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Igual que León Felipe, «yo no sé muchas cosas, es verdad, pero sé que la cuna del hombre la mecen con cuentos, que me han dormido con todos los cuentos y sé todos los cuentos…» Sé también que no me atrevería a juzgar una obra que no he visto, pero parece que con la misma falta de información que yo tengo se pueden rellenar alegremente portadas de periódicos, azuzar la histeria que caracteriza al tradicionalismo conservador patrio y al pensamiento único y de paso criminalizar a unos sátiros por el mero hecho de hacer sátira con una débil excusa que viene a denotar en sus inquisidores un ánimo liberticida, una incultura enciclopédica y una capacidad inusitada para la simple y llana calumnia, la mala lectura, la descontextualización torticera, la arbitrariedad administrativa, la paranoia desquiciada, la manipulación grosera y la represión totalitaria que a mí me parecen a todas luces escandalosas en un Estado que se dice de Derecho.

La ya famosa –tanto como inédita para sus críticos– obra de los titiriteros injustamente encarcelados (ojo, no catalogada como espectáculo infantil ni para niños de «entre tres y seis años», como se miente interesadamente, sino «apta para todos los públicos», que aunque pueda ser discutible no es lo mismo) tenía como protagonista a una bruja proscrita que se enfrenta sucesivamente a la Propiedad, la Religión, la Fuerza del Estado y la Ley: esto no es más que la repetición del argumento de la caza de brujas de toda la vida, tan cara a Caro-Baroja como a McCarthy y que tan al caso viene aquí. Según leo en el comunicado expedido por CNT Granada: «La protagonista está en su casa, y, en primer lugar, aparece el propietario, que resulta ser el legítimo poseedor legal de la casa donde vive. No existen monjas violadas; bajo la forma de los muñecos, el propietario decide aprovecharse de la situación para violar a la bruja; en el forjeceo, la bruja mata al propietario. Pero queda embarazada, y nace un niño. Es entonces cuando aparece la segunda figura: una monja, que encarna a la Religión. La monja quiere llevarse al niño, pero encuentra resistencia en la bruja, y en el enfrentamiento la monja muere. Es entonces cuando aparece el Policía, que representa la Fuerza del Estado, y golpea a la bruja hasta dejarla inconsciente, y tras ello, construye un montaje policial para acusarla ante la Ley, colocando una pancarta de ‘Gora Alka-ETA’ sobre su cuerpo, que intenta mantener en pie para realizar la foto y usarla como prueba. A partir de este montaje policial, surge la cuarta figura, que es la del Juez, que acusa y condena a muerte a la protagonista, sacando una horca. La bruja se las arregla para engañar al juez, que mete la cabeza en su propia soga, y aprovecha para ahogarle y salvar su propia vida». Nada más simbólico y apropiado para describir la pesadilla que deben estar viviendo los autores de la farsa que esta breve sinopsis.

Yo puedo llegar a entender que las gentes de orden madrileñas prefieran tener como regidores a los casposos de toda la vida tanto como seguir circulando por calles de nombres fascistas, o incluso que les moleste ver a un negro vestido de rey Baltasar, y que el rancio séquito de Doña Botella y Don Manzano, o si se quiere de Don Carcamal y Doña Cuaresma (que arrastran con ellos sus costumbres trasnochadas y decimonónicas) sean para muchos preferibles a la alcaldesa antisistema y los concejales perroflautas o a cualquier espectáculo que se desvíe un pelo del discurso hegemónico y permitido, tan del gusto de los seguidores del esperpento o del astracán. Pero de ahí a lo que ha ocurrido estos días hay un trecho, porque lo único opinable de tan artificial polémica es si en la parodia existe o no mal gusto: yo por mi parte lo veo peor en Arturo FernándezBertín OsborneArévaloRaúl Sender, los muñecos de José Luis Moreno y la troupe de dizque cómicos que fue oficial hasta el pasado año en la capital del reino. Sobre la obscena banalidad de este último manipulador de muñegotes posesos y su –sin embargo– ilustre alcurnia hice un vídeo hace unos años:

Este breve ensayo puesto en imágenes (y en el que indagaba yo sobre si no somos otra cosa que muñecos manejados por un demiurgo que mueve los hilos, como ya temían los dramaturgos griegos) acaba con una secuencia de los Muppets, contra los que por cierto también ha arremetido últimamente la cavernícola ultraderecha neocon americana: la referencia en los inteligentes guiones de su última temporada a la droga, la homosexualidad o a fenómenos como la plushophilia, que es el amor a los peluches, han sido demasié para los defensores de los valores consuetudinarios, que son los enemigos de la disidencia que en verdad deciden dónde está el contenido inapropiado y qué es políticamente correcto. Tampoco son los Teleñecos, por supuesto, los fantoches más descarnados que existen: me avisan de la existencia de Achmed, el terrorista muerto, una calavera macabra que maneja Jeff Dunham, cuyo grito de guerra es «silence, I’ll kill you» y que viene a exorcizar cierta paranoia colectiva que nos aqueja.

