Fotografía: Carlos Bosch

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Sarajevo, en 1992, era una ciudad olímpica. Todos se pasaban el día corriendo: quienes no cruzaban las calles a la carrera eran un blanco fácil para los francotiradores. En los estadios de fútbol, convertidos en cementerios donde se apiñaban cientos de cadáveres, los serbios jugaban con los cráneos de los musulmanes bosnios. Las luces que brillaban por la noche en el cielo de Bosnia no eran fuegos artificiales, sino bombas que resonaban en los edificios como martillos neumáticos. Los periodistas entraban en los hoteles a última hora a través de los cristales rotos y el grupo de teatro de Sarajevo se subía al escenario aunque no hubiera público en el patio de butacas.

Veinte años después del fin de la guerra de Bosnia, veinte años después de la matanza de Srebrenica –el asesinato de 8.000 personas que obligó a Occidente a acabar un conflicto que se alargó tres años–, ya “no están los gritos, ni los disparos, ni las súplicas, ni las risas”, escribe Alfonso Armada en Sarajevo (Malpaso, 2015). Solo quedan los “restos humanos: las pruebas extraídas por los forenses”. El polaco W. L. Tochman registra en Sobreviviendo al pasado en Bosnia (Libros del KO, 2015) el proceso de poner nombre a los huesos que aún siguen sin identificar. Dos libros para entender las consecuencias de la peor masacre en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.

“Un joven de Sarajevo me pidió por favor que tuviera miedo, que era la única forma de cuidar de mi vida”, escribe Armada en agosto de 1992, el primero de sus tres cuadernos de Sarajevo, uno por cada una de las veces que viajó allí como reportero con sus “ojos de ver” y sus “oídos de escuchar”. “¿Quién alquila una habitación en un hotel que está siendo bombardeado, al que le puede sobrevenir la muerte mientras duerme? Un hotel con vistas sobre la muerte, un hotel con sonido de bombardeos reales. Escribo a la luz de una vela. Trato de que el miedo no agriete mi voluntad”.

Armada fue enviado a Bosnia cuando tenía 33 años. Cumplió 34 el día que abandonó Sarajevo, después de sus primeros 17 días como reportero de guerra. Fue su primer gran encargo tras un tiempo errando entre las secciones de cultura y opinión. Cuando le propusieron cubrir la guerra de Bosnia sintió terror: “No sabía si podría manejar mi miedo”. Eso le impulsó a ir. También comprobar si podía contar la guerra. “Nunca me arrepentí”, dijo en la revista fronterad, que él mismo dirige. Hoy es uno de los reporteros más respetados en España. Después de Bosnia recorrió países africanos como Ruanda, Zaire, Somalia o Sudán y, ya en Abc, se marchó como corresponsal a Nueva York, “el único sitio del mundo en el que los negros entran por la puerta grande: la ONU”.

Como en Cuadernos africanos, quizá su mejor obra, Armada recupera en Sarajevo crónicas que publicó en El País y sus diarios personales, con fotografías de Gervasio Sánchez. El resultado es un libro que enseña las tripas de aquellos artículos que dieron cuenta de un conflicto que en tres años causó cerca de 100.000 víctimas. “La vida en Sarajevo se ha vuelto irreal –escribe Armada–. ¿Bombas de mortero sobre colas del pan, sobre gente que compra pacíficamente flores un domingo por la mañana? Imposible. No es cierto. ¿Ataques a los hoteles, a las viviendas, a los automóviles, a las mezquitas, a las sinagogas, a las iglesias? Eso no es posible, es una pesadilla”.

El Armada diarista se siente como un “tiro al blanco” en una ciudad destruida poco a poco, como si un pájaro monstruoso “se dedicara a picotear los edificios, los quioscos, las alamedas, los monumentos, los cementerios y la nuca o las extremidades de los transeúntes”. Se pregunta qué escribir, para qué escribir, si la esperanza se perdió ante la “mirada impasible del mundo”. El Armada diarista se revuelve contra su periódico, “la confortable perrera de Madrid”, incapaz de preocuparse por su salud después de un accidente de tráfico. Una redacción siempre tacaña con las páginas dedicadas al conflicto: “A esto vamos llegando, a este trabajo deshumanizado. ¿Es acaso esto lo que buscaba en el periodismo?”.

