Fotografías: Ismael Llopis (Momo-Mag)

Esta es la historia de cuatro jóvenes que se conocen en el Madrid del final del sueño en el que los españoles creímos ser ricos, democráticos y ejemplares. De cuatro jóvenes que comparten la pasión por el cine y que no amoldan sus mentes a la rigidez de una industria y una educación audiovisual que abrazó tanto el negocio que acabó asfixiando el arte. Esta es la historia de uno de ellos, un loco con raíces del Este de Europa y madre argentina que, criado en varios puntos de Andalucía, llega a Madrid a los 18 y se pone a leer sobre las andanzas de cosmonautas soviéticos perdidos en el espacio mientras buscaban las sendas espaciales que conducen a la Luna o a Marte, la gran ambición roja de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. De un veinteañero, al que llamaremos Nicolás Alcalá, que invierte cinco años de su vida con sus compañeros de Riot Cinema Collective para reunir un millón de euros y rodar en inglés 80 minutos de película entre Rusia, España y Letonia… sin productores de postín y apostando por el crowdfunding como fuente principal de financiación. Esta podría ser la excusa perfecta para escribir una ficción que hablando sobre cine le diera vuelta y media al concepto tradicional de producir, rodar y distribuir una película. Podría serlo, pero, en todo caso, sería una ficción basada en hechos reales. Todo esto ha pasado, marcando un precedente en la manera de entender el cine en nuestro país. Una buena manera de documentarse para redactar ese guión es dialogar durante unas horas con el propio Nicolás Alcalá, tan de carne y hueso como su ópera prima como director, estrenada el 14 de mayo de 2013 en cines e internet, el mismo día en el que se distribuía en DVD. Los nuevos vientos de la cinematografía y del arte huelen a transmedia y es este joven de aquí y allá quien nos lo cuenta en Barcelona, su nuevo hogar desde hace unos meses.

–¿Cuántos años tenías cuando llegaron a tus oídos las historias de cosmonautas soviéticos perdidos en el espacio?

–Debía andar por los 19. Durante un año o dos estuve dándole vueltas a esta historia, haciendo varios guiones de cortos hasta que llegamos al guión del cortometraje que dio origen a El Cosmonauta, un texto que ya tenía a los tres personajes protagonistas definidos. Andrei, Yulia y Stas, tres personas muy diferentes entre sí. Es ahí cuando empecé a leer sobre la carrera espacial rusa y descubrí un mundo apasionante de conspiraciones entre diseños maravillosos. La película acaba siendo un mix entre la parte poética del cosmonauta perdido en el espacio y la carrera espacial rusa de la que nadie había hablado en Occidente hasta ahora. No había nada grabado hasta El Cosmonauta.

–¿Qué tipo de libros leíste para documentarte?

–Lo poco que hay escrito en inglés. Cuatro o cinco libros, por un lado, de un periodista norteamericano que ha escrito mucho sobre las conspiraciones rusas. Se llama James Oberg y sus obras se dedican a narrar las leyendas de la historia espacial de la URSS para desmentirlas o no. La fuente principal de información fue un libro en el que se narra cómo se entrenaba a los cosmonautas en la ciudad de las estrellas que tenían los soviéticos en Siberia. Ahí contaban al detalle cómo era la vida previa al salto al espacio. Además encontré un libro fascinante escrito por un periodista inglés, un tipo que vivió la carrera espacial de pequeño y que, en un momento dado, le tocó entrevistar a uno de los doce cosmonautas vivos que habían pisado la Luna. Estamos hablando del 90 y pico. El astronauta se estaba muriendo, por eso le hizo la entrevista. Gracias a esa casualidad, el periodista tiene una revelación: queda muy poca gente viva que haya pisado la Luna y se dedica a encontrarlos a todos. El resultado fue un libro que explica esa búsqueda junto con las entrevistas y sus propias vivencias de niñez con la carrera espacial.

Por último, tiré de internet. Hay un par de enciclopedias de astronáutica bastante completas. Pero eso fue toda mi documentación de un mundo que desconocía por completo antes de lanzarme con este proyecto.

–¿Qué diferencias crees que hubo entre estadounidenses y soviéticos en el desarrollo de sus respectivas carreras espaciales?

–Estados Unidos tenía un presupuesto astronómico (unos 40.000 millones de dólares) mientras que la URSS trabajaba con mucho menos dinero. Eso influyó mucho a la hora de cómo llegaba cada país a las mismas conclusiones. En segundo lugar, que la URSS fuera un estado comunista y autoritario hizo muy diferente la exigencia que había sobre una agencia y otra. En Rusia podían pedirte que tuvieras listo en solo seis meses el primer satélite que orbitara en torno a la Luna para que coincidiera con el aniversario de la Revolución de Lenin. Muchos de los éxitos que tuvieron –incluido el viaje de Gagarin– fueron forzados por el Politburó pese a que su agencia no estaba preparada y aquellas aventuras entrañaban muchos riesgos. Eso les daba igual porque los fracasos permanecían en secreto.

