El historiador Nicolás Sánchez-Albornoz (Madrid, 1926) fue el primer director del Instituto Cervantes y ocupó cátedras en universidades argentinas, estadounidenses y españolas. Firme defensor de la democracia, el hecho más emblemático de su biografía supuso todo un desafío a la represión franquista. Preso por unas pintar proclamas demócratas en las paredes de la Complutense, fue conminado a trabajos forzados en el Valle de los Caídos. Allí ocupó un lugar en las oficinas que administraban la construcción del mausoleo del dictador, pero consiguió escaparse junto a su amigo Manuel Lamana. Llegaron a Francia sin ser capturados. El suceso sigue sorprendiendo casi 70 años después de haber ocurrido. De esa aventura y otros muchos temas actuales y pasados charlamos con Sánchez-Albornoz, un anciano de memoria prodigiosa, en su domicilio de Madrid. Os dejamos un adelanto del diálogo. La entrevista completa la podréis leer próximamente en el primer número en papel de Negratinta, que podéis adquirir en nuestra tienda online.

–El Valle de los Caídos (o Cuelgamuros, si atendemos a su toponimia oficial) fue un ejemplo del trabajo esclavo de la posguerra. La destrucción de la Guerra Civil provocó una necesidad de mano de obra que se solventó empleando a los presos políticos. El régimen lo disfrazó como “liberación de penas por el trabajo” e incluso se asignaron sueldos míseros. Mucha de la obra pública levantada en el franquismo data de aquella época.

–A pesar de todo, Cuelgamuros era un lugar ‘mimado’ por la dictadura. Cuando uno se refiere a la dureza del trabajo de los presos hay que ir a las construcciones de los ferrocarriles, como la línea Madrid-Burgos, los pantanos, o el Canal del Guadalquivir, una obra que duró años y donde tuvieron que remover una cantidad de tierra inusitada. Había dos trabajos duros en Cuelgamuros: la excavación de la cripta, perforando el granito a base de picar y dinamitar (que provocó muertes, más de las catorce que reconocieron los franquistas, y muchísimas enfermedades pulmonares por culpa del polvo que se levantaba), y el que hizo el destacamento encargado de construir la carretera de acceso al valle, que se trazó a pico y pala. ¿El monasterio? Tenía la dureza de cualquier obra arquitectónica.

–En Cárceles y exilios logra separarse de su propio sufrimiento para reflejar el de quienes lo pasaron peor. ¿Cómo se consigue ese enfoque al escribir sobre lo vivido?

–No soy un llorón, hay otros que se dedican a pasar por el mundo diciendo: “A mí me ha tocado todo” [ríe]. La perspectiva de historiador me sirve para poner cada época en su contexto desde las vivencias de los demás y para buscar información sobre los hechos que narro. Por la misma cárcel pasaba gente que había estado en muchos lugares. Más duros que los trabajos forzados eran los fusilamientos. Esa amplitud de hechos introduce una relatividad en mi experiencia personal que se refleja en el libro.

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–¿Tenía miedo el día que se escapó del Valle de los Caídos junto a Manuel Lamana? Fueron los únicos fugados en no ser detenidos y fusilados. Ustedes consiguieron llegar a Francia.

–[Piensa unos segundos, buscando las palabras] Creo que no. En ese momento, la cabeza está puesta en la acción, en cómo hacer las cosas y en evitar ser cazado. Hay una concentración total que deja el miedo al margen. El cerebro rechaza al miedo porque es inhibitorio. Muy pronto tuvimos constancia del apoyo exterior que íbamos a recibir. Nos vinieron a buscar con un coche y eso facilitó las cosas, nos dio confianza. Una vez, a Manolo Lamana, que escribió la novela Otros hombres, le comenté lo siguiente: “La primera vez que tuve miedo por haberme fugado de Cuelgamuros fue al leer tu novela” [ríe]. Daba la impresión, dada la distancia con la que está escrita, de que hubiéramos vivido una situación muy peligrosa. Y era verdad.

–Fernando Colomo contactó con ustedes dos para contar la fuga en la película Los años bárbaros y le dieron vía libre para que rehiciera la historia sin ser totalmente fiel a los hechos. Lamana no pudo verla al morir antes de que comenzara el rodaje.

–Él leyó el libro de Manolo Lamana y yo le conté la historia en primera persona. A medida que iba hilvanando la acción, Colomo veía que había que introducir o reforzar algunos elementos que no estaban en el relato o aparecían muy levemente. Por ejemplo, convirtió la fuga en una persecución. Para eso hacía falta un perseguidor. Si hubiera conocido al perseguidor de la película [un falangista encarnado por Juan Echanove], entonces sí que habría tenido miedo. Echanove lo hizo muy bien, representó perfectamente al lacayo del régimen. El personaje se basa en una información que tuvimos cuando nos enteramos del Consejo de Guerra que nos declaran al fugarnos. Se dice que un jefe del Sindicato Español Universitario fue directamente a El Pardo a pedir un castigo ejemplar a los fugados. Ahí empezaron a perseguirnos. Luego, Colomo fue añadiendo cosas, algunas de forma muy improvisada, como cuando están arreglando el automóvil –que se estropeó de verdad– con las americanas que les han ayudado a fugarse [la periodista Barbara Probst Solomon y Barbara Mailer, hermana del escritor Norman Mailer] y una señora empieza a recitar la receta de las migas. Así lo improvisó la actriz que participaba en aquella escena, y quedaba también que las migas permanecieron en el montaje final de la película.

Fotografía: Lorena Portero

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