Fotografías: @casildasaldaña

Al salir de casa, me llega un mensaje. “¿El viernes puedes entrevistar a Milena Busquets?” “Claro”, respondo. Me encantaría. Ahora que me paso los días mirando al infinito a través de la ventana del salón y cosiendo en punto de cruz, tampoco voy a decir que no. Estoy abierto a cosas nuevas.

Por ejemplo. Voy al gimnasio con un amigo (al gimnasio he dicho que voy, chicas), en donde paseo, miro a las muchachas, bebo agua, pienso en voz alta y de vez en cuando levanto un par de pesas pequeñas. «Solo con estar apuntado ya me pongo cachas, no haría falta ni que viniera», le digo a mi amigo cada poco rato, mientras me mira con cara de pena.

Para, para. Para el coche. Y corro una hora después, con el chándal aún puesto, al Vips más próximo a mi casa. Me muevo entre las estanterías, hasta encontrar También esto pasará, la segunda novela de la hija de Esther Tusquets. Pago 16,90. “¿Hace buen tiempo?”, me pregunta el tipo que me atiende. Miro alrededor, y a la puerta, aturdido por semejante cuestión. No sé si es una pregunta trampa. Asiento con la cabeza. Sí, sí. ¿Bolsita? Bolsita. Sí, sí. Gracias.

Por la noche, mientras me lavo los dientes, mi hermano gemelo se me acerca a hablar del tema. “¿No te parece sexy?”, dice. “¿Quién?”, digo, mirándome la frente en el espejo. Me meso la barba. Me pongo el pijama.

–La escritora a la que tienes que entrevistar, Milena Busquets.

Sí, sí, digo ojeando algunas fotos de la autora en Google. Tiene un no sé qué que qué sé yo. Desde que leí, adolescente de mí, En brazos de la mujer madura, ando flaqueando por las mujeres que son mayores que yo, cuanto más mejor.

“Molaría echársela de novia”, dice mi hermano. Le miro sorprendido. Y su novia se echa a reír. No sé si se ríe de él o si se ríe de mí. Puede que de los dos.

Me encierro en mi cuarto, y me tumbo en la cama libro en mano, pensando en mis cosas. Lo reviso un poco, lo giro, lo palpo. Es una edición bonita. Me iría bien a mí una así para mis futuras novelas, sopeso con cierta megalomanía digna de las doce de la noche. Lo abro ya abandonado a la intimidad entre él y yo. Y tardo bien poco en dejar que se me escape alguna risa, cuando Blanca, protagonista de la novela y álter ego de Milena, dice en el entierro de su madre: «Recuerdo cuando estaba de moda no creer en Dios. Ahora, si dices que no crees en Dios, ni en Vishnu, ni en la madre tierra, ni en la reencarnación, ni en el espíritu de no sé qué, ni en nada, te miran con cara de pena y te dicen: Cómo se nota que no estás nada iluminada».

El jueves por la tarde, ya he terminado de leer la novela. Y estoy invitado a un cóctel de Cooltural Plans, en la calle Alameda 5, galería Ponce + Robles, donde hablará de su libro Milena Busquets, precisamente.

–¿Qué tal esta camisa? –le digo a mi hermano pequeño.

–¿Para qué?

–Para el cóctel, para Milena –respondo serio, como si fuera una obviedad.

Salgo de casa con tiempo de sobra. En el coche va sonando música variada, mi lista de reproducción del móvil. Tarareo alguna canción de Estopa, mi madre me mira de reojo. La dejo en Majadahonda, en casa de una amiga. Enfilo la carretera de A Coruña con salero, pero el atasco de entrada al centro de Madrid a estas horas no es tontería, y me revienta el salero. Soy de esas personas que, en un atasco, dejaría el coche allí mismo y se echaría a andar a cualquier parte, y al carajo con todo. Mierda, voy a llegar tarde, pienso. Y después, cuando creo ir a conseguirlo, tengo que atravesar Gran Vía, donde paso parado casi una hora. Me dedico a mirar a los conductores de otros coches, a intentar coquetear con una rubia que conduce un Ford blanco. A pensar posibles preguntas para la entrevista del día siguiente con Milena.

¿Y hacia dónde dirigir la conversación? He leído todas las entrevistas suyas que he encontrado, tantos artículos de su blog o publicados en El País que, junto a con su libro, me dan la sensación de que la conociera de toda la vida. Hablo de ella a familiares y amigos como si fuéramos íntimos: «No, es que a Milena y a mí ya no nos gustan esos ambientes», o «es que a Milena y a mí no nos gusta ir de artistas». Casi llego a considerar que parte del éxito de También esto pasará es mío. Éxito, que, por cierto, creo entender. Porque es una novela que me gustaría tener en la librería de mi casa cuando fuera mayor, por si necesitara consultar cualquier cosa sobre la vida, la familia, la amistad, el sexo o la muerte con mi amiga Milena. Ya decía Martin Amis que los libros son viejos amigos que uno tiene siempre a mano.

