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Querido Sr.Presidente del COI,

Ni esto es una carta formal ni creo que usted vaya nunca a leerla, pero me gustaría informarle que somos muchos y cada día somos más. Hablo de los afectados por un virus llamado fútbol sala, de los enfermos que hacemos malabarismos horarios para poder ver los partidos del Mundial y, en definitiva, de los que nunca tenemos tiempo para leer, ir al cine, hacer la compra o apuntarnos a un curso de inglés pero inventamos las horas que no existen para entrenar, jugar o simplemente ver un partido de fútbol sala. ¿Por qué? Eso me propongo explicarle.

Supongo que todo empieza en el patio del colegio, de pequeños. Con cuatro o cinco años alguien saca una pelota de plástico más abollada que una patata y se pone a dar patadas al balón; no hay distinción de camisetas, no hay líneas pintadas en el campo y no hay nada más que dos mochilas imitando los postes de una portería. Día tras día, recreo tras recreo, la historia se repite: terminar la clase, coger el bocata que ha preparado la abuela, salir al patio, esperar que te escojan en el equipo del bueno y a jugar. Y cuando termina el colegio, lo mismo pero en la plaza del pueblo, en una calle sin coches o en un descampado. A veces no hay ni pelota, simplemente se juega con un papel de plata semiesférico. No importa si se llama fútbol sala, fútbol de recreo, fútbol indoor o simplemente “fútbol”. Eso es lo de menos, ya que para un niño jugar a eso durante un rato solo tiene un nombre: felicidad. Presión individual asfixiante cuando no se tiene la pelota, los atacantes defienden, los defensas atacan y cuatro chavales jugándoselo todo en un espacio más pequeño que el cuarto de baño de una pensión barata.

Algunos años después, mientras la televisión bombardea las cabezas infantiles con información las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana hablando de los ídolos futbolísticos, llega el momento de apuntarse al equipo fútbol sala de la escuela, el barrio o el pueblo. Se trata de ser como ellos, de conseguir también jugar algún día en el Camp Nou o el Santiago Bernabéu, llenar portadas de periódicos y tener coches que solo existen en el Gran Turismo, pero en Valencia, Madrid, Murcia, Sevilla o Barcelona por cada campo de fútbol 11 que hay en la ciudad existen 200 patios de fútbol sala. Entonces, una tarde, llega el primer entrenamiento de eso llamado “fútbol sala” y un entrenador dice que allí juegan solo cinco, no once; que allí no se juega con tacos, sino con suela lisa; que allí se saca con el pie, no con la mano; que allí el balón es pequeño y duro, no como los de casa. Dicen que juegues a dos toques, que hagas pases en paralelo o que busques pases diagonales para romper líneas de presión. No se entiende nada y sólo existen las ganas de jugar sobre césped y chutar faltas por la escuadra como en el modo entrenamiento del Pro Evolution Soccer. Años más tarde, en cambio, ese entrenador ya no es un entrenador, sino un maestro, el gurú capaz de poner orden a cualquier sistema táctico anárquico por antonomasia, el ingeniero de sueños que construye líneas de pase con escuadra y cartabón, el loco que enseña a tocar y cortar para crear triángulos ofensivos y, sobre todo, el pesado que sueña con rombos y cuadrados cuando se va a la cama.

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Ahora, mientras muchos critican la gentrificación y la mercantilización del fútbol moderno, el número de jugadores federados de fútbol sala crece cada día más en países como España, Italia, Portugal o medio continente sudamericano. Mientras los estadios de fútbol se llenan de turistas y los auténticos aficionados deben refugiarse en los bares por culpa del fútbol televisado de pago, centenares y miles de pabellones de fútbol sala se llenan semana tras semana para ver partidos dónde jugadores anónimos de equipos anónimos ofrecen algo tan simple como puro espectáculo. Da igual si es un partido de alevines o de juveniles, da igual si es femenino o masculino, són los enfermos que entrenan al aire libre en pleno invierno y llegan a casa a las doce de la noche, los locos que se pegan 200km cada dos semanas para ir a jugar dónde Cristo perdió la zapatilla pagándose los peajes de su bolsillo y vistiéndose de corto para saltar a la pista y regalarnos cinco –o diez, o quince– ataques por minuto, una construcción de juego ofensiva digna de una plasticidad artística, jugadas de estrategia que dejan con la boca abierta, regates de película o remates acrobático. Aunque parezca mentira, en una pista de 40mx20m todo es auténtico y es real, nada más que creatividad en estado puro sin truco y sin engaño. Fuera de ella, mientras las estrellas del fútbol se preocupan más por su vida privada y sus cuentas de Instagram, los jugadores profesionales de Primera División salen de jugar sus partidos y se paran en el bar de enfrente para tomarse un refresco, charlar con sus amigos, saludar a los aficionados y hacerse fotos con chavales de diez años que les adoran y saben que sus ídolos, no hace demasiado, también eran chicos anónimos que soñaban con hacer lo que ahora hacen: jugar divirtiéndose. Sin focos, sin cámaras y sin flashes, en Santa Coloma de Gramenet, Lugo o Alcalá de Henares, en el barrio de Canal Ventoso de Lisboa o en las afueras de Roma, el fútbol sala se ha convertido en el refugio y pasión de todos los que algún día, de pequeños, empezaron a hacer deporte gracias a dos porterías, un balón y las cuatro paredes de un recreo.

Somos muchos y cada día somos más los que no queremos encontrar antídoto a este virus, créame. Así pues, ¿no cree usted que no considerar el deporte del pueblo una disciplina olímpica es un poco contradictorio, Sr.Presidente?

Atentamente,

Un enfermo más, como tantos otros.

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