De repente, un insecto resuelve el mayor enigma de la actualidad política. Piénsalo. El Presidente declara cosas, cae en errores gramaticales, escupe en la pantalla de tu televisor: su cara transmite una especie de estulticia, pero sospechas que es una pose, intuyes su mala idea y notas bullir, del estómago a la nuca, un ansia insana de rebelión. Espera, no digo que Rajoy sea un bicho (no me he desanudado tanto la mordaza); digo que un insecto puede ayudar a comprender la raíz del desprecio de la gente.

Me explico. El verano expele su sopor desde los tabiques y el terrazo. Por las noches se forma una rivera de sudor en la junta de la papada con el cuello, cuesta dormir. En las habitaciones caldosas los moquitos merodean a su gusto. Cuando por fin resbalas al sueño, un sonido agudo de hélice zumba en tu oreja, te manoteas la cara, pero regresa al poco. Zzzsssss, zzzzsssss. Golpeas el interruptor, te incorporas. “En cuanto lo vea, lo reviento”, piensas. Sin embargo, el intruso no aparece. Te acuestas de nuevo. A los pocos minutos: zzzsssss, zzzsssss. Enciendes de nuevo la luz y adviertes que te ha inflado a picotazos. Rabias, enclavijas los dientes, preparas la palma de la mano, pero la criatura se ha esfumado.

Nos humilla y nos desquicia esa incapacidad de responder ante los ataques, esa dificultad de localizar al autor de tu dolor. Rajoy empezó la legislatura aguijoneando el lomo del pueblo cada viernes, en los Consejos de Ministros, y cuando la gente volvía la cara no encontraba más que el rastro de un espectro, un rastro con cara de sáenzdesantamaría. Los ciudadanos encendieron la luz, pero la mayoría absoluta desenroscaba las bombillas.

Para colmo, si el responsable último del acoso no es ya suficientemente esquivo, el equipo de gobierno interpreta las medidas como si descendieran del Sinaí, como fenómenos atmosféricos que no dependen de la voluntad humana. A veces, Rajoy imita la nocturnidad de los insectos y nombra a un ministro cerca de la media noche.

Cuando uno sufre y busca al culpable de su malestar, desea, quizás por orgullo, toparse con una criatura maléfica y aterradora. Sin embargo, Mariano se coloca delante de una cámara y los párpados le espasmean con desorden, se le descoordinan las cejas, sus gafas quieren descabalgarse; siempre está abriendo, entornando, afinando los ojos como si un par de cataratas le nublaran las pupilas y le impidieran enfocar las cosas. Tal vez por eso nunca mira la cara de los ciudadanos.

El Presidente, el pobre, se pone nervioso delante de los periodistas y huye o se le escapan frases como “ETA es una gran nación”. Quizás le dé miedo que los españoles analicemos el matojillo de estopa deshidratada que se peina hacia un lado, a lo mejor le preocupa que detectemos con demasiada nitidez la calva de su coronilla. No sé, son especulaciones.

En cambio, hay momentos en que nuestro líder se gusta y se le sube el gracejo (la otra noche un ejemplar minúsculo bailó delante de mi cara, zzzssssss, zzzssssss, burlándose). Suele ocurrir en el Congreso. Un par de horas antes uno ya adivina que va a jugar a la ironía porque se le pone una cara como de Marhuenda echado al vino.

Mariano se encoje de hombros en su escaño, mira a sus compañeros que pollean sin tapujos, que se carcajean, y él se crece, sube al estrado y se hace el tonto para menospreciar al contrincante, aunque no por eso parece más listo luego. Da gusto ver cómo se le ríen los huesos cuando le aplauden, cómo le crece el blanco de los ojos. Entonces se anima mucho y se zambulle en una suerte de cachondez discursiva… Eso cabrea mucho a quienes sufren y él seguramente lo intuye. Lo que desconoce es que nos damos cuenta, cuando dice “sseoríasss” o “losss chuchesss”, de que hay en su voz algo que resulta familiar, algo semejante a un zumbido o a un silbido de hélice.

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