–Sin embargo, en las primeras décadas de la Guerra Fría eran los estadounidenses los que coleccionaban más fracasos y despegues fallidos.

–Los rusos eran mejores ingenieros y teniendo menos recursos eran más originales. No sé si ocurrió así porque la escasez incentiva la imaginación o porque muchas veces las cosas poco preparadas salen mejor. Obviamente, hay muchos cálculos matemáticos por medio que tienen que cuadrar para que la misión salga bien, pero los rusos tuvieron más suerte en sus apuestas. Quizás eso se debió a que fueron más innovadores.

–Pero es EE UU la primera potencia en llegar a la Luna.

–Eso es circunstancial y tiene que ver con la unificación de agencias que hicieron los americanos a finales de los 50 para crear la NASA, que se encargó a partir de entonces de gestionar toda la carrera espacial con el famoso presupuesto de 40.000 millones. Los rusos, por contra, a imagen y semejanza del funcionamiento del Partido, establecieron multitud de agencias que trabajaban de forma independiente y no coordinada. Cada una dependía de un buró y muchas veces competían entre sí; eso a veces era bueno porque potenciaba el emprendimiento y la innovación, pero llegó un punto en el que la política se metió demasiado por medio. Mi película y el conjunto de cortos que completan la historia hablan básicamente de eso.

Volviendo a la Luna, llegar al satélite era mucho más importante para los americanos que para los rusos, que miraban sobre todo a Marte. Es verdad que llegaron los yanquis a la Luna y a partir de ahí empezó a acabarse la carrera espacial y la Guerra Fría, pero la URSS siempre apuntó hacia Marte.

–¿Por algún motivo en especial?

–Porque es mucho más interesante como objetivo. La Luna estaba ahí al lado. Uno de los cortos está basado en una anécdota real que me contaron en relación a ese interés por Marte. Están los dos protagonistas con Yulia y Andrei, que es el más técnico, es muy pro Marte y Stas, que es el cosmonauta y el más poético, se pregunta por qué había que renunciar a la Luna. Andrei habla de establecer una base de operaciones en Marte y lanzarse a la conquista del espacio; los científicos siempre aspiraban a llegar mucho más lejos. En el corto, en medio de ese discurso más científico de Andrei, Stas le coge la mano a Yulia y le dice: «Señala Marte. Ahora, señala la Luna». «Por eso estamos yendo a la Luna –prosigue el cosmonauta–, la Luna es un lugar que puedes ver. Hay escritas poesías sobre ella, no sobre Marte. Marte es invisible para el hombre». Pero no para un hombre de ciencia, claro. Marte tiene muchas más posibilidades que la Luna, una roca que está flotando ahí al lado de la Tierra.

El caso es que dentro de las cuatro grandes agencias que había en la URSS existía un programa espacial que dirigía Serguei Koroliov, el equivalente ruso al alemán colaborador de los nazis que fichó la NASA después del final de la II Guerra Mundial, Wernher von Braun. En un momento dado, su rival, Vladímir Cheloméi, desarrolla un programa lunar muy bien pensado, sólido y con el apoyo de Kruschev. Le dan dinero y empieza a desarrollar su idea, pero quitan de en medio a Khrushchev y entra Breznév, quien confía en Koroliov para la carrera lunar. A pesar de ser un hombre maravilloso que había cosechado grandes éxitos (Sputnik, Gagarin, el primer paseo espacial…), el programa lunar de Koroliov era ridículo. Constaba de un cohete formado por 37 cohetes más pequeños o, como dicen en El Cosmonauta, un pájaro muy gordo que nunca podría volar. Efectivamente, en esa carrera por llegar en primer lugar a la Luna los tres prototipos que lanzan los rusos explotan. Y los americanos lo hacen mejor, tienen más suerte y acaban ganando la carrera espacial a pesar de haber perdido en todo lo demás. Primer satélite, primer perro, primera mujer, primer hombre, primer paseo espacial, primera sonda y vuelta a la Luna, primera foto de su cara oscura… Todos estos logros fueron soviéticos menos el de caminar sobre la Luna, que fue el gran golpe de efecto a nivel de marketing. Una vez se llega allí se acaba el interés político. Por eso El Cosmonauta juega con la idea de que cinco años después de que Armstrong pisase el satélite, Breznév dice: «Por orgullo tenemos que llegar también a la Luna aunque no seamos los primeros en hacerlo». Y así da permiso a Cheloméi para desarrollar su plan en secreto. Si sale bien lo contaremos y, si no, nadie sabrá nada. Juego con la idea de que eso podría haber pasado y que como salió mal nunca se contó.

