército, el Partido Socialista Obrero Español, y la Confederación Española de Derechas Autónomas. La ausencia de sinergias suficientes en esta correlación de fuerzas provocó el colapso.
Hugh Thomas describe minuciosamente las horas decisivas en su libro La Guerra Civil española, desde la noche del 16 de julio hasta la mañana del 18, en que germinó el levantamiento del ejército de África: “El alzamiento empezó en Melilla, la ciudad más oriental del Marruecos español, e históricamente la ciudad más importante de toda la aventura marroquí de España, aunque Tetuán fuera la capital del protectorado. La noche del 16 al 17 de julio, el general Romerales, comandante militar local, se dio una vuelta por la ciudad, en busca de actividades sospechosas. En la casa del pueblo bromeó con los dirigentes socialistas: «Ya veo que las masas se mantienen en vela». Regresó a su casa convencido de que todo iba bien. Era el más gordo de los cuatrocientos generales españoles, y uno de los más fáciles de engañar. A la mañana siguiente, los oficiales de Melilla metidos en la conspiración celebraron una reunión en el departamento de cartografía del cuartel general. el coronel Juan Seguí, jefe de la Falange, y del alzamiento en el Marruecos oriental, comunicó a sus compañeros la hora exacta del alzamiento: las cinco de la mañana del día siguiente. Se trazaron planes para apoderarse de los edificios públicos. Estos planes fueron revelados a los dirigentes locales de la Falange, uno de los cuales, Álvaro González, los traicionó. Informó al dirigente local del partido Unión Republicana, que se lo confió al presidente de la casa del pueblo, quien se lo comunicó a Romerales. Cuando los conspiradores volvieron a la sala de cartografía después de comer, y cuando ya se habían repartido las armas, el teniente Zaro rodeó el edificio con soldados y policías. El teniente, entonces, se enfrentó a sus oficiales superiores insurrectos. «¿Qué le trae por aquí, teniente?», preguntó jovialmente el coronel Darío Gazapo. «Tengo que registrar el edificio en busca de armas», contestó Zaro. Gazapo telefoneó a Romerales: «¿Es cierto, mi general, que ha dado usted órdenes de que se registre el departamento cartográfico? Aquí sólo hay mapas». «Sí, sí, Gazapo -contestó Romerales-, hay que hacerlo». Había llegado la hora de la decisión”.
Los primeros rebeldes solicitaron ayuda a la Legión, que mandada por el teniente Julio de la Torre, obligó a rendirse tanto a Zaro como al general Romerales. Éste tenía órdenes del ministro de Defensa, que entonces se llamaba de Guerra, Casares Quiroga, ya al tanto de los acontecimientos, de detener a los insurrectos. Pero fueron los insurrectos los que le hicieron rendirse a punta de pistola en su mismo despacho. Inmediatamente comenzó la purga de todos los elementos hostiles a la sublevación. La Legión declaró el Estado de Guerra en Melilla, ocuparon el aeródromo en nombre de Franco como comandante en jefe de Marruecos, y aquietaron toda resistencia izquierdista, que estaba desarmada. Los coroneles Yagüe y Sáenz de Buruaga fueron informados, y procedieron a la toma, con 12 horas de antelación con respecto a lo previsto, de Ceuta y Tetuán. Al jefe del ejército de África, Gómez Morato, el pronunciamiento le cogió en el casino de Larache, desde donde voló hacia Melilla y fue detenido. El Alto Comisario del Protectorado, que ejercía su cargo en funciones, se llamaba Álvarez Buylla, estaba en su residencia en Tetuán. Allí fue conminado telefónicamente por Sáenz de Buruaga a que se rindiera; al tiempo, Casares Quiroga le ordenaba desde Madrid a que resistiera a toda costa, prometiéndole apoyo naval y aéreo para el día siguiente. Pero sólo contaba con su cuerpo de guardia. Frente a su residencia, 600 legionarios de la quinta bandera, al mando del comandante Antonio Castejón, cavaban trincheras. En la noche del día 17, en Tetuán sólo permanecían leales a la República la residencia del Alto Comisario y el aeropuerto.