(Nótese de paso la semejanza del muñeco siniestro con las figuras cadavéricas del expresionismo carnavalesco español o mexicano, como también con el imaginario infantiloide de Tim Burton).

https://www.youtube.com/watch?v=Sx3qLKDvO6A

Pero vamos al tema. En primer lugar hay que recordar, aunque sea obvio, que la violencia es consustancial al teatro de guiñoles, ya sea infantil o adulto, ya sea en la barraca de feria o en el bunraku japonés; desde niño he asistido a muchas orgías sangrientas en el quiosco de Francisco Porras del Retiro madrileño. También hice otro vídeo sobre esto que ahora cobra plena actualidad, porque ahí ya estaba la agresión –incluso autoinflingida– que pasa de sublimada a real, las polémicas con el consistorio capitalino, la cutrería de los fastos en la Villa y Corte y la televisión como caverna platónica o simulacro delirante de una dudosa realidad que convierte en celebridades a caricaturas durante cinco minutos de escasa gloria, el medio distorsionante que transforma al ser humano en su careta postiza y dedicado mayormente a mostrar las imposturas del nuevo mundo: la sociedad del espectáculo que anunció Guy Debord. ¿Quiénes son los titiriteros que manipulan el nuevo circo, la exhibición de atrocidades, la parada de los monstruos, la feria de las vanidades freak? De la protesta a la performance, la verdad catódica acaba confundiendo el arte con el reality-show y las corrientes trash con la telebasura, y es cuando los platós de Telecirco se inundan de la estética y la ética pop y kitsch de Warhol o de Lichtenstein. O puede que esta realidad que se deforma hasta que parece mentira como los espejos del Callejón del Gato sea una revisión posmoderna de la comedia humana, o la continuación de tradiciones muy españolas y mucho españolas:

Porque la cachiporra está ya en las polichinelas y los cristobitas desde Cervantes o antes, y copio este ataque loco que Don Quijote infirió a un teatrito de marionetas, y que luego musicó Falla en El retablo de Maese Pedro:

«Y, diciendo y haciendo, desenvainó la espada y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a este, destrozando a aquel, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal, que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán».

Es más, todo el mundo sabe que el cuento infantil tradicional es cruel y despiadado, de los Grimm a Andersen, de Las Mil y Una Noches Perrault: la muerte, la brutalidad y el canibalismo lo recorren y lo definen. En la célebre Morfología de Propp se explica la estructura subyacente en la totalidad de los relatos universales dedicados a la infancia y la villanía es el motor de la trama: raptar a una princesa, robar un algo, destrozar las propiedades de una familia, amputar órganos corporales, echarte del hogar, embrujar a alguien o algo, encarcelar o matar a una persona, obligar a otro a que se case a la fuerza con él (con las servidumbres que ello conlleva), dar tormentos a una víctima cada noche, empezar una guerra devastadora, transformar a una persona en animal y muchas e imaginativas miserias y brutalidades. Todas las películas de Disney son salvajes hasta el paroxismo; en el clásico de animación española Garbancito de la Mancha (cuyo guión muy probablemente fue supervisado por el mismísimo Franco) se devoran niños y ocurren otras barbaridades semejantes; creo que nadie insinúa ahora –aunque no estoy seguro– prohibir Alicia en el País de las Maravillas a pesar de su espíritu transgresor, a pesar de que no hay niño que no conozca ese grito de la Reina: “¡Que le corten la cabeza!”. Ah, pero aquí Alicia vive en El País de Todo es ETA (victimato mediante) e introducir ahora en un programa infantil como era La bola de cristal la consigna heterodoxa de la Bruja Avería (¡Viva el mal, viva el capital!) sería considerado un pecado mortal de adoctrinamiento marxista o de lesa humanidad.

