Fotografía: Matías Eidelman

Septiembre no me convence, siempre me ha parecido un mes a medias. Un mes torpe. Y hace unas semanas, en aquellos últimos días del verano, me paseaba con esa nostalgia anticipada al término de las vacaciones por la terraza de mi habitación del hotel de Lanzarote; mirando llenarse el jacuzzi, el gel y el champú desbordándose por ambos lados. Caminaba desnudo y deprisa, precipitado de un lado a otro, rascándome la cabeza, reflexionando sobre la existencia, el trabajo, las injusticias, el amor, la caída de los mitos con el paso del tiempo y cómo hostias activar el botón de las burbujitas. Porque estoy en esa etapa de mi juventud, 23 aňos, en que, en vez de tratar de cambiar el mundo, me gustaría darme más baños largos por las tardes. Creo que era Murakami quien decía que en la vida hay que establecer ciertas prioridades.

Me quedaban solo treinta y pocos días entonces, ahora menos, para poder acabar una novela, y enviarla al concurso que quiero (dentro del plazo), cuya trémula corrección me tenía acalorado, pues había llegado un punto en que lo único que hacía, lejos de escribir o corregir nada, era hablar con cualquiera que se cruzara en mi camino sobre posibles títulos. Siempre se me atascan los títulos. Tanto que perseguía a mi madre en sus conversaciones y me anotaba frases sueltas en el móvil por si pudiera sacar algo de provecho. Y con las hijas pequeňas de la familia que venía con nosotros de viaje, discutía largo y tendido, en el avión, en la piscina, en el almuerzo, en la siesta, en la merienda, en la playa y en la cena, sobre opciones de títulos, cuánto que al final a la única conclusión que llegamos, ellas y yo, fue que las dejara en paz de una vez.

Para mi semana y media en Lanzarote, le cogí a mi abuela el primer tomo de En busca del tiempo perdido: Por el camino de Swann. Pensé que sería una buena lectura para tales días, y ella también, aunque al final no leí tanto como me hubiera gustado, que uno se despista y enreda en otros asuntos, y el libro le termina sirviendo un poco de posavasos en la piscina, e incluso de toalla; pero para eso están también los libros, para acompaňar de la mano de un lado a otro, por si acaso. Por lo menos le he podido copiar a Proust alguna que otra frase que me venía muy bien para mi novela. Cuando mi hermano pequeňo cuestionó este comportamiento, al verme copiar frases incluso de poesías y canciones, preguntándome si no era mejor que pensara yo algo original, no tuve más remedio que cambiarle de tema rápidamente. Le pregunté si sabía él cómo se hacía para encender las burbujitas del jacuzzi de la terraza de la habitación. Me insistió un poco, en lo de las frases originales, y entonces le dije si era consciente de lo cerca que estaba ya septiembre, y el verano de acabarse. Maldita sea.

Porque septiembre siempre ha sido un mes a medias, torpe. Y una de sus primeras mañanas, esperando de pie, ya en Madrid, junto al mostrador de la papelería más cercana a mi casa, pendiente de fotocopiar mi dni, escuchaba a un padre regañar a sus dos hijos, de no más de ocho años, porque salían de la tienda sin la más pequeňa de todas, una niňa de unos cinco o seis. La vi entonces a ella pasearse como si nada, muy contenta, y ojear unas revistas y tirar al suelo algunas chocolatinas que allí vendían, incluso intentar guardarse alguna en el bolsillo. Aparecieron los dos hermanos, que habían entrado a buscarla, y la sacaron de allí casi a rastras: «¡Nos has dado un susto de muerte!», le dijeron, exagerando. Que hasta los más pequeños se pierden a la vuelta del verano. Para eso están los veranos, supongo, para acabar un poco con todo. Me decía mi tía hace nada: “Vuestro primo parece que esté empezando una nueva vida”, y no me sorprende, cualquiera advierte algo así muy propio de un mes como septiembre.

Y yo andaba fotocopiándome el DNI para algún contrato por firmar. Porque a la vuelta de las vacaciones tenía tantas ganas de largarme de Madrid de nuevo que, recién llegado, empecé a buscar trabajos. Por todas partes, de lo que fuera. Tantos que hasta tuve que decir que “no” al puesto de repartidor en el Telepizza, después de haber hecho todos los trámites por conseguirlo, porque se me solapaba con otra cosa. Y así el último fin de semana de agosto ya estaba trabajando de camarero en un bar en el centro, de ocho de la tarde a dos de la mañana, tirando caňas, sirviendo tapas, poniendo y sacando lavavajillas y corriendo de un lado a otro escoba en mano, con tanta prisa (para adaptarme al medio) que cualquiera que me hubiera visto podría haber pensado que tenía cita para echar un polvo, y todo por seis euros la hora. Y cuando barría la terraza con la calle vacía, las colillas en el suelo y también algunas servilletas, reflexionaba sobre el futuro, algo anticipado, tanto que me imaginaba trabajando poco o nada más así, y sí alquilándome una casita en algún pueblo cercano al mar, en Inglaterra o Francia, donde pasara unos meses y pudiera dedicarme a escribir por las maňanas y leer por las noches, pasear por las tardes y tener numerosas citas con muchachas de la zona, tal vez enamorarme. Y desde allí seguir viajando. Pero supongo que todo eso no deja de ser también otra historia, quizás para otra novela. Aunque sí nos hemos preguntado mi hermano y yo por casa, recientemente, cómo andará el tema de la repoblación de los pueblos abandonados, si seguirán pagando en algún lugar de la península por irse a habitar la zona. Porque pudiera ese ser un buen trabajo. ¿Y usted, a qué se dedica? Yo, soy habitante.

