Cuando uno tiene poco dinero y ha de buscar un sitio donde vivir, pongamos por caso un apartamento de alquiler, lo primero que se recomienda es que desactive el gen que nos vuelve violentos. De lo contrario se pegará un tiro o matará a alguien después de ver lo que le enseñan los osados propietarios –algunos, no todos, loros amaestrados que usan frases tipo para bajar expectativas– o la persona de la inmobiliaria a la que le ha tocado el marrón.

La clave reside en estas dos palabras: vivienda digna. Podría decirse que, al ser un derecho universal, la idea que nos hacemos es una imagen muy clara del concepto en sí, aunque luego se comprueba que el significado lo adapta cada cual según le conviene, llegando a extremos que dan vergüenza. Cuando lo que nos muestran no se ajusta a lo que es digno por definición, cabe la posibilidad real de que uno estalle y lance improperios como balas, que no ha sido el caso por respeto a las formas, pero había razones a puñados para desahogarse con quien pretendía vender lo invendible. Porque a ver, razonemos un momento: un habitáculo de quince metros cuadrados en forma de ele, sin mesa ni sillas ni nada cómodo a la vista, y donde por cama hay un catre hundido, es legítimo decir que no es una vivienda digna ni para quien solo vaya a dormir; treinta metros abuhardillados hasta la línea del suelo y con una única ventana que da a una pared del edificio de enfrente, distante solo dos metros, no es digno para nadie; un trastero que han querido «habilitar» –ilegalmente, ni que decir tiene– para sacar tajada tampoco es, objetivamente, una vivienda por la que se pueda cobrar. Más bien tendrían que pagar si encuentran a alguien con el valor de enterrarse en vida en un sitio insalubre por el calor o el frío que va a pasar, por la falta de metros, por la angustia que le cause sentirse enjaulado como un animal. «Lo tenía rehabilitado para mi hija pero ya no le hace falta», han llegado a inventarse. ¡Mentira! Usted no metería ahí a su hija ni a nadie a quien estime.

Se ve de todo y de muchos tamaños, gotelé a punta pala y espacios monocromáticos, olores a grasa, a humedad, a cañería, sitios que no se han rehabilitado desde la posguerra, baños inmundos, cocinas ridículas dentro de un armario del pasillo, ventanucos en vez de ventanas, pisos sin muebles queriendo pasar por amueblados… Sirve la experiencia para hacer un máster sobre despropósitos, sobre mal gusto, sobre imposibles.

Del otro lado y si el presupuesto se estira se ven suelos de mármol y ventanas panorámicas que dan a un jardín con árboles en un patio interior muy grande al que se puede bajar a leer, si uno quiere.

Pero, mira tú por dónde, también hay gente que usando los cinco sentidos –más el común– ajusta sus inmuebles al concepto de digno, y de largo, porque todo ha de haber en la viña del señor, incluyendo a los ateos. A punto de perder la fe en el ser humano, se encuentra un apartamento de buen tamaño, bien distribuido, recién pintado, amueblado al detalle (hasta tiene estores en un color suave), con electrodomésticos cromados, limpio a conciencia (huele a melocotón), alegre, tranquilo y con mucha luz (se nota que los dueños han vivido en él). Ahora diréis, por poner una pega que le quite mérito, que seguro que es privativo. Pues no, la verdad sea dicha. Está dentro del precio de mercado y más si se tiene en cuenta su ubicación, en el centro, a dos minutos de la Puerta del Sol. Entonces, ¿qué más se puede pedir después de visto lo visto? ¿Tal vez buenos vecinos? Seguro que cualquiera se conforma con que no sean los de Aquí no hay quien viva. No se puede pedir más esta vez.

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