–¿Qué te parece esa teoría conspiradora que sostiene que Estados Unidos nunca puso un pie en la Luna?

–Cuando te empapas un poquito sobre el funcionamiento de la carrera espacial te das cuenta de que es imposible que hubieran simulado el alunizaje. ¿Que eran capaces de armar una campaña de publicidad lo suficientemente grande para fingir la llegada a la Luna en un plató? Sí, pero hubiese sido relativamente fácil descubrir el engaño. Ya en aquella época [1969] había tropecientos métodos para saber si el objetivo estaba culminado. De hecho, habrían sido los rusos los primeros en desmentir el alunizaje estadounidense si se hubiese tratado de un fake. A no ser que hubiesen estado compinchados, algo que no tiene sentido porque a la URSS también le interesaba ser la primera nación en llegar a la Luna por pura propaganda política.

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–Me ha parecido interesante esa distinción que haces entre los programas espaciales soviético y estadounidense. Curiosamente, el ruso me parece más liberal y competitivo que el americano.

–Es curioso que fuera así. Cuando leí todo lo que leí sobre la carrera espacial rusa aluciné en colores. No me puedo creer que no se conozca esa historia porque ahí tenemos material para escribir 30 películas de acción alucinantes. Aventura, superación, camaradería, rivalidades… El caso ruso es mucho más interesante que el estadounidense, se podrían hacer tranquilamente diez Apolo XIII. Llegué a conocer a varios cosmonautas que vivieron en la Ciudad de las Estrellas y eran increíbles las experiencias que te contaban.

–¿Cómo fue tu primer contacto con Rusia?

–Fui en 2008, un año antes de lanzar el proyecto de la película. No solo visité la Ciudad de las Estrellas, también seguí los pasos de Andréi Tarkovski, vi a su hermana y al compositor de sus películas. Todo eso me sirvió a fondo para empaparme de la cultura rusa y, además, compré los trajes que se usarían en la película.

–¿Dónde los compraste?

–En el mercado negro. Fue una auténtica aventura comprarlos. No son trajes de cosmonauta realmente sino los que se utilizaban en los entrenamientos. Son suborbitales: los utilizaban lanzándose desde aviones en el límite de la atmósfera, a 20 ó 25 kilómetros de altitud. Son parecidos a los que utilizó Gagarin en su momento. Nos salió a mil euros cada traje, unos 40.000 rublos. El problema fue sacarlos del país. Los rusos son gente bastante complicada con este tema y cuentan con bastantes leyes para proteger el material militar histórico. Nos ofrecieron unos certificados por 3.000 euros que aseguraban que los trajes eran falsos. Aquello era un lío, así que acabé recorriéndome medio Moscú con 40 kilos de trajes espaciales metidos en dos bolsas hasta llegar a la Embajada española, donde toqué el timbre sin tener cita ni nada, para decir «por favor, necesito ayuda; quiero ver al embajador». Quedamos en manos de un agregado cultural que se apiadó de nosotros porque le caímos muy bien y que envió el material a España por valija diplomática a bordo de un barco. Los trajes volverían dos veces a Rusia para rodar las escenas de invierno y no hubo problemas para meterlos y sacarlos del país.

–Todavía no hemos hablado de la campaña de crowdfunding que convirtió a El Cosmonauta en un caso único en el cine español, pero las dificultades ya arreciaban. ¿Te planteaste alguna vez que no sería posible rodar la película?

–No y esa fue una de las razones por las que la hicimos. Si lo pienso ahora se me ocurren dos millones de razones por las que podría no haber salido adelante la historia. Si hoy en día me viene un chaval de 20 años a decirme que quiere hacer una peli de un millón de euros sin tener experiencia, rodar en Rusia y dos países más utilizando 120 localizaciones, de época, en inglés y con 140 planos de efectos especiales… ¡Y con crowdfunding! Si eso pasara le diría que está demente, una de las cosas que me dijeron a mí.

–¿Quién te dijo que aquel proyecto sí tenía razón de ser?

–Toda la gente que apoyó la película. Tuvimos a muchas personas detrás que pensaron que aquello era una locura que se debía hacer. Dentro de la industria pensaron que aquello era inviable, pero otros mucho sí que apostaron por ella. En Riot Cinema [junto a Carola Rodríguez, Javier Cañada y Bruno Teixidor] teníamos claro que si se caía la mitad del presupuesto hacíamos la mitad de película pero que El Cosmonauta saldría para adelante de una manera u otra.

