Coger un avión un 26 de diciembre camino de Austria puede parecer una idea estupenda a cualquiera. Unas vacaciones en las montañas, en Navidad. ¿Qué más se puede pedir? Los amantes del imaginario norteamericano probablemente pensarán en esas películas donde los protagonistas son una familia perfecta que va a pasar las vacaciones a Aspen, los hijos juegan en la nieve y los padres toman café delante de una chimenea mientras los miran por la ventana. Si, como yo, eres una ávida lectora de Herman Hesse o Goethe, tendrás otra idea de cómo pasar esos días de asueto. Te imaginarás una Austria con niebla, frío y ruidos extraños que pondrían a cualquiera debajo de la cama.

El lugar elegido para pasar esos merecidos días de descanso no es Viena ni Salzburgo. Nada fancy. Es Wartberg, en el norte de Austria. Un lugar en medio de la nada, donde la humedad de la niebla te cala los huesos y no te deja ver más allá de lo que tienes inmediatamente delante. Un pueblo situado entre dos lugares innombrables. A pocos kilómetros donde el horror hizo historia. Terror. Pronuncias sus nombres y un escalofrío te recorre el cuerpo: Mauthausen y Amstetten. En el primero, miles de personas fueron gaseadas y maltratadas por los nazis, en el segundo, un padre tuvo a su hija encerrada en el sótano durante varios años, violándola repetidamente, haciéndole toda clase de barbaridades más propias de un monstruo que de una persona. El monstruo de Amstetten. Unas vacaciones entre la barbarie nazi y el horror de lo inhumano.

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Sin ningún tipo de duda, y aun sabiendo que voy a desquiciarme y amargarme las Navidades, decido visitar el campo de concentración de Mauthausen–Gusen. Es 28 de diciembre y me levanto temprano para  poder hacer la visita con tranquilidad. Si bien  intuyo que no voy a encontrar aglomeraciones (hace frío y llueve), no me esperaba encontrar el campo semivacío.

Llegas y hueles, la tierra húmeda, la niebla, el frío. Miras: nada alrededor, una vieja mina donde los prisioneros murieron a miles. Oyes la nada, que se hace insoportable. Y piensas en esos centenares de personas, desnudas ante la inclemencia de la intemperie, separadas de sus familias, sabiendo que podían morir de un momento a otro. Soportando malos tratos, insultos y vejaciones, por ser quienes eran. Judíos, comunistas y demás opositores políticos o ideológicos, gitanos, homosexuales y lesbianas, discapacitados… Personas.

Los primeros prisioneros llegaron al campo en 1938, en agosto, unos meses después de la anexión de Austria al III Reich. Mauthausen no fue un lugar escogido al azar: la cantera de granito fue decisiva, ya que los primeros presos fueron empleados en la explotación de la mina. La cifras hablan por sí solas: en 194p2, en Mauthausen-Gus men había 14.000 presos; en 1945, más de 85.000, la gran mayoría procedentes de Polonia, la Unión Soviética o Hungría. También había grandes grupos de alemanes, austriacos, franceses y españoles. Los presos españoles, que empezaron a llegar a partir de 1940, llevaban un identificativo con una “s” de “Spanier” en los triángulos de sus uniformes. Según datos de archivo, más de 40 nacionalidades distintas pasaron por uno de los campos de concentración más importantes y horribles de la barbarie nazi.

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Paseando por las diferentes unidades del campo se huele la muerte y la putrefacción. Los hornos crematorios, en el sótano de la enferma ería, aún conservados;  la cámara de gas, la “escalera de la muerte”, donde los presos morían mientras transportaban bloques de ceniza de sus propios compañeros gaseados e incinerados, la cantera, esa alambrada en la que algunos presos encontraron la muerte por decisión propia, buscando así, no el paraíso, sino quizás una alternativa al infierno en la tierra, la humedad. Esa llovizna eterna y esa bruma que hace la visita aún más insoportable.

Camino, leo los paneles informativos, las historias personales, los dramas familiares. La audio guía deshumaniza el momento, así que la desactivo y me pongo el mp3. No encuentro la música apropiada, me quito los auriculares y me sumerjo en el silencio del campo. Sólo 10 o 15 personas lo están visitando. Hablan entre murmullos, no parece que estén de vacaciones ni disfrutando de la visita. Es demasiado duro. Nadie bromea, ni se ríe, ni saca nada para comer. Las barritas de cereales se quedan en la mochila hoy. Apuesto a que sentimos las mismas náuseas. Todos pasamos desapercibidos, cuando te cruzas con otro visitante, bajas la mirada, como si te sintieras culpable de estar donde estás.

Más de 100.000 personas perdieron la vida en medio de esta nada, la mitad de ellos en los últimos cuatro meses que precedieron a la liberación el 5 de mayo de 1945, cuando el Escuadrón de Reconocimiento de la 11ª División Acorazada de los Estados Unidos llegó a las puertas del campo.

Salgo del campo, del memorial, de la tienda. Me alejo, físicamente y mentalmente. Ahí quedan las fotos para el recuerdo y las sensaciones vividas. Fuera del campo me transformo y vuelvo a ser yo. A medida que avanzo con el coche la neblina va desapareciendo, también deja de llover y algunos rayos de sol alumbran entre las tercas nubes. Mauthausen nunca volverá a ver el brillo del sol, el vaho en las inmediaciones del campo nos recordará siempre lo que allí ocurrió, las bajezas de un ser más diabólico que humano, una oscuridad que no debemos olvidar.

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