La alegría en casa del pobre dura poco tiempo. Incluso en el fútbol. Lo hemos visto miles de veces, pero nos resistimos a creerlo. Cerramos los ojos y apretamos los puños, deseando que esta vez no ocurra, que el disparo de la estrella rival se vaya fuera, que el partido acabe como está. Soñamos despiertos para que se rompan las jerarquías porque sabemos que el césped es el único lugar en el que eso puede ocurrir cuando hay un balón de por medio. Hace un par de días había once iraníes detrás de la pelota. Todo el equipo: los diez de campo y el portero. Podríamos decir, incluso, que todo un país de casi 80 millones de habitantes estaba entre el esférico y la portería. Irán era una muralla de piernas, huesos y músculos entonando el ¡no pasarán! a un enemigo vestido de albiceleste al que habían acribillado a ocasiones de gol. Se merecían el empate contra Argentina y solo faltaban unos segundos para lograrlo. Era el premio mínimo a la rebeldía de decirle al gigante «¡eh! ¡que nosotros también sabemos darle patadas a esta cosa redonda!» Si no llegaba la victoria, al menos que el marcador se apagara igualado para contárselo un día a los nietos. «¿Te he contado ya que casi les ganamos a los argentinos en Brasil?», les preguntarían a sus pequeñajos de cara morena entre sorbos de un té bebido en Teherán.

Pero entonces llegó él. Cuando no quedaba tiempo para nada, llegó él.

No enamorará fuera del campo. No dejará titulares, de eso ya se encarga su padre, ese genio de las finanzas. Le faltarán el carisma de Maradona, la inteligencia para los negocios de Cruyff, la samba de Romario, la mala leche de Stoichkov, la sonrisa de Laudrup, la cabezonaría de Schuster o el corazón de Koeman. Le faltará todo eso, pero es el mejor extranjero que ha vestido la camiseta del Fútbol Club Barcelona. Seguramente, el mejor futbolista que se ha vestido de blaugrana. Básicamente porque el 90% de su cerebro solo piensa en jugar, una actividad compuesta por tres movimientos: driblar, chutar y marcar. ¿Qué más da que no sepa hilar tres frases seguidas si cuando acuna el balón entre sus botas es capaz de fabricar una obra de arte que hace olvidar a cualquiera que Irán merecía al menos empatar ese partido? Pim, pam, pum, golazo. Un obús desde la frontal perfectamente medido. Es probable que no sepa resolver una ecuación, pero sabe poner la pelota donde el guardameta nunca llegará a cogerla. Imparable. Impagable. Como una canasta de Jordan en el último segundo de la tercera prórroga. Como un golpe de riñón de Merckx en el metro final de una clásica de primavera. Como la brazada asesina de Phelps que toca la pared de la piscina y agarra la enésima medalla de oro en unos Juegos Olímpicos.

Reventó los sueños de Irán y los relatos de los periodistas que escribían en las cabinas de prensa de Belo Horizonte, pero ni rivales ni cronistas podrían resistirse a darle las gracias a Leo Messi. Los periodistas se hicieron con una buena imagen para titular sus noticias y los once iraníes con una gran anécdota para explicarle a sus nietos en el Teherán de 2050. El zarpazo de la Pulga ya es historia mundialista.

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