Reikiavik

Reikiavik, capital del boom turístico islandés, es una expresión extremadamente particular del neoliberalismo seglar. Ha sido convertida en el centro neurálgico de un estado de bienestar fantasma que entabla una estrecha relación biótica de comensalismo con el mercado internacional…como cualquier otro estado de bienestar contemporáneo, al fin y al cabo.

Hablar del boom turístico en Islandia equivale a conjurar un fenómeno de inmensas proporciones que marca una nueva era en la historia del país nórdico. La recreación, la hostelería y las finanzas crecen, en detrimento de una industria pesquera que perdió su hegemonía en la segunda mitad del siglo pasado. Se camina de lo sólido a lo volátil. De lo físico a lo virtual. De lo humano a lo mercantil.

Reikiavik ha caído. La joya de los vikingos ha sido robada por una horda de obreros aquejados de burguesía. Los colores intensos y la amplitud espacial que proporciona un paisaje volcánico de clima sub-polar mantienen una relación inversamente proporcional al alarmante crecimiento urbanístico, de carácter exponencial. Los precios suben con el crujir metálico de unas grúas amarillas que solían anunciar la llegada del buen tiempo, en una isla donde el verano era simplemente sinónimo de aprovisionamiento y mantenimiento. Los complejos hoteleros se elevan, soberbios, por encima de los humildes tejados coloridos, monopolizando las vistas a la bahía humeante.

En las oficinas gubernamentales y los pasillos del Althing (parlamento) todavía resuenan ecos de voces a favor de la privatización de los espacios naturales, en oposición a la subida del IVA en la industria turística, el cual se sitúa en un nimio 7%, siendo esta una cifra ridícula en comparación con la de otros vecinos europeos, como la de Reino Unido que asciende al 20%.

Los inspectores acaban de despertar de un eterno letargo invernal, asfixiados por la situación excepcional. Temen lo probable. La especulación sacará matrícula de honor en ocultismo y artes oscuras. La corrupción prosperará. La burbuja estallará tras alcanzarse el punto de inflexión en la demanda turística.

Pero las malas noticias siempre vienen a pares. La crisis habitacional que experimenta Reikiavik no tiene parangón en ninguna de las capitales europeas. Todo propietario decente desea pescar turistas-paloselfi en el inmenso océano de la masificación. Rusos, chinos, japoneses, españoles, polacos, canadienses…habitantes efímeros en su individualidad pero eternos en su colectividad consumista (que no comunista).Familias enteras se han visto obligadas a desplazarse a los suburbios. Los jóvenes sufren. Encontrar alojamiento a largo plazo depende de la moderna selección cibernética, temible oponente de la selección darwiniana en la lucha por el control de los destinos vikingos.

Los estadios intermedios son los grandes ausentes en toda esta transformación. La ciudad ha sido convertida en oro repentino. El proceso de gentrificación extrema que sufren los centros urbanos de metrópolis como París o Londres sigue una lógica progresiva y constante. Los ricos se desplazan hacia el corazón de las europas lentamente. Pero Reikiavik padece una enfermedad de causas y sintomatología propias. Turistificación severa y violenta.

Se trata, en definitiva, de una de las mayores revoluciones neo-liberales de nuestro tiempo. Una revolución que las tropas estadounidenses, tras la firma del nuevo tratado de cooperación militar entre EE.UU. e Islandia, tendrán el inmenso placer de contemplar.

Parece que la Revolución de las Cacerolas, como respuesta a la gestión bancaria irresponsable que desembocó en la crisis mundial del 2008, corre el mismo riesgo que otros movimientos populares de nuestro tiempo, como el 15M o la Nuit Debout… el de convertirse en el último suspiro de un paciente terminal que ha permanecido en estado vegetativo durante demasiado tiempo.

El futuro no está escrito, pero al presente no le gusta ser condescendiente.

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