El Armada reportero cuenta la guerra a través del Teatro de Guerra de Sarajevo, un grupo de actores que huyeron de un bombardeo y decidieron combatir las armas con su dignidad. Y si no hay público, se aplauden ellos mismos al final de la representación. El Armada reportero entrevista a los escritores Susan Sontag y Juan Goytisolo, persigue a Edo, un niño de seis años guardián de la Biblioteca Nacional sobre la que cayeron las bombas de los serbios. Y cuenta así un día normal: “El jueves transcurrió tranquilo. Tranquilo en Sarajevo significa unas 300 bombas, 15 muertos, otros tantos heridos y la constante cantinela de los francotiradores. Tranquilo significa que la explosión de un proyectil de mortero mata al menos a nueve civiles mientras aguardan el autobús en uno de los distritos modernos de la ciudad”.

Tochman tenía 23 años cuando pisó Bosnia, en el primer día del año 1993. Lo hizo en un convoy de la ONG Polish Humanitarian Action que atravesó pueblos fantasma hasta llegar al cerco de los serbios en Sarajevo. “Estaban borrachos. Unas veces reían, otras nos gritaban. Así durante toda la noche, hasta el amanecer” del 31 de diciembre de 1992. Cuando cruzó el perímetro, el reportero polaco sintió miedo por primera vez: “No paraban de disparar”. Allí habló con los heridos que se recuperaban en el hospital y vio reporteros, fotógrafos y cámaras de televisión. También escritores y directores de cine. “Pero cuando se terminó la guerra (o se suspendió, según algunos), los reporteros guardaron sus cámaras y se marcharon rápidamente a cubrir otras guerras”, recuerda.

Como si masticaras piedras es la crónica de su regreso a Bosnia en el año 2000. Libros del KO la publica ahora con traducción de Katarzyna Olszewska. Si en 1992 los teatros aún resistían a los bombardeos, Tochman se los encontró con escenarios, pero butacas. En el suelo no había espacio para el público, sino prendas –aquí una camiseta de rayas, allá unos pantalones de pana–, bolsas y papeles con letras: B significaba que la prensa correspondía a un conjunto de huesos; BP, que solo había algunas partes aisladas; A, que solo había prendas, ningún hueso. “Las pruebas de ADN son, sin duda, algo nuevo en la historia de las guerras”, dice Tochman.

La protagonista de la crónica de Tochman es Ewa Klonowski, una antropóloga polaca, ahora jubilada, que desenterró 2.000 cuerpos. En 1996 hizo las maletas y se fue en busca de respuestas: quién comenzó la matanza, cuántas personas fueron asesinadas, cómo se llamaban las víctimas. “Amo los huesos, los huesos me hablan. Miro los huesos y sé qué enfermedades padecía la persona, cómo andaba, cómo le gustaba sentarse. Los huesos me dicen de qué nacionalidad era”, dice Klonowski. Los buscó en cuevas, en montañas de basura, entre huesos de cerdos.

El trabajo de Klonowski le sirve a Tochman para retratar la miseria de la posguerra. Del conflicto quedan los viejos rencores quienes siguen sin aceptar la brutalidad de Srebrenica. “Sé lo que pasó. Murió gente. Pero en Sarajevo murieron más serbios que musulmanes. Lo tenéis que entender de una vez y no inventar esos disparates pacifistas”, dice un hombre en la República Srpska, cuyo ejército sitió Sarajevo en el asedio más largo de la historia moderna. Quedan los hombres que se esconden para que nadie los denuncie y también aquellos que, como el soldado Petar Divjakovic, han formado una familia feliz. Divjak, así lo conocen ahora, era el más cruel de todos. Y quedan las mujeres que buscan entre las fosas. Jasna encontró a su marido porque la doctora Klnowski recompuso su cráneo, pero sigue buscando. “La gente de aquí quiere olvidar aquel tiempo. Yo me volvería loca si lo olvidase”, dice. A Jasna la violaron Divjakovic, el de la familia feliz, y otros hombres por ser musulmana. Ella es una de las pocas mujeres que reconocen haber sido víctima de una violación étnica.

El estilo de Tochman es directo, limpio, casi notarial. No hay primera persona ni valoraciones porque un autor de no ficción, dijo a JotDown, no debe tomar partido: “Un drama tan grande no necesita ninguna figura retórica”. Ese es el punto débil de su libro. Hay demasiada distancia: un reportero debe ir más allá que un atestado policial. Tochman es uno de los referentes de la Escuela Polaca de Reportaje, pero no es el nuevo Kapuscinski.

Tochman regresó a Bosnia en el 2000 y Armada en el 2013, 20 años después de que se marchara para no volver a aquella guerra. Fue entonces cuando pisó por primera vez Srebrenica, donde nunca se atrevió a entrar. Es el epílogo de Sarajevo. Este viaje le sirvió para constatar que “se ha alcanzado la paz, pero no la guerra”.

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