Gabriel Jackson relata en La República española y la Guerra Civil que desde el principio, los prebostes del republicanismo español sabían que el ejército de África era el punto débil de la República. “Los socialistas de izquierda habían pedido de vez en cuando el fin del régimen colonial. Azaña, tanto en 1931 como en 1936, había nombrado jefes civiles y militares de gran integridad y conocidos por su lealtad a la República; pero virtualmente no se había hecho nada para mejorar las condiciones de vida de las masas o para acabar con el dominio de los oficiales de carrera, los administradores coloniales y los contrabandistas de armas y de tabaco, que habían florecido en Marruecos durante décadas. La mayoría de los oficiales de rango intermedio, capitanes y comandantes, o eran partidarios del levantamiento o habían sido efectivamente intimidados por los que lo eran. La guarnición de Melilla se apoderó de los edificios públicos, incluyendo la emisora de radio, e inmediatamente proclamó el Estado de Guerra. La Legión Extranjera se apoderó de las Casas del Pueblo de Melilla y Tetuán, fusilando a todos los jefes sindicales y todas las personas encontradas con armas encima o sospechosas de pensar en resistir. En la base aérea, los aviadores resistieron el alzamiento durante varias horas, tras lo cual muchos fueron fusilados y el resto encarcelados. El alzamiento cogió de sorpresa a los oficiales republicanos, así como al Gobierno de Madrid. En respuesta a sus llamadas telefónicas, Casares Quiroga les animó a resistir, les prometió refuerzos de tropas leales e insistió en que la revuelta era un asunto puramente local. Los generales Gómez Morato y Romerales, así como el alto comisario, Plácido Álvarez Buylla, leales al Gobierno, eran individuos valientes, pero se encontraban completamente aislados de las verdaderas palancas del poder. Fueron detenidos el primer día, y luego fusilados. El día 18, los obreros de Tetuán y Melilla intentaron una huelga general, que fue fácilmente quebrantada por las guarniciones insurgentes y la población indígena.”
Franco, aún en las islas Canarias, declaró el Estado de Guerra en Tenerife. Luego, en un texto radiado que Jackson cita, sacándolo del libro de Iturralde El catolicismo y la cruzada de Franco, proclamó que «la anarquía y las huelgas revolucionarias estaban destruyendo a la nación; que la Constitución estaba prácticamente suspendida; que ni la libertad ni la igualdad sobrevivirían en tales circunstancias; que el regionalismo estaba destruyendo la unidad nacional, y que los enemigos del orden público habían calumniado sistemáticamente a las fuerzas armadas. El ejército no podía seguir contemplando impasible estos vergonzosos acontecimientos, y se sublevaba para llevar la injusticia, la igualdad y la paz a todos los españoles. El ejército no anularía las mejoras sociales recientemente ganadas por el pueblo, ni actuaría con espíritu vengativo. Garantizaría a España, por primera vez, en este orden, la trilogía de fraternidad, libertad e igualdad”. Más tarde, Franco se desplazó en el famoso Dragon Rapide hacia el Marruecos español, haciendo escala en Casablanca, suelo francés, en donde no encontró dificultades gracias a un pasaporte diplomático falso y la excusa de que iba hacia Madrid en visita reglamentaria.
