—Cari, esta no es nuestra parada
—Ya lo sé, pero da igual. Qué hartura, coño.

Antes de apearse del autobús, el novio se vuelve y bufa. El culpable de la huida recibe el estufido sin entender nada. Algunos pasajeros sí comprenden. El sujeto guarda silencio por primera vez en todo el viaje. Permanece en pie.

“Hay asientos libres, señor”, una mujer, muy diplomática, había intentado minutos atrás cortar la perorata, a ver si a culo cómodo la lengua se relaja. El conversador se despistó un momento, movió los labios en silencio, se le agotaban las pilas, perdía fuelle —hubo caras de fe, principios de euforia—, pero retomó enseguida: “Fíjese, señora, usted tan amable, la gente del pueblo es buena, por lo tanto, estos del poder son todos unos ladrones”. Sus reflexiones no siempre respetan las leyes de la lógica.

Sigue de pie en el último tramo de pasillo del vehículo, allí los asientos se reparten en forma de ‘u’, de modo que disfruta de tres bancaditas de público. Sus oyentes lo rodean. El tipo superará los cincuenta años. Tiene el cráneo aplastado y el torso como un mazacote. De hecho, la cabeza reproduce a pequeña escala el resto del cuerpo, quiero decir, que parece un par de piedras pómez. Además, sus brazos cuelgan y se mueven con vagancia, hasta el punto de que el grueso de su expresión no verbal recae en las orejas. Cuando lo interrumpes, le vibran los pabellones. El pelo, por eso también lo de la pómez, es gris y rascón, y le oprime la frente con una línea perfecta.

El primer día en que lo oyes te impresiona. Un señor maduro que despliega una gran conciencia crítica, que extirpa tópicos y atesora unas ideas sólidas y trabajadas. Al principio, hasta te llena de envidia. Claro, ves a alguien con convicciones asentadas y te mueres de celos. Al final es lo que todos queremos, amarrar bien lo que pensamos, empuñar palabras que racionalicen nuestras creencias, que las hagan irrefutables. Y sobre todo no dudar.

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“Siempre mandan los mismos, los de arriba, la democracia no es eso, por lo tanto, nuestro deber es traer la democracia de verdad” o “no es que tengan las manos atadas por los bancos, es que ellos son los bancos” o “intentarán criminalizarnos, por lo tanto…”. Sin embargo, pronto se advierte que algo falla.

Algunas frases y estructuras se repiten. El hombre agarra la barandilla y revisa las conversaciones de los pasajeros. En cuanto ve un resquicio, mete baza. Si nadie habla, pregunta por alguna dirección y aprovecha: “Voy a la calle Calderón que allí vive una amiga, la pobre está en paro, algo habrá que hacer porque si es por estos sinvergüenzas”.

Si engancha un diálogo, saca su arsenal. El interlocutor asiente y, en ocasiones, aporta su opinión: ahí aparece el problema. Las interrupciones lo dislocan, incluso si secundan sus argumentos. Muchas veces, el otro añade el ejemplo de alguna tragedia al abrigo de la crisis y él se muerde los labios, resopla, mira de un lado a otro, asiente por cumplir mientras mastica por dentro las cosas que retiene, hasta que no aguanta más: “… y, y, y escucha, fíjate ahora, las encuestas dicen que van a ganar, por lo tanto, no puede ser porque…”.

Efectivamente, cada dos frases cuela un “por lo tanto”. Al decirlo se le infla la nariz. Confiere gran trascendencia a este conector, en él madura su autoestima, su capacidad política. Esta locución adorna su discurso plagiado y reincidente, le da aspecto de pensamiento independiente y generador.

La pareja de novios ha escapado del autobús. El chico le ha gritado, muy grosero: “¡No me rayes, viejo!”. Llevaba rato cortando las carantoñas de los chavales: “Los jóvenes sois lo más importante, si vosotros no cambiáis el futuro…”. Da pena verlo con su polar poblado de chapas y pegatinas reivindicativas contemplando la puerta sin entender nada. Me doy cuenta del vello ínfimo, de la pelusilla que cubre su piel y lo ablanda como a un melocotón.

—Eso es lo que consiguen, ser ladrones y que la gente se conforme o mire a otro lado— dice con voz enternecida la señora que le sugirió que se sentara.

Inmediatamente, se acerca a ella, sus ojos dan tres vueltas de campana hasta que se le ocurre algo. Despega los labios. Después de todo, digan lo que digan, él es un siervo de la revolución.

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Fotografía: Hernán Piñera

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