Cuando el tren paró en León, yo me despabilé y una japonesa se subió. El hecho mismo de ver a una japonesa en León resulta extravagante por sí solo, como si a la perífrasis le faltara algo. Mis impresiones sobre León están basadas en algunas lecturas sobre la infancia de Durruti y las imágenes que retengo de soslayo cada vez que marcho y vuelvo de Oviedo en tren. Uno espera encontrarse a una japonesa en Madrid o Barcelona, por la internacionalidad, o en Sevilla, por la Giralda. Pero no en León. Aquella era una japonesita joven de media altura, muy blanca y muy delgada. Se sentó a mi lado y se arropó con una rebeca negra, porque RENFE tiene la pretensión íntima, o eso parece, de querer ahorrarle al Gobierno pensiones, subsidios y números en la cuenta de los desempleados a base de subir el aire acondicionado en los trenes como si en cada viaje atravesáramos Nuevo México. Supe enseguida que era japonesa por lo fino de los ojos y por el móvil, que aparecía lleno de signos cuya estética arbórea tenía yo aprendida de cuando era chico y veía Doraemon. El Gato Cósmico y Bola de Dragón han conseguido triunfos incomparables como relaciones públicas de Japón en el Occidente contemporáneo, y eso no lo pueden entender los cuarentones o cincuentones de hoy que crecieron todavía en el recelo al nipón por la Guerra Mundial. Aquella chica, que se acomodaba tímida sin arrellanarse en su sillón, no tenía la gestualidad expansiva del español medio, que ha de mostrar al mundo su presencia igual que uno se pueblo se obliga siempre a decir lo mucho que es de pueblo cuando está en Madrid.

La japonesa sonreía con dulzura y no molestaba, y yo me olvidé de ella hasta que el tren paró en Valladolid y ella se bajó. Lo más inquietante fue la seguridad con la que ejecutó todos sus movimientos. Entendió perfectamente cuando por el altavoz balbucearon Valladolid, agarró sus cosas y con pie firme salió fuera. Se internó por la grisura vallisoletana, por esas calles amarillas y esas casas sin concesión a la eternidad con que se conforma la gente allí, y yo sentí una angustia terrible. Quise gritarle a través del cristal que a dónde iba, ahí fuera, si todo eso era Valladolid. Sólo Valladolid, ¡sólo Valladolid! Mirando desde donde estaba sentado esas aceras desoxigenadas y esos tejados cuadrados llenos de antenas y carteles de bares viejos que parecen tener frío incluso un 28 de julio, me hubiese gustado convencerla de que al fin y al cabo Madrid quedaba a apenas dos horas. Dos horas, y desde ese lugar, a dos horas solamente, podría ir a la vida y al mundo y hasta a su Japón del alma con tal de alejarse de aquella ciudad que a mí, sin haberla pisado nunca y respetando con reverencia a sus gentes vallisoletanas, se me infunde hecha con la textura de los dementores: aquellos espectros carceleros de Harry Potter que robaban las ganas de vivir con sus trágicos besos de oscuridad. Al partir el tren y ya no verla más, lamenté no haberle susurrado al oído qué le unía a Valladolid; por qué le apetecía en aquella mañana tibia de verano castellano bajarse en Valladolid habiendo tanta España que refulge ahí fuera, al final de la vía de nuestro tren. Musitarle en voz baja, poniendo cara de alucinado, que Valladolid es oscuro y alberga horrores. Sin embargo, el tren continuó y, claro, ¿acaso marchaba yo hacia un lugar mejor?

Fotografía: Wiki Commons

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