–¿Nunca pensaste que rodar una película de soviéticos en inglés podía ser una tara a la hora de aportar veracidad a la cinta?

–Lo pensamos mucho pero vimos que no había otra manera de llevarla a cabo si no se rodaba en inglés. El guión original del corto y el largo iban en ruso hasta que nos dimos cuenta de que iba a complicar todo el proceso bastante. Hubiese sido muy difícil conseguir actores rusos y rodar con los timings que rodamos al tener a un traductor en el set haciendo de intermediario constantemente. Soy un director muy de actores (cosa que muchos directores no hacen) y necesitaba poder comunicarme con ellos, más si cabe al ser mi primera película.

–Te habrías sentido muy ajeno a la película.

–Sí y aunque con el inglés no me sentía totalmente cómodo podía manejarme bien. Tampoco tenía sentido rodarla en español porque al hacerlo en inglés le dábamos la mayor difusión internacional posible.

–¿Cómo se convence a un elenco de actores ingleses para que se sumen a este proyecto tan poco común?

–Gracias a Lucie Lennox, una directora de casting muy buena que contratamos en Barcelona y que ya contaba con experiencia en películas grandes como Vicky, Cristina, Barcelona. Ella se enamora del proyecto y empieza a indagar en su base de datos de actores londinenses y entre 5.000 aspirantes selecciona a 500 de los que nos quedamos con poco más de 100. Viajamos cuatro veces a Londres para hacer criba hasta quedarnos con 20 a los que empezamos a cruzar para ver cómo interactuaban. Al final, tuve muy claro que tenían que ser ellos tres [Leon Ockenden, Max WrottesleyKatrine De Candole], entre otras cosas porque se enamoraron del guión y asumieron que las condiciones podían ser infernales. Los tres estaban en un punto en sus carreras en el que ya habían hecho cosas pero aún no habían despegado del todo.

–¿Se empaparon tanto de la historia como tú? ¿Concibieron qué significaba el papel de cada uno en ese trío?

–El protagonista, sí. Se lo leyó todo, documentándose mucho y metiéndose a fondo en el papel. Pero es un actor muy especial y el rodaje con él fue muy difícil. No acabó bien la relación, tuvimos muchos problemas. Los otros dos se involucraron menos en la parte espiritual del guión pero mucho más en la película. Cuando el protagonista empezó a darnos problemas sus compañeros dieron un paso adelante y se hicieron cargo de que la peli saliera adelante.

–¿Sin esa carga genealógica de migraciones que llevas en el ADN habrías podido hacer una ópera prima tan poco española?

–No creo que tenga que ver con eso. Hay creadores que tienen la necesidad de hablar de lo que conocen, de lo suyo. Lo hacen muy bien, pero cuando salen de ahí no suele funcionar. Otros, y es mi caso, se mueven por la curiosidad que les motiva para crear. Nunca podría hacer una peli idiosincrásicamente española porque es algo que no he vivido como algo muy propio. He viajado mucho, he conocido culturas muy diferentes y no sabría la forma de contar mi país, mi cultura o mis costumbres. Lo que me mueven son las historias que conozco. Por ejemplo, ahora no rodaría otra película de cosmonautas. Decidir qué vas a crear tiene que ver con el carácter de cada uno. Suele haber dos tipos de creadores bastante independientes: es difícil encontrar a un director más localista hablando de temas ajenos y viceversa.

–Decías hace un rato que se te han quitado las ganas de hacer otra película.

–Nos puso tantas trabas la industria para hacer El Cosmonauta dentro del sistema y, por otra parte, hay tan poco apoyo en España para lo innovador que ni por un lado ni por el otro. No tengo fuerzas para volver a pelear así. Si en alguno de los dos campos lo hubiéramos tenido mínimamente fácil podría plantearme sentarme a negociar, pero fue tan difícil… No me veo haciendo cine dentro de la industria y aceptando ciertas cosas y fuera de ella es casi imposible. El Cosmonauta prueba que hay un hueco, pero supone un esfuerzo tan grande que no sé si lo quiero hacer otra vez. Quizás me interese invertir toda esa energía en otra cosa, pero seguro que no será otra película. Ahora tengo varios proyectos e ideas audiovisuales, aunque no sé por dónde las voy a desarrollar. Desde luego, no será en España.

–En todo esto que me cuentas, ¿hay una sensación agridulce pese a que fuisteis capaces de recaudar casi medio millón de euro por micromecenazgo?