A la altura de Callao, bajo la ventanilla, los coches no avanzan y fuera hace frío. Las calles están llenas de gente. Miro los juegos de luces, las vallas publicitarias. Sigo intentando coquetear con la rubia del Ford blanco, pero su carril avanza más despacio. Que intento quedarme parado todo lo que puedo, esperando, pero los coches que vienen por detrás me pitan, y no entienden del amor a primera vista.

Voy pensando en Milena. Recuerdo algo leído; que la primera vez que le enseñó una redacción del cole a su madre, ni la leyó y le dijo que no le enseñase nada más hasta que tuviese mil páginas escritas, “que menos que eso no era una tentativa seria”. Pero es imposible oír o leer a Milena refiriéndose a su madre y no cogerle a ésta también un cierto aprecio.

No encuentro sitio para aparcar. Pablo me escribe, ya ha llegado al evento, mucho antes que yo, y doy vueltas y más vueltas a la zona, para terminar dejando el coche en un parking. Cuando salgo ando deprisa. Me pierdo entre las calles cercanas a Atocha. Y llego una hora y media tarde, y acalorado, y Milena ya ha empezado a hablar. La sala, blanca, muy iluminada, está llena. Mujeres y hombres. Todas las sillas ocupadas. Algunos, como Pablo y yo, de pie, atrás del todo. La puesta en escena, bonita, se convierte en una agradable tertulia, divertida e interesante; una conversación entre la escritora y el público asistente.

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Milena estudió Arqueología en Londres. A su vuelta, se vio en Barcelona con 22 años y sin trabajo, y lo más sencillo fue pedirle empleo a su madre. Entró al mundo editorial llevando cafés y abriendo puertas. Conoció a mucha gente. Conoció a Gil de Biedma, entre tantos otros. De Carlos Barral cuenta que, siendo una niña, él siempre se le acercaba a preguntarle si le había venido ya la regla. Admira a Ana María Matute, y dice de Ana María Moix que es una de las mujeres más simpáticas que ha conocido nunca.

Le gusta la moda. Su madre decía que la elegancia era cosa de aquí arriba (señalo la cabeza) y no de la ropa que uno llevara. «La ligereza es una forma de elegancia», escribe Milena, y lo demuestra. Su madre fue su gran amor. Claro, para sus otros amores, sus ligues, era aquello todo un panorama, «que a veces nos íbamos de viaje los tres. Mi novio, yo y mi madre. Durante una época, yo vivía en un sexto piso y mi madre en el quinto, y ella tenía llaves del mío. Estando con mi exmarido en mi cuarto, revueltos entre las sábanas como cualquier domingo, entró mi madre en mi casa, y se nos sentó en la cama, como si nada, y se puso a hablarnos de dinero».

Le gusta el cine. Mucho. «Si no tengo cerca un cine, un supermercado las 24 horas, y un montón de desconocidos, me angustio», leo en su libro. Y hablando en la galería, reniega de aquellos que se creen superiores por leer más que los demás. Por el ambiente en el que ha crecido, cuenta, no le gustan los impostores ni todo aquel que se las da de intelectual. Habla con cierto desencanto de las miserias y rivalidades del mundo editorial, también de lo bonito, pero terminó por alejarse porque consideró que no era algo que ella hubiera elegido. «Creo que se puede ser feliz sin leer. A mí me gusta más ir al cine que leer. Y no me importan los cinco que escriben en Babelia. Nos tienen que importar Proust, Capote, Fitzgerald, Camus. A mí me preocupa que alguien, hombre o mujer, dentro de cien años, lea mi libro y lo entienda».

Y en su blog defiende los móviles y Facebook. Considera que Proust se habría pasado la vida en Facebook.

Cuenta que, en su casa, el ponerse enfermo estaba muy mal visto. «Mi madre lo consideraba cosa de débiles». Cuando en su juventud le dio apendicitis, aguantó retorcida de dolor en la cama mientras su madre le decía que eso era cosa de la regla y una tontería; tuvo que llegar su madrina a casa para darse cuenta que «tenía la cara verde». En el hospital vieron que aquello era una peritonitis de campeonato. «No me morí de milagro», cuenta Milena muerta de la risa.

Dice que, quizás por ello, quizás por educación, intenta dar siempre la mejor versión de sí misma, intenta no dejarse ver en sus horas bajas. Tal vez no lamentarse en demasía delante de los demás. «Aunque esto puede que esté mal», añade. «Me sale por educación». Para su madre, cuenta en el libro, lo único que excusaba cualquier tipo de comportamiento, por extraño que fuere, era el estar enamorado. Si un camarero no la atendía adecuadamente, y se enteraba de que estaba enamorado, lo disculpaba enseguida.

Habla con naturalidad, simpatiquísima. Cuando un hombre de la sala levanta la mano para decir que el libro le ha decepcionado un poco, ella bromea y dice: «Siguiente pregunta». Se gira y le susurra en alto a la moderadora: «¿Pero quién ha dejado pasar a este tío?», y todo el mundo se ríe, y ella se disculpa con el hombre y le escucha en su siguiente pregunta.