Yo entiendo, por otra parte, que en este mundo cada vez más pacato se quiera sobreproteger a los niños, pero si lo hacemos hagámoslo con todas las consecuencias, porque desde por la mañana temprano son susceptibles de caer en la casilla de las invectivas guerracivilistas de Jimenez Losantos, las bombas ACME del Coyote, el bulling escolar, la violencia inhumana de los telediarios, la inmoralidad del Sálvame Naranja, el maltrato doméstico, la tortura y muerte de animales en cosos públicos o la cruda exposición a los peligros de los videojuegos online y la pornografía machista que van descubriendo sin control en los celulares paternos; quizá el problema mayor sea que cada vez hay menos adultos en nuestras sociedades.

En este punto una amiga pedagoga me matiza lo siguiente: “De acuerdo con la mayoría de tus palabras, pero jamás podré aceptar que esta representación sea para todos los públicos… Paso la vida trabajando con niños y tengo una opinión clara al respecto. El arte transmite valores a los niños y la violencia como solución a los problemas o como herramienta válida para los ‘héroes’ del cuento no me gusta nada. Y que se hable de violaciones tampoco me parece bien, no lo entienden, les confunde y menos cuando estamos intentando luchar contra la violencia de género… Pero una cosa es que no lo apruebe para el público infantil y otra que acepte que les encarcelen. No veo motivo alguno… Simplemente no me parece adecuado para niños y no me gusta que con mis impuestos se financie eso… (Ni los toros tampoco, ni tantísimas otras cosas)”.

Esto es verdad, aunque no es menos cierto que a los niños no se les debería mentir ni hurtar ni edulcorar la visión del mundo tal como es, ni negarles la existencia de los horrores y de la muerte: en El retablillo de Don Cristóbal o Los títeres de cachiporra, de Federico García Lorca, la intriga principia con un caso de violencia de género, y de ahí para arriba, no escatimando el autor garrotazos de muerte y cosas peores. Por lo que entiendo del resumen de La bruja y Don Cristóbal (que alude sin duda a la obra lorquiana) la violencia de la heroína y protagonista es defensiva cuando no azarosa: es violada (cosa que les ocurre no sólo a muchas mujeres sino a muchos niños, y en las recientes Spotlight o El club se explica bien la pederastia sistémica), separada de su descendencia (y las historias de niños robados por madres superioras han sido de actualidad reciente), apaleada por un policía (yo he visto niños en manifestaciones donde la autoridad hace esto mismo) y finalmente hay una última muerte que parte de un engaño común a los enredos: el cazador cazado. La moraleja obvia es que violar está mal, matar está mal y ser malo es muy malo: ni siquiera es subversivo el mensaje ni cuestiona nada, sino que más bien podría considerarse conservador y canónico.

Claro está que tampoco podemos obligar a todo el mundo a que le gusten todas las pantomimas de monigotes. En un famoso ensayo, Rafael Sánchez Ferlosio dice que el Pinocho de Collodi “es un ejemplo de cómo un lenguaje y una intención pueden echar a perder la más afortunada de las invenciones; porque felicísimos son los hallazgos del madero parlante y del niño marioneta, y verdaderamente bien traídas están, junto con algunas otras, las fúnebres imágenes del caracol con una vela encendida en la cabeza y de los cuatro conejos llevando el ataúd”.

Pero sobre todo, y no se nos puede olvidar, es que de lo que estamos hablando es de una ficción codificada, cuyos arquetipos y acciones recurrentes nos podrán gustar más o menos, pero que tradicionalmente han sido siempre así. No veo que la obra confunda sobre la violencia de género ni sobre la violencia, ni creo que una violación con títeres pueda ser demasiado gráfica por muy expresivos que sean los titiriteros: los niños de poca edad no saben de matices complejos y pocos habrá que entiendan la diferencia entre una agresión sexual y que te muelan a palos, por lo que parece evidente que el relato, como las películas de Pixar, funciona a varios niveles y hay algunos que solamente están al alcance de los adultos. Ahora bien, como yo no tengo hijo alguno que educar, concedo en que puedo estar equivocado y estoy dispuesto a aceptar pulpo como animal de compañía: es posible que haya un error en clasificar el espectáculo como para todos los públicos, cuando a lo mejor esto no es así, ya que no deberían verlo ni los hijos cuyos padres no sepan explicar y contextualizar lo que los hijos a los que acompañan tienen delante de sus ojos inocentes ni tampoco los adultos borricos que no van a entender nada porque son incapaces de descifrar un argumento más simple que el mecanismo de un chupete.

