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Se suponía que esto iba a ser una previa del partido. Iba a hablar de los rituales, de las cábalas que dan resultado. Cada uno tiene las suyas, por supuesto, desde las camisetas a los calzoncillos que hace tiempo que cumplieron la mayoría de edad. Contaba el escritor João Ubaldo Ribeiro en una entrevista que cuando Brasil marcó el primer gol del Mundial de 1958 él estaba tirando de la cadena. Desde aquel partido su padre le haría tirar de la cadena en cada ataque de Brasil. Su padre creía que así habían contribuido a la victoria no solo en 1958, sino también en la copa que se disputó en Chile en 1962.

También se suponía que en esta previa iba a hablar de la primera vez que pasé por el bar Valverde. No me pareció gran cosa. Nada lo distinguía de los infinitos bares que hay en Madrid. Había quedado allí para ver el Atleti-Barça de los cuartos de final de la Copa de Europa. El bar está en una calle que lleva su mismo nombre. Si la comparamos con sus hermanas mayores hasta podría parecernos poca cosa. Ahí está Fuencarral, siempre maquillada y a la última moda. Llena de chicos y chicas que parecen salidos de un catálogo de moda, paseando con sus cafés de Starbucks para llevar y su iPod en la otra mano. Ella es la hermana perfecta, estudió marketing, trabaja para una multinacional y hace tiempo que vive con su novio. Hortaleza no es tan guapa como Fuencarral, pero tiene el encanto de la rebeldía. Fue la primera en irse de casa, nunca pudo aguantar que sus padres dijeran como tenía que vestir, con quien tenía que salir. Con Valderde todo fue diferente. Sus padres nunca esperaron nada de ella, por eso fue apagándose. Tanto se apagó que llegó un día en que sus tías dejaron de decirle que se parecía a sus hermanas y ella misma olvidó quien era. Pero tenía este bar, indistinguible de todos los demás si exceptuamos un pequeño detalle: el Atleti nunca perdía en sus pantallas. Ya volveremos al bar.

También iba a hablar de Guille. Siempre es un poco duro decir a un amigo que no, pero Guille entiende que no quiera ver el partido con él. Sabe de cábalas, y si no he visto ningún partido de la Champions con él la final no es un buen momento para probar nuevas cosas. De la misma forma, no es buena idea que mi compañero de piso lleve una camiseta del Atleti si no ha usado una en su vida (para más inri lleva el ’19’ de Diego Costa a la espalda, y en el pecho todavía puede adivinarse la palabra Lisboa). Guille ha visto a su equipo (ganar) en cuatro finales de Champions. Me ha dicho que no lee nada de prensa las dos semanas antes del partido. Ni siquiera conoce las alineaciones cuando el balón empieza a rodar. Intento seguir su consejo y casi lo consigo, hasta que mi compañero de piso pone la televisión y escucho hablar a Torres de fondo. “Es el partido de mi vida”, dice. Lo leo todo.

Os iba a hablar de los nervios de antes. Miro la hora del reloj de pulsera y compruebo si es la misma que la del móvil. Y la del ordenador. Sí, faltan 3 horas y 44 minutos. Mi compañero de piso se pasea por el salón cantando el himno de Sabina. Como ya no se qué hacer para dejar de pensar en el partido y así, intentar robar unos minutos al tiempo, me pongo a ver un concierto de los Rolling en YouTube. Pero cuando quiero darme cuenta estoy viendo resúmenes de la final de Copa de 2013. Y la Europa League y la Supercopa de 2010. Y la Liga ganada en la última jornada en el Camp Nou. Porque nosotros lloramos con el gol de Godín. Porque Miranda demostró que se podía ganar al equipo más grande del siglo XX. Pero no se confundan. Uno también estuvo en la curva norte del Calderón cuando nos quedamos fuera en Copa contra el Albacete. Nos calamos hasta los huesos y palmamos en casa contra el penúltimo. Jugamos la final de la Intertoto y la perdimos. Nos dejamos la salud mental en la esquina de un bar en el minuto 93.

Os iba a hablar de mi camiseta del Leeds con la que he visto toda la temporada (aparecen las dudas, no puedo olvidar que el Leeds cambió el color de su equipación por el blanco del Madrid que arrasó en los años cincuenta en la Copa de Europa), de cómo voy un par horas antes al bar Valverde, bajando por Fuencarral y cogiendo la Gran Vía, como siempre, para ver como poco a poco el bar se va llenando de gente conocida. Os iba a hablar de David y Jorge, cántabros pero muy del Atleti, atravesando la Gran Vía a grito pelado, después de que Griezmann dejase fuera al Barca, invitando a copas en un antro del Barrio de las Letras hasta las seis de la mañana, un miércoles de abril. Iba a hablar de Pedro, que vivió en Costa Rica y Brasil, pero siempre vuelve al mismo bar a ver los partidos de su equipo. Cuando Oblak paró el penalti de Müller lo invité a un chupito de licor de hierbas, cuando Griezmann silenció Baviera él me pagó uno de JB.

Llego a las seis y media. Mientras la gente va llenando el bar las camareras meten en la nevera los tercios que se consumirán a lo largo del partido, y las veteranas explican a las novatas que a los del Madrid se los trata con cordialidad, pero a los del Atleti se los llama por su nombre de pila o simplemente “corazón”.

Decía Nick Hornby que uno se enamora del fútbol como se enamora de las mujeres: de repente, inexplicablemente, sin crítica, sin pensar en el dolor o los trastornos que traería consigo. Es inútil intentar hablar de esto con aquellos que no lo entienden. Pero los que habéis estado ahí sabréis como me sentí cuando en el descuento de Lisboa me levanté de lugar del sofá donde había visto toda la temporada. O cómo me sentí al salir del bar cuando pitaron el final de la prórroga y nos íbamos a penaltis. Andaba por Gran Vía buscando señales por todas partes. Casi me perforo los tímpanos tapando mis orejas para no escuchar los gritos que llegaban de los bares ni los pitos de los coches. Me acerqué a un kiosco para intentar escuchar la radio que el vendedor tenía cerca de su cara. Pero no era una radio, era un móvil. Hablaba con su mujer y las bufandas y banderas que colgaban de las paredes eran para los turistas. Me asomé al escaparate de la Casa del Libro, y solo acerté a leer Sumisión. Señales.

Cada año que pasa estoy más de acuerdo con aquello que dijo Torres, eso de que todo el mundo es del Atleti, lo que pasa es que no lo saben. En la vida nadie gana once Copas de Europa. Quizá un par de Copas del Rey, si eres afortunado. Por eso el Atleti te enseña a disfrutar del camino, con la enorme roca a cuestas, aunque al final sepas que la dichosa roca volverá a rodar hacia abajo y no hay nada que puedas hacer. Sísifo era del Atleti.

Me imagino dentro de muchos años por la calle Valverde, quien sabe si con hijos o con nietos, señalando el bar.

–¿Ves la cafetería de allí, chaval? ¿Sabes lo que pasó justo ahí?

Sería imposible tratar de explicarlo. Lo supo Howard Carter cuando se asomó por la puerta que conducía a la tumba de Tutankamon. Al igual que él, yo solo miraré hacia dentro, y diré “cosas maravillosas”.

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