Ni falta le hace ser feminista, dice. Confía mucho en que las cosas ya están cambiando, en el futuro, en las generaciones venideras. Su madre solo le dio un consejo en cuanto a esto: «No dejes nunca que un hombre te mantenga».

–¿Escribes por necesidad? –pregunta alguien.

–Sí, sí. Se podría decir que sí. Aunque intento inculcar más a mis hijos el sentido del humor y la humanidad, que el tener que leer novelas o escribir; intento estar más pendiente de jugar con ellos por el suelo que tener que escribir otro libro. Puede que escriba otro más, pero puede que no. No si no me sale. Creo que hay que escribir si te sale de verdad, si es algo que solo tú puedes contar y necesitas hacerlo. Cuando llevaba 40 páginas de También esto pasará, seguía escribiendo pensando que me daba igual que se publicara o no, necesitaba seguir escribiendo. No hay que tenerle miedo a escribir. Hay que tenerle respeto, porque te pones y ves que es muy jodido. Yo he llorado alguna vez al ver que no me salía lo que quería contar. Y además hay que saber que hay libros buenísimos que venden solo doce ejemplares.

Detesta los rollos esotéricos, leo en su libro, y dice no creer en esas cosas.

Miro mi móvil, a ver qué frases de su libro tengo anotadas. Hay muchas que me han gustado, y recupero una de ellas que me gusta en especial: «He intentado, intento, sin demasiado éxito, que mi cabeza sea un templo, pero el cuerpo debería ser siempre un parque de atracciones».

Durante la charla, me recojo de vez en cuando hacia las patatas fritas. Picoteo. El tipo del catering, con el delantal puesto, alza la voz y dice, con todos escuchándole, que, cuando le dijeron que asistiría a una tertulia literaria, pensó que sería un rollo. Pero que aquello le había encantado. La gente aplaude. Yo vuelvo donde las patatas fritas.

Milena se levanta y se deja rodear por cualquiera, firma algunos ejemplares de su libro. Pablo y yo nos acercamos a hablar con ella. Él le recuerda que al día siguiente, viernes, habíamos solicitado una entrevista con ella, y le da un ejemplar de Negratinta. Milena la abre y mira sus páginas, sonríe y da las gracias. Tiene muchas pecas y la piel clara. Mira fijamente a los ojos. Me presento y le hablo de su libro, de lo mucho que me ha gustado. No quiero que parezca que le hago la pelota, pero supongo que es lo que parece.

Y sobre la entrevista, ella nos dice que quizás puede hacerse, que a las seis de la tarde se marcha a Barcelona, pero que por la mañana deberá buscar un hueco. Genial, genial. Milena nos pide un número de teléfono, dice que, si al final puede, nos escribirá.

Nos vamos confundidos, yo daba por sentada la entrevista. Maldita sea. Al salir le digo a Pablo que lamento no haber llevado el libro, le habría pedido una firma.

–Yo no soy nada mitómano en ese sentido –dice él.

–Supongo que yo sí.

Le invito a cenar unos pinchos y unos huevos rotos con jamón. Yo pido dos cervezas, él vino blanco. Me paso por Tirso de Molina a ver a una chica, a la que he conocido en uno de esos chats de ligue baratos. Compro unas cervezas y subo a su piso. Es la primera vez que la veo. Nos ponemos la película Hacia rutas salvajes. Le hablo de Milena Busquets. Y le digo que me enseñe la impresora de su habitación, mientras pienso que jamás en mi vida había usado una táctica así. Me revuelco con ella por su cama como un quinceañero. Y al final me echa, que tiene que dormir. Me borro, andando por su calle, de los chats de ligue baratos.

Cuando llego a casa, tarde, me doy cuenta de que no tengo llaves. Llamo a mi hermano gemelo, tiene el móvil apagado. Llamo a su novia, no lo coge. Llamo al pequeño, no lo coge. Mis padres tampoco. Me quedo sentado en el coche un rato, casi media hora. Llamo a un amigo y hablo con él, le cuento un poco mi noche. “Cuélate por la ventana de la cocina”, me dice. Lo intento, no puedo, pataleo en el aire como una ballena varada.

Al final llamo al timbre, no abre nadie, ni siquiera los perros ladran, como hacen siempre. Vuelvo a llamar al timbre. Nada. A la tercera, escucho pasos. Son las tres de la madrugada. Mi madre me abre en camisón, más dormida que despierta.

Por la mañana, tengo un mensaje de Pablo: “Sin noticias de Milena”. Joder.

Al mediodía, coincido con mi madre en el sofá. Me pregunta por qué no tengo llaves de casa.

–Llevo años sin tener. Las perdí, y al final nunca me acuerdo de hacer una copia –explico.

–¿Y cómo entras en casa?

–No lo sé. Siempre coincido con alguien.

Y le digo que me niego a quedarme así, que pienso escribir algo sobre Milena Busquets. Y que mañana me marcho, me marcho a Portugal, a Oporto.

Se ríe, pero lo de Oporto no le hace tanta gracia.

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