Cuando mi tía se fue me sentí muy triste. Algo así como un perro abandonado. Pero hay muchos tipos de perros abandonados. Y yo era del tipo de perro abandonado al que han dejado de lado por haber defraudado a la persona que lo adoptó. Por imbécil, para entendernos. Casi la meto en un lío por culpa del asunto de los holandeses. Aunque cuando digo que se fue no me refiero a que me abandonara del todo, eso no lo hubiera hecho nunca. Mi tía no era esa clase de persona. No abandonaría a un perro. Pero sí necesitaba perderme de vista una temporada.
Ya os dije que en el fondo fue una liberación. Yo sabía que acabaría defraudándola. No sé si os ha pasado, pero es una sensación terrible la que te invade cuando alguien ve algo en nosotros que sabemos que no existe. Cuando proyecta, por decirlo así. Es como si os idealizara. Y vosotros optáis por mantener la mentira pero sabéis que tarde o temprano se hará la luz. Es terrible y agotador sentirse un impostor, y cuando por fin te pillan es un alivio.
El caso es que volví a Santiago con Londa, que no tenía muy buen concepto de mí. Una cosa es adoptar a un perro retrasado, pero es muy distinto verte obligado a cuidar a un perro retrasado que no es tuyo y al que tú no has elegido. Peor aún, un perro que pertenece a una persona a la que veneras. Y Londa veneraba a mi tía.
Y sin embargo, yo admiraba mucho a Londa. Casi no conocí a mi padre, y Londa fue mi primer referente masculino. Era viril, y muy fuerte. No me refiero a que se las diera de duro, como estamos acostumbrados en Occidente. El rol desafiante de macho alfa y todo eso. Londa transmitía fuerza a su pesar. Era como uno de esos animales indómitos que cuando se les queda la pata atrapada en un cepo se la arrancan a mordiscos sin quejarse, que prefieren morir a someterse. Bueno, no es que lo prefieran, es que ni siquiera se lo plantean.
Convivíamos de forma bastante civilizada. Él no me hacía mucho caso y yo iba a mi aire. A veces coincidíamos en la cocina o por la casa y él siempre se mostraba correcto, aunque casi nunca se fijaba en mí. Me trataba como si yo fuera un pez y mi tía le hubiera pedido que me diera de comer y me cambiara el agua de vez en cuando.
Londa salía con una chica muy guapa. Creo que era profesora de gimnasia. A veces se la traía y se peleaban en el sótano. Artes marciales. Las hostias que se daban resonaban por toda la casa. Se desnudaban para meterse de leches o para hacerse llaves, y luego acababan follando encima del tatami. Un día me la presentó de pasada. Usó el mismo tono que si dijera “éste es el pez de mi tía”. Ella me pellizcó el moflete, me sonrió y siguió caminando hacia el sótano.
La verdad es que todo cambió, una vez más, por culpa de una de mis gilipolladas. En una fiesta conocí a una chica muy guapa. Era rusa, o ucraniana. Un bellezón. Rubia clarísima, ojos verdes de gata, y una coleta muy gruesa que le llegaba hasta la cintura. Tenía un acento adorable, y un tipo de bailarina clásica. Mucha gente sabía que yo vivía con mi tía y que estábamos forrados de pasta, así que no me extrañó que me tirara los tejos. Acabamos en casa a las dos de la mañana. Le serví una copa de espumoso alemán y le puse música clásica. A mí me encantaba dármelas de sofisticado. Y cuando empecé a manosearla la chica me dijo que esperara un momentito y se puso a hurgar en el bolso. Después me pidió que cerrara los ojos. Cuando me susurró a la oreja que ya podía abrirlos yo lo hice, y la tía me roció la cara con spray de pimienta. No os podéis imaginar cómo escuece. Ni siquiera puedes pensar. Intenté mantener los ojos abiertos, para lagrimear. Y cuando me recuperé un poco me encontré con un tío de dos metros de alto y tan ancho como un armario que me miraba como si yo fuera una mancha de salsa en su corbata. Era del tipo levantador olímpico de pesas. Como un toro. Llevaba una camiseta de baloncesto que olía a sudor rancio, de los Lakers, y se hacía la raya a un lado como un cura. Y la muy perra de la rubia detrás de él, partiéndose de risa. Y entonces el búfalo aquel me agarró del cuello y empezó a preguntarme que dónde estaba la pasta y las joyas. Sacó una pistola y me puso el cañón muy cerca del entrecejo sin dejar de dar voces como un anormal. Tenía un acento parecido al de la rubia. El aliento le olía a tabaco y a cerveza, y tenía los ojos inyectados en sangre. Me di cuenta de que me iba a matar. Si no tuvieran pensado matarme, al menos él se hubiera tapado la cara, por si las moscas. Es una situación muy extraña, como si llegaras más allá del miedo. Se vuelve todo irreal. El tío me daba golpes en la frente con la pistola y seguía gritando como un poseso, muy cerca de mi cara. Y en aquel momento apareció Londa. Nos quedamos todos petrificados. El tío iba en pelotas. Tenía una polla enorme. Era tan larga y tan ancha que creo que todos acabamos mirándola con auténtica fascinación, porque además la llevaba tatuada con espirales. Y se había embadurnado la cara y el pecho con pintalabios, como si fueran pinturas de guerra. Unos dibujos muy parecidos a los tatuajes de la polla. Y entonces va el tío y se pone a bailar un Haka.
Los gritos que soltaba sonaban como los de un animal, no parecían humanos. Y cuando daba los pasos lo hacía con tanta fuerza que vibraban los cristales del ventanal. El ruso le apuntaba, pero tenía la boca muy abierta y los ojos como platos. Y la rubia detrás de él, asomando la cara por un lado como un ratón.
Yo entendí que Londa estaba actuando a la desesperada. Que sencillamente tenía que intentar defenderme aunque le costara la vida, que ni se lo había planteado. Me emocioné tanto que me entraron ganas de llorar. Morir junto a aquel guerrero tan puro e indomable. Tal vez hubiera una confusión y yo acabara en el mismo cielo que él. El cielo de los guerreros, como una especie de Valhalla.
(continuará)