Ilustración: Carlos Santiago

Lomu

No hace demasiado tiempo que jugué por primera vez al rugby, y sin embargo tengo algo de nostalgia al recordar. Me acuerdo de ir con lo puesto y no llevar siquiera lo que se presupone estrictamente necesario, como es el protector bucal o unas botas de tacos. Me acuerdo del sol templado de octubre percutir desde el horizonte de Cantarranas, en ese mirador improvisado que se abre más allá de los postes y del césped lampiño. La imagen de ese campo da que pensar que se trata de un paisaje derruido, cuando en realidad es uno de los más significativos del rugby español. No conozco un terreno que haya alumbrado tantos jugadores de rugby como Cantarranas; tampoco con un sistema de drenaje tan atrasado. Pero venía contando mi primera experiencia, que no fue tan temprana pero sí torpe y sincera. Me movía en aquel plano con una torpeza absoluta y, en medio de aquella perplejidad, del rugby tan sólo conocía el nombre de Jonah Lomu.

Lomu era la única referencia para los que nos descubrimos en el rugby ya mayores y sin experiencia alguna. A veces esa referencia no era más que un nombre en sí mismo para muchos o, si acaso, una imagen de coloso para algunos. Era equiparado con Zidane por aquellos que venían del fútbol con una demanda de absolución; con Jordan por los baloncestistas que llegaban desorientados; e incluso con Rocky Balboa por quienes aterrizaban en el rugby sin las más remota idea de en qué consistía este deporte.

Nos recuerdo a unos y a otros mirando los primeros partidos desde la grada, no entendiendo nada de lo que tenía lugar en el terreno de juego. Jugaban los que sabían o tenían algo de experiencia, que por entonces no eran muchos, y, aunque no llegábamos a comprender las acciones del juego, apoyábamos todas las jugadas que nos hacían enfervorecer con el mantra de «¡ése es como Lomu!». Nada importaba la índole de la faena: el origen de nuestro asombro podía encontrarse tanto en la contundencia de un placaje como en el virtuosismo de un quiebro o en la mera culminación de un pase. No sabíamos qué es lo que hacia grande a Lomu, pero nos embelesábamos relacionando sus habilidades con cualquier demostración de técnica, por simple o mínima que fuera.

Bastaron algunos terceros tiempos para adquirir cierto bagaje y constatar que Jonah Lomu vino a ser para el rugby lo que la Revolución Industrial a la historia. Para entender que en 1995 reventó el rugby con sus medidas de armario empotrado (1,96 metros de altura y 120 kilos de peso), insólitas hasta para un deporte que ya por entonces requería de unas condiciones físicas muy exigentes. Había además de intimidación lógica una eficacia mecánica en aquel cuerpo de coloso.

A medida que avanzábamos en el rugby íbamos conociendo los nombres de más jugadores, pero siempre apelábamos al suyo para acentuar el esfuerzo y valor de las hazañas que raramente presenciábamos en Cantarranas. Pero ninguna es comparable a la revolución que protagonizó el 8 de junio en la Copa del Mundo de 1995 cuando, convertido en tanque, anotó cuatro ensayos frente a Inglaterra en las semifinales. Aquel momento salta intacto a la memoria: la jugada en la que Lomu, trastabillado por un intento de zancadilla francesa, arrolla al ’15’ inglés, Mike Catt, antes de posar el balón sobre la línea de ensayo. Frente a la tristeza que le provocaba a Borges pensar que tal vez no tenemos recuerdos verdaderos, la cadencia de aquel lance permanece bien nítida en el imaginario colectivo de propios y extraños al rugby.

Fueron tan imperiosas las carreras que emprendió Lomu aquel Mundial, tan vastas sus percusiones, que parecían no tener intemerata y con frecuencia se resolvían en ensayo. Sólo hubo una piedra que no pudo salvar en el camino hacia la copa Webb Ellis, y fue tener que jugar la final contra una Sudáfrica que se enfrentaba a la Historia. “En la final no había 80.000 personas en el estadio, había 44 millones”, declaró años después un Lomu que reconoció haber sido muy influenciado por la figura de Nelson Mandela.

A Lomu le bastaron cinco partidos en el torneo (descansó en el último encuentro de la primera fase contra Japón) para reventar las costuras de un mundo oval que en aquellos años guardaba una forma más local que global. El predominio de sus capacidades físicas deslumbró al público internacional y las naciones del rugby decidieron dejar de lado el romanticismo para profesionalizar el oval. Pero su juego no fue la única motivación. Probablemente las cifras alcanzadas durante el Mundial, en términos de beneficios y de espectadores, ayudaron a la hora de tomar la decisión.

Incluso los que entramos no hace tanto tiempo sabemos que entre el rugby clásico y el moderno media la figura de Jonah Lomu. La intemporalidad de su talento natural hace creer que, de entre los jugadores del rugby amateur, sería unos de los pocos, sino el único, capaz de resolverse en el juego actual. Veinte años después el juego ha evolucionado hacia unos niveles físicos inusitados.

Igual que ahora entendemos que, sin Lomu, el mundo del rugby no será lo que fue. Que en realidad dejó de serlo hace veinte años, cuando su sombra de montaña comenzó a dominar sobre unos campos que todavía eran diletantes. Su pérdida lleva aparejada la disipación del espíritu independiente en un juego cuyo origen se encuentra en un acto desafiante pero entusiasta. Los orígenes del rugby, tal y como recoge en sus principios rectores, son los de un deporte amateur, y bajo aquel halo de amateurismo se desarrolló hasta el Mundial de 1995. En la memoria de aquel Mundial permanece la imagen de una Sudáfrica reconciliada por Nelson Mandela y la de un joven que, con apenas 19 años, logró cubrir la distancia con respecto al profesionalismo en una sola de sus zancadas. Aquel joven se llamaba Jonah Tai Lomu.

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