–No, agridulce no. Si la tuviéramos que calificar de algo sería de extradulce. El problema es estar cuatro años y medio planeando algo sin saber si vas a tener suficiente dinero para ello. En la industria te despreocupas, ¿pero merece la pena a nivel creativo? A pesar de todos los problemas sí que creo que el crowdfunding me dio una capacidad creativa que poca gente en el planeta tiene. Lo digo así, ni siquiera Spielberg tiene esa libertad para decidir.

–Y eso que tú tenías a miles de productores detrás, aunque también sabías que ninguno iba a entrar en el rodaje a proponerte cambios.

–Por eso pudimos ser rompedores y apostar por cosas que salieron bien y mal, depende del caso. Admito la parte de culpa por decidir algunos aspectos sin contar el consejo de alguien que pudiera haberme dicho que una película así no iba a ser rentable. Preferíamos el «vamos a probar a ver qué pasa» y eso me parece maravilloso. Sin embargo, soy consciente de que muchos vamos a tener que plantearnos la rentabilidad del arte y la presión que de ello se deriva.

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–Por ahí va mi siguiente pregunta. ¿Crees que cambiará la mentalidad a la hora de valorar el caché de una película por su calidad y no por el dinero que recaude o los premios que gane? ¿Una película debe hacerse para ganar dinero?

–Mientras el cine siga siendo tan caro, sí. El cine es la mezcla perfecta (o imperfecta) entre arte e industria. Es tan caro que o es rentable o no se hace. Eso es problemático cuando ves que no se puede hacer cine que no dé dinero. Dentro de diez años cualquiera con un portátil va a poder realizar una película tan espectacular como Transformers. Y no solo eso. Lo maravilloso es que dentro de diez años el ejemplo a imitar a nivel tecnológico ni siquiera va a ser Transformers. Creo que estamos cambiando nuestra manera de ver. A día de hoy hay gente contando historias en Instagram con más interés que en el cine. Es decir, con cero tecnología y muy buenas ideas. La tecnología está volviendo a ser una herramienta en favor del argumento. Antes solo podía contar historias quien tenía acceso a los medios técnicos y ahora todo el mundo puede disponer de la tecnología necesaria. El Iphone 6 ya tiene un estabilizador para grabar con el que se pueden hacer cosas que nosotros no teníamos a nuestro alcance en nuestra época de estudiantes, con todos los recursos a nuestra disposición. Todo se va a redifinir muchísimo.

–¿Pero los empresarios no seguirán teniendo algo que decir en la parte productiva? ¿No convendría tener a productores más enamorados del cine, de la parte artística del trabajo?

–Eso ha pasado siempre en los países más desarrollados pese a que existen sus diferencias. En Estados Unidos hay una conciencia social mucho más común para que la gente done dinero a ONGs y proyectos culturales o artísticos. Di una charla con los creadores de El mundo es nuestro, una película que admiro muchísimo aunque a ellos [Alfonso Sánchez y Alberto López] los admiro todavía más. Para mí esa peli tenía que haber reventado la taquilla.

–La España de hoy en día está metida por completo en esa oficina de banco.

–Es muy buena El mundo es nuestro y, además, muy divertida, sincera y humilde. En aquella conferencia ellos dijeron que nuestra labor como creadores es ejercer como «los psicólogos de la tribu». Somos rebeldes, cumplimos una labor social. Queremos emocionarte, sorprenderte, animarte… Hasta ahora alguien te tocaba con una varita y te decía: «Te ha tocado ser artista». Había una barrera de entrada a un sector donde unos poquitos estaban ganando dinero y el resto se quedaban esperando a ver cuándo te dejaban tener la oportunidad. Eso se ha ido al carajo. Los de dentro y fuera de la industria compiten en teoría en igualdad de condiciones. Todo se democratiza una barbaridad hasta el punto de plantearte quién es artista. ¿A quién le damos el dinero? ¿Por qué no darle la pasta al que sube fotos a Instagram y es un genio aunque no se considere artista?

–¿No crees en cambio que la percepción artística se está perdiendo a causa del ‘ruido’ de internet? ¿No hay demasiado ‘arte’ circulando por la red?