Franco, nacido en El Ferrol en diciembre de 1892 y bautizado bajo los nombres de Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo, era nieto de un intendente ordenador de la Marina, Francisco Franco Vietti, e hijo de Nicolás José Saturnino Antonio Francisco Franco Salgado-Araujo, intendente general de la Marina tras cincuenta años de servicio. Su padre, según cuenta Paul Preston en Franco, caudillo de España, había estado destinado tanto en Cuba como en Filipinas, las últimas posesiones ultramarinas de España. Disoluto y libertino, según las fuentes, se casó con María del Pilar Bahamonde y Pardo de Andrade, a la que sacaba 11 años de edad. Antes, según recoge Preston de la obra Gentes del libro, de Hipólito Escolar Sobrino, y de Testimonios sobre Franco y su familia, de Francisco Martínez López, el padre de Franco había tenido una relación con Concepción Puey, de 14 años de edad, con la que tuvo, al parecer, un hijo, Eugenio Franco Puey, hermano pre-matrimonial de Francisco Franco. El futuro Caudillo fue ascendido a general de brigada con 32 años y dos meses de edad, aunque la verdad desmiente el mito de que desde Napoleón no hubo en Europa un general tan joven como él: ya en los años 80 del siglo XIX fueron ascendidos en España tres oficiales a la graduación de general que contaban menos de 32 años, así como en la Primera Guerra Mundial también se dieron casos parecidos en los ejércitos francés y británico. Preston también sugiere que la naturaleza del carácter de su madre, Pilar Bahamonde, influyó en la personalidad del futuro dictador : “La niñez de Franco estuvo dominada por los esfuerzos de su madre para sobrellevar la rígida severidad y más tarde las constantes ausencias de su padre, la sombra de cuyas infidelidades flotaba sobre el hogar. Su madre lo crió en una atmósfera de religiosidad y estirados modales de clase media-baja provinciana. El matrimonio sólo había disminuido brevemente el número y la duración de las partidas de cartas y las juergas de Nicolás Franco Salgado-Araujo en el club de oficiales (…) Quizá debido a los remordimientos por desatender a su familia, en casa Nicolás Franco era un hombre autoritario y malhumorado que perdía fácilmente los estribos si se le llevaba la contraria. Su hija Pilar declararía que gobernaba la casa como un general, aunque también dijo que no pegaba a sus hijos más de lo normal en aquellos tiempos, afirmación de doble filo que hace difícil evaluar la magnitud y la intensidad de su violencia (…) En fuerte contraste con su despótico marido, Pilar Bahamonde aparentaba ser una mujer amable, bondadosa y serena. Pilar reaccionó a las humillaciones sufridas a manos de su esposo jugador y mujeriego presentando ante todos una apariencia de imperturbable dignidad y fervor religioso, ocultando su vergüenza y las dificultades económicas que tenía que afrontar.”
También cuenta Preston que debido a “su aspecto enfermizo” y a su delgadez sempiterna, sus compañeros de juegos infantiles le apodaban Cerillito. Que “era un niño obediente, de buen comportamiento y cariñoso, aunque tímido, bastante triste y poco comunicativo. Ya entonces, como después, era poco espontáneo (…) Parecía mayor y su obstinación, astucia y prudencia eran evidentes”. Esta impresión fue confirmada posteriormente, durante la guerra, por el embajador de la Italia fascista en Burgos, Roberto Cantalupo, a quien le pareció alguien “glacial, femenino y esquivo”. La larga guerra que sucedió al levantamiento del ejército de África comenzó como una mezcla entre los viejos golpes militares del final de la etapa republicana de Roma, y los pronunciamientos que sacudieron España durante el siglo XIX. Más adelante, tomaría un aspecto terroríficamente moderno, anticipando las crueldades que el mundo descubriría poco después con la II Guerra Mundial: el uso arbitrario y discrecional del miedo como arma de combate tanto en vanguardia como, especialmente, en la retaguardia, y la superioridad tecnológica y logística (gracias al apoyo italoalemán y la aquiescencia indulgente de Gran Bretaña y los Estados Unidos de América) que determinarían la victoria ‘nacional’ al principio de la primavera de 1939. Franco, ambiguo, sibilino y poliédrico, estableció su poder con la crueldad de los sátrapas orientales merced, también, al azar, que se encargó de quitar de en medio a camaradas de armas potencialmente superiores y mejor preparados para la asunción del poder político tras la victoria militar. Envuelto en el fascismo prosódico que le facilitó el intercambio de favores con Hitler y Mussolini en un momento en el que, de otra manera, le hubiera resultado imposible cobrar ventaja militar sobre la República, varió descaradamente su discurso geopolítico en cuanto los Aliados empezaron a hacer retroceder a la Wehrmacht en Europa. De ahí hasta el final, supo hacerse imprescindible en el contexto de un mundo dividido por el Telón de Acero, manteniendo viva la honda división entre vencedores y vencidos; cultivando su papel de pieza insustituible y gran hacedor, patriarca absoluto del corrupto y endogámico equilibrio entre las familias que conformaban su régimen, y disfrutando de su condición de bisagra y guardián de la frontera similar al de algunos déspotas del Mediterráneo oriental contemporáneo.