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Pero hay algo de entre todo que me parece más alucinante si cabe, y es que se exija ¡desde los periódicos! la censura previa y el control administrativo para limitar así lo que debería ser la natural libertad de los creadores –dentro de la lógica responsabilidad que se les supone. Recurrir al currículo previo de los artistas, a «tener vinculación con círculos anarquistas» (ABC) como si eso estuviera prohibido, al contenido de otras obras representadas previamente en locales autogestionados (que efectivamente no eran ESTA obra sino OTRAS distintas) o a la naturaleza de sus lecturas incautadas me parece de una bajeza intelectual y moral intolerable. No hay que recordar a estas alturas que el arte por cierto ha de ser problemático: las obras de Buñuel, de Dalí o del mismo Lorca causaron el escándalo de sus contemporáneos (de hecho el PP argumenta en su alucinante denuncia que la obra es violenta y… surrealista).

Aunque en lo que importa, que es la divulgación de una ideología que no es la normativa y fetén, porque es de eso de lo que trata todo esto,»Gora Alkatea» significa en euskera «viva el alcalde» (o la alcaldesa, que tanto monta), y había en la representación un calambur o juego de palabras con esa expresión trastocada a «Gora Alka-ETA«. Esto se debe enmarcar en el desarrollo de la trama y en la reciente historia de España, ya que el cartel en el que reza ese lema es en la ficción una falsa prueba que le endosa el policía a la presunta culpable precisamente para inculparla falsamente: evidentemente en ese contexto tanto ETA como Al-Qaeda siguen siendo los malos verdaderos incluso en el orden simbólico comúnmente aceptado, y ese combo criminal no puede desligarse del infundio interesado difundido primero por el gobierno de Aznar y después por los conspiranoicos para atribuir a unos el atentado de otros, todo ello por cierto en horario de protección infantil.

Y aquí llegamos a los palurdos delatores que, acompañados de los hijos que tienen la desgracia de sufrirles como progenitores, contemplan una representación gratuita que les disgusta aún sin comprenderla en absoluto, y que quizá por eso en lugar de marcharse por donde han venido avisan a las autoridades; a una policía que, con un exceso de celo y fiándose de unos testimonios indigentes e intolerantes, suspende la fiesta y detiene a los actuantes; a unos responsables municipales que condenan a los titiriteros sin saber lo que han hecho más que de oídas; a un juez severo que, en una interpretación sesgada y kafkiana de la ley, los somete a prisión sin fianza amparándose en un artículo que nada tiene que ver con lo que allí pasó (el delito de enaltecimiento, el 578 del Código Penal, sanciona a quien hace apología o justifica por cualquier medio de expresión pública a quienes han participado en actos terroristas o realizan actos humillantes para las víctimas) y last but not least a unos medios indocumentados y amorales que desinforman y confunden a la opinión pública con sus retorcidos absurdos y exagerados aspavientos.

El día después asistí en Tetuán, el barrio en que crecí, al pregón de carnestolendas (que es en Madrid la fiesta de Goya y de Solana) donde unos manifestantes pedían la libertad de los titiriteros al grito de «sin libertad / no hay Carnaval». Esto tampoco es verdad y erraban el tiro los protestantes, porque los culpables del desaguisado no eran evidentemente los acróbatas y malabaristas contra los que cargaban, y que continuaban con el festejo al impulso del show must go on. Nunca hay y nunca habrá la libertad bastante, y justamente el Carnaval es la fecha más indicada para denunciar y conculcar ese hecho político: frente a la represión, más Carnaval. Por eso esta fiesta pagana e impía se intenta proscribir y limitar siempre, porque es una celebración verdaderamente popular y desprejuiciada, donde la gente se atreve a desafiar las normas impuestas desde arriba. Esa permisividad o esa tolerancia que esperamos del dirigente paternalista nunca serán suficientes: este año sin ir más lejos hay restricciones en el enjambre de máscaras o de libre circulación en Venecia o en Río de Janeiro, con la excusa recurrente de ese miedo al terrorismo que quieren inocularnos. Aquí el facherío es Charlie (Hebdo) sólo de boquilla; yo sin embargo me siento en mi salsa confundiendo libertad y libertinaje. La tentación del poder es prohibir, y justificarlo luego por medio de sus potentes aparatos de terror y propaganda; y la obligación nuestra la de luchar incesantemente por nuestra libertad y por nuestra alegría, aunque para ello tengamos que hacerlo enmascarados. Y para eso, como escribió Larra, el mundo todo es máscaras y todo el año es Carnaval.

Fotografía: (1) Pexels / (2) Helena Bustos

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