–Bueno, eso se relaciona con esa idea de que el arte tiene que ser algo muy sesudo y con mucha sensibilidad. Mi pelea permanente durante mi carrera artística ha sido con los técnicos que justamente dicen eso. Por suerte, mi director de fotografía [Luis Enrique Carrión] pensaba como yo; éramos muy salvajes. Rodamos casi toda la peli con una sensibilidad altísima. En cine a partir de 640 de ISO se considera que empiezas a provocar grano. La técnica dice que nunca puedes subir de ahí, se ilumina artificialmente o lo que haga falta, pero nunca se toca la ISO. Nosotros grabamos la película a 1280 y uno de nuestros técnicos se tiraba de los pelos. Gracias a que transgredimos esa norma El Cosmonauta se ve como se ve. Volviendo a la pregunta, no creo que haya fotos buenas o malas. Solo fotos que emocionan o no. Y a alguien le puede emocionar otra foto que a otro no le interesa en absoluto. Una obra empieza a existir cuando consigue llegar a alguien. Eso es éxito. ¿Se puede medir el éxito por la cantidad de gente a la que llegas? Es una manera de medir, pero no me parece la adecuada. No creo que haya exceso de arte, al contrario. Antes, el arte era un lugar al que ibas y te dejabas impactar un ratito y ahora el arte va contigo. En Instagram me estoy emocionando todo el rato, mucho más que cuando iba al museo a ver 20 obras seleccionadas por algún experto. Ojo, está muy bien que un señor con trayectoria haga una selección porque tiene criterio de curator. Yo puedo seguirle porque me guste su criterio, pero ya no dependo únicamente de lo que le guste a alguien así. En nuestros tiempos un curador de arte puede decidir colgar una obra en un museo o en Instagram.

–Buscando un paralelismo con el arte, en el caso del periodismo, que cada vez existan menos filtros profesionales provoca muchas veces que la información llegue sesgada a internet y sea comúnmente muy banal.

–En mi timeline de Twitter recibo noticias de los grandes periódicos internacionales, pero también del Russia Today, que es un medio serio que en realidad es de coña por su amarillismo. Nunca clico en las noticias de Russia Today, pero me hace mucha gracia ver los titulares. ¿Son fiables? Obviamente, no. No son lo mismo las noticias que elaboran ellos que las que elabora The Guardian, que es donde voy cuando quiero una información contrastada y seria. Simplemente, lo que está haciendo The Guardian es juntar a una serie de personas que tienen unos criterios y valores éticos a la hora de trabajar y ponerles una etiqueta detrás. Hay una criba de calidad, las infografías que hacen estos británicos son la hostia. Pero además de este periódico tengo a otros 20 en el timeline. Voy cogiendo de aquí y de allá y soy yo mismo quien hace de filtro para interpretar la realidad, no un periodista.

–El acceso diario a historias en cuanto a cantidad se ha multiplicado exponencialmente con la llegada de internet a nuestra vida diaria, especialmente con la popularización de los smartphones. El debate está ahí. ¿Esa ingente cantidad de historias nos abre nuevos caminos o nos satura para dejarnos únicamente en lo superficial?

–Como profesionales hay que dejar de ver a la información y a la tecnología como competencia. Imagínate que soy Scorsese y hace 20 años te dijera: «Mi competencia no es Spielberg, son los tíos que en el bar te cuentan chistes». Si mi misión es entretener y resulta que en el bar te pasas las tardes de puta madre no vas a ir al cine a ver mi entretenimiento. ¿Es competencia? No. Tú estás ofreciendo un producto que no tiene nada que ver con el cuentachistes. Compites por el tiempo y la atención, pero es otro lenguaje. En el caso del periodismo tiene tanto valor el periodista que está redactando desde el periódico lo que ocurre en unos disturbios callejeros de Baltimore, analizando mediante datos cuáles son las zonas más violentas de la ciudad para plasmarlo en una infografía, como el ciudadano que está haciendo un streaming desde la misma manifestación.

–Si lo que hace el amateur trasciende e informa más allá de lo superficial, también está haciendo periodismo. En esta profesión, como en otras muchas, los títulos universitarios no hablan por sí mismos.

–El periodista profesional no tiene que enfadarse porque haya periodismo ciudadano, lo que debe hacer es darle un valor añadido a su producto. El planteamiento de los tíos de Acuerdo fue: venimos de ese mundo en el que tenemos que vomitar noticias muy rápido y queremos hacer cuatro reportajes al mes. Fallaron estrepitosamente porque, por lo que sea, no fueron capaces de generar un contenido lo suficientemente interesante. Es, en el fondo, lo que hacen Jot Down y otros muchos. Hay quien decide convertir en novela lo que otros resumen en un tuit. Tu valor añadido es cuánto más inviertes en la elaboración de tu producto o cuáles son tus herramientas y fuentes y cuánto se diferencian de las que tiene tu competencia. Lo que no debe hacer el periodismo es rebajar su nivel e irse a lo fácil, ahí van a perder como en la guerra. Un periodista, por ética, no va a poder contar ciertas cosas demasiado rápido.

–Volvamos al cine. Cuando gobernaba Zapatero a muchos personajes del sector audiovisual se les llamaba «titiriteros» desde una derecha que les acusaba de vivir de «la sopa boba de las subvenciones». Ahora que gobierna Rajoy son muchos los rostros cinematográficos que critican la gestión del Gobierno, especialmente en materia cultural. No pareces una persona dada a perseguir verdades absolutas, ¿cómo ves esta situación?

