Contaré la historia de una claudicación. Después de cinco años de resistencia, acabo de ponerme WhatsApp. La vida empezaba a ser difícil. Cada vez se alargaban más las explicaciones y los interrogatorios cuando tenía que excusarme: “Mándame un sms que no tengo WhatsApp” o “escríbeme al Facebook y lo leo en llegar a casa”. Las caras de sorpresa se iban convirtiendo en gestos de rareza, impudicia o mal olor. En los últimos meses me topaba con miradas preocupadas y desconocidas observándome como un médico ante un mejunje de síntomas que no matan pero sí asquean la vida y te empujan a la marginalidad.

Algunos, algunas más bien, me dirigían una voz piadosa y lastimera: “Pero, a ver, ¿por qué no tienes WhatsApp?, ¿si no pasa nada?”. Casi me tomaban de la mano para ayudarme a desahogar los verdaderos motivos. Yo quitaba hierro, decía que no era por algo en concreto, que simplemente no me apetecía que mi teléfono sonara como un jilguero relleno de farlopa. Solía añadir, para aliviar la atmósfera clínica, que era feliz igualmente.

Cada semana había alguna ración de «coño-ponte-WhatsApp-que-no-hay-quién-te-encuentre», y ya, a última hora, no le recordaba a nadie que mi móvil admitía llamadas y textos, o que mi Facebook, mi correo electrónico y mi Twitter continuaban abiertos. En una ocasión, un colega me soltó: “Yo no respondo a esemeeses”. Y yo, no sé por qué, me imaginé enredado en las concertinas de la valla de Melilla.

Lógicamente, no todo era incomprensión, había quienes me admiraban y me consultaban con fascinación: “¡Qué envidia!, ¿Cómo puede ser?”. Eso sí, durante poco tiempo, porque, curiosamente, se trataba de los más yonquis. WhatsApp no te pone los dientes de luto como la heroína, pero te perfora las pupilas y dispersa el nervio óptico hasta que resulta imposible enfocar nada que no esté enmarcado en una pantalla táctil. “Madre mía, ojalá yo pudiera… Madre mía”. Los adictos me relataban sus fantasías: “Me lo propuse, me dije que no iba a mirarlo hasta la noche, y aguanté, ¿eh?”. Yo luego pensaba en un cuento de Miguel Delibes, El primer pitillo, en el que un fumador aguantaba quince días sin humo por una promesa y, el último día, ante la perspectiva de cerrar la penitencia, alcanzaba una lucidez perceptiva que casi le permitía distinguir por su aroma el bosque originario de los bancos de la acera. Su atención plena finalizaba, evidentemente, al encender su primer cigarro.

Tras releer el relato, jugaba a adivinar el orgasmo dactilar que sufrían mis whatsapp-adictos cuando, al fin, desbloqueaban su teléfono.

Al final, ha sido inevitable la rendición. Ya entraba en cuestión el trabajo, o más bien la soberbia de cobrar algún día por trabajar, y ser un engendro sospechoso de algo nunca facilita las cosas. Acudí a The Phone House para renovar mi móvil cincoañero, avancé por el centro comercial como una vaca por una cinta transportadora. La dependienta se rio de mí al ver mi tarjeta SIM, por lo visto, ahora son más pequeñas: “Qué raro, ¿no? Qué raro”. Sufrí una nostalgia prematura.

El primer mensaje que recibí fue una carcajada monstruosa. Con ese ‘JA-JA-JA’, comprendí que la gente de mi entorno veía en mi negativa un posicionamiento ideológico y, claro, cuando uno cede a la corriente, el primer acto ritual de los de la vereda es humillar y desautorizar las ideas contestatarias previas. No veo maldad en ello, ocurre de manera automática. Sin embargo, no había nada de eso en mi cabeza, sencillamente, me gustaba caminar sin chocarme con las farolas.

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