–Durante muchos años he tenido una postura muy liberal en lo económico. Sigo sin creer en las subvenciones, al menos tal y como funcionan en la actualidad. Intentamos separarnos mucho de ese modelo porque resulta dañino para la industria. Las ayudas están mal asignadas y gestionadas. Son insuficientes y al mismo tiempo excesivas. Además, se está tejiendo una enorme red de fraudes y compra ilegal de entradas en un contexto completamente corrompido que no apoya el talento ni la calidad. Se promueve la industria, no la cultura tanto con Zapatero como con el PP. Hay que acabar radicalmente con todo eso, pero aún no tengo una posición totalmente clara respecto al debate gigante que se ha montado. No sé cuál es la cantidad de apoyo que el Estado debe darle a la cultura. Si nos metemos en temas profundos, yo estoy bastante en contra del Estado en sí, pero entiendo lo realmente complicado que es convertir este mundo en un mercado competitivo en el que solo pueda existir lo que sea rentable. No creo que deba ser así tampoco, pero es difícil saber a quién se le debe asignar lo que no sea rentable. ¿De dónde sale ese dinero? Es complejo y tiene difícil solución.

–¿Qué tenemos que envidiarle a Francia? ¿O a Argentina, un país que conoces muy bien?

–Son países que han sabido establecer un cierto orgullo por la identidad cultural y un cierto apoyo a los artistas. Eso, sumado a unas políticas muy fuertes de reinversión y porcentaje de películas francesas en taquilla (medidas con las que no estoy de acuerdo), da unos resultados. Creo que esas políticas tienen un punto bueno pero es muy fácil que se corrompan. Es maravilloso que se apoye la cultura, pero no sé si son los ciudadanos los que deben pagar por eso de esa forma. Este pensamiento lo tengo muy arraigado para todos los sectores, del cine a la agropecuaria.

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–Pero sí que te gustaría, como me comentabas a micro cerrado, que a una actriz de teatro se le aplaudiera al entrar en un restaurante, como ocurre en Argentina. Y que luego se la dejara cenar tranquila, claro.

–Yo preferiría que se la dejara cenar tranquila [ríe]. Las profesiones artísticas necesitan de cierta empatía porque cuando estás expuesto necesitas sentir una seguridad. Pones tu alma en manos de la crítica (lo que no ocurre en otras profesiones de la industria) y necesitas que te cuiden un poco. Sin ese cariño estás muy expuesto. Tendemos a odiar a los actores porque son gente muy demandante. En general, los actores son las personas más odiadas de este planeta. Pero, joder, hay que echarle huevos para ponerse delante de una cámara y exponerse como lo hacen durante y después del rodaje. Me parecen muy valientes. Por eso hay que cuidarlos, aunque algunos sean insoportables a veces. Con el arte ocurre igual. Como sociedad hay que entender la labor que tienen los artistas y buscar la manera de cuidarlos en medio de un ambiente muy competitivo y juicioso. Debemos hacerles entender que pueden fallar porque a nivel social nos sirven. Si pudiéramos encontrar un mecanismo para que los artistas pudieran vivir económicamente tranquilos se arreglarían muchas cosas. Pero eso ya es entrar en debates de quién se merece ese dinero y quién no.

–¿Puede ser crítico un cine que recibe subvenciones? ¿Se puede morder la mano que da de comer?

–Es bastante complicado. En el caso de España no ocurre y no creo que se dé en alguna cinematografía. Eso no solo ocurre con las subvenciones públicas, también pasa con los inversores privados. Una película está marcada por las pautas de sus cinco inversores. Hay mil cosas que marcan: rentabilidad, agenda, ideología política… Por eso el crowdfunding es maravilloso en un mercado con demasiados condicionantes.

–Uno tiene la sensación de que el cine que se lleva haciendo en Argentina desde mediados de los 90 es mucho más crítico con el presente y el pasado reciente del país que las películas producidas en España.

–La diferencia entre España y Sudamérica (porque en Centroamérica esto no suele pasar) es la poca capacidad de autocrítica que aquí tenemos. En España, en general, hemos tendido a lo fácil. Vivimos bien y parte de nuestra idiosincrasia bebe de un cierto hedonismo que admiro, comparto y me maravilla. Sin embargo, por eso hemos sido muy laxos a la hora de juzgar nuestra historia, política actual, pasada y futura; nuestro funcionamiento como sociedad; la industria española, ¿qué producimos?… Todo eso se ha envuelto de un cierto chovinismo. En Sudamérica han sido más autocríticos y han abierto al debate. Ellos están en un punto parecido al que estaba España en los años 80, saliendo de dictaduras. Aquí se nos fueron enseguida las ganas de hablar, debatir y poner según qué temas encima de la mesa. Durante La Movida y todo lo que ocurrió en los 80, al menos había una generación politizada que se había llevado muchas hostias de los grises y que cuando tuvieron libertad para expresarse mostraron su creatividad. España es un país en el que se nos ha convertido en apolíticos. No ha habido una tradición democrática que nos haya impulsado a ser seres políticos y participar en la polis. Estados Unidos tiene esa tradición desde hace 200 años y en los países que envidiamos de Centroeuropea y la Península Escandinava ocurre tres cuartas partes de lo mismo. Hay unos señores que gobiernan… pero gobiernan para todos. Que aquí hayamos empezado a debatir de política hace tres años es ridículo. Y ha pasado así. Antes nadie hablaba de política y ahora la mitad de nuestros muros de Facebook solo hablan de política. ¡Ya era hora!

Rafael Narbona nos defendió que fue La Movida la que precisamente desactivó la militancia política de la cultura en los 70 abrazando el hedonismo.

–Puede ser que después de 40 años de represión decidiéramos que tocaba disfrutar un poco y soltarse la melena. Quizás eso, mal gestionado, en lugar de evolucionar hacia una sociedad más política, social y activa, nos llevara a la situación en la que estamos. No lo sé. Lo que sí sé es que aquí falta tradición democrática. Se ve desde el mismo colegio: tengo unas taras educacionales tremendas porque aprendí a hacer raíces cúbicas pero nunca supe lo que era hacer un debate en clase. ¿Por qué no hicimos exposiciones públicas en las que aprendiéramos a debatir, a defender opiniones que no fueran las nuestras? También me hubiese gustado aprender otras cosas básicas, como cambiar una bombilla o aprender a conducir, en lugar de memorizar los nombres de los picos de la cordillera Carpetovetónica. ¿Nos han convertido en apolíticos? No busquemos conspiraciones judeomasónicas. Hemos sido nosotros los que lo hemos consentido y los políticos se han atrincherado en sus posiciones.

–Acabemos con cine y pensando en positivo. Me gustaría que nos confesaras el título de tres películas que te ayudaron a enamorarte de este arte y que nos soplaras el nombre de tres producciones que te hayan enamorado durante el último año.

–Tres películas que me ayudaron a enamorarme del cine… Sacrifico, de Tarkovski (o cualquier otra de este director). 2046, de Won Kar-wai, que podría competir con alguna de [Robert] Bresson. Del cine español te diría que o bien Arrebato [de Iván Zulueta], o (hago trampas) la trilogía de cortos de José Val del OmarTríptico elemental de España. Entre las cosas que he visto últimamente que me hayan roto la cabeza están Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, una película argentina que para mí ha reinventado el cine.

–¿Se llegó a distribuir en España?

–¡En ningún lado, ni siquiera en Argentina! La proyectaron durante un año entero en el MACBA, el museo de arte moderno de Buenos Aires. A Llinás yo le ofrecí enseñarla en España y no quiso. Merece mucho la pena verla, pero no está ni en Filmin. El director no quiso. En España me ha parecido brutal lo que ha hecho Carlos Vermut con Diamond Flash. Para el tercer lugar hay muchas candidatas, pero voy a decir otra española: Los cronocrímenes, de Nacho Vigalondo.

–Mañana llega un productor a tu piso de Barcelona y te pone sobre la mesa un montón de dinero porque le ha gustado mucho El Cosmonauta. ¿Harías la nueva peli que tienes en la cabeza?

–Sí, claro. He tomado la determinación de convertir el cine en un hobby y no en una profesión, orientando mi trabajo en otros sectores para encontrar fuentes de ingresos. En el cine voy a pasármelo bien y ya está. Así que aparece un productor para hacer la película que tengo pensada, genial, hagámosla. Con El Cosmonauta ya maté la necesidad del cineasta de jugarse la vida en cada plano, ahora solo quiero disfrutar.

–¿De esa necesidad de trascendencia ya eras consciente cuando escribiste esa escena en la que Andrei y Stas debaten sobre si el hombre tiene la misión o no de dejar su huella en el mundo?

–Lo fui un año después de estrenar la película. Siempre lo piensas, pero nunca lo aplicas. Yo he sentido que me jugaba la vida durante los cinco años en los que estuvo en vilo el proyecto, pero ahora el punto de vista es otro. He descubierto que hago cine porque me apetece hacer cine y nada más dando charlas, no rodando. Esa conexión con el público, emocionar y emocionarte, tener el feedback inmediato es lo que me ha permitido darme cuenta que el objetivo no es trascender con tu arte sino conectar con los demás.

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