Conduciendo a casa, a la salida de aquel bar, miraba distraído la carretera, y presentía ya en las piernas unas prósperas agujetas. Minutos después, cuando me tumbé en la cama, fue cuando empecé a encontrarme realmente mal; ahí se desencadenaron las anginas y las altas fiebres. Con las primeras décimas pensé: la culpa la tiene septiembre. Después ya solo pensaba cosas sin sentido con una toalla mojada en la cabeza que mi madre refrescaba cada poco tiempo. Y que en mi casa no hay termómetro, pero bien es cierto que no recuerdo la última vez en que una fiebre se me haya hecho tan insoportable, tan pesada, que el médico me mandó a ponerme dos días seguidos inyección de penicilina, y ahora cojeo de ambas nalgas, noqueadas por sendos pinchazos.

Al ir al hospital por segunda vez, a recibir ese segundo pinchazo en el culo, me crucé con un seňor de mediana edad y la que, me figuré, sería su madre. Una mujer mayor de pelo blanco y buen aspecto.

–Hijo. ¿Qué ha dicho el médico que tengo? –le preguntaba ella.

–Anemia. Tienes anemia.

–¿Anemia? No, no. Anemia no. Solo tengo las defensas un poco bajas.

Y eso mismo pensaba yo mientras tanto, si es que tengo las defensas un poco bajas… Y les miraba pasear y pensaba que cada vez siento un poco más la imperiosa necesidad de perder las prisas, que no sé de dónde las saqué. Supongo que son claros síntomas de juventud, pero a mis 23 aňos ya empiezan a molestarme. Voy a hacerme unos análisis de sangre, a ver si me dicen algo.

En los buenos ratos de aquella fiebre, empecé a ver películas de amor. Porque es lo que suelo hace cuando tengo fiebre. Ver todo tipo de comedias románticas facilonas. Y ya digo que las anginas me dejan muy blando, más sensible, o mucho más; y este tipo de películas y en situaciones así, si uno se despista, pues pueden gustar más de lo normal y conmover un poco. Que en uno de esos días, estando todavía en cama, entró mi padre en mi habitación, casi de pasada para preguntar qué tal y llevarse un par de vasos de los 700 que acumulo en tales condiciones en mi mesilla de noche (con todo tipo de líquidos: agua, cocacola, zumos, batidos, agua con ibuprofeno efervescente, etcétera), y me dijo:

–¿Pero qué película estás viendo en el ordenador que te ríes tanto?

–Nada, nada. Una que…

Claro que no me estaba riendo. Lloraba como una magdalena.

A la noche siguiente, un amigo me preguntó si andaba disponible para hacer de canguro a unos vecinos suyos y, a la vista de un trabajo fácil y bien pagado, dije que sí. Y confié en no contagiar a nadie.

A las dos y media de la madrugada, tenía a Proust en el regazo y la tele encendida; estaba sentado en un sofá antiguo, rodeado de cuernos y cuadros de caza. La casa en silencio. Había ido a cuidar a unos niňos gemelos de once aňos. Todo iba bien, parecían tímidos. Hasta que el padre salió por la puerta advirtiéndome que me anduviera con ojo con uno de ellos, y que le obligara a terminarse la cena, y que a las doce debían estar dormidos como muy tarde. Hablé con los chavales largo rato, y muy curiosos me preguntaron miles de cosas y todo marchaba estupendamente. Así, el chaval mencionado se puso en pie, dejando su plato lleno, y me enseňó unas esposas que tenía. Tan gracioso, le seguí un rato el juego hasta que me empezó a esposar por toda la casa. Primero a un viejo baúl, donde comprobé que no podía soltarme por mis propios medios, mientras él se regodeaba en su maldad, riéndose y diciendo que no iba a soltarme nunca. Después me esposó a la lámpara del salón, estando yo sentado al lado, y cuando le regañé, para que me soltara, cosa que hizo pronto, y me puse aún más serio para que terminara de cenar de una vez por todas, me dijo:

–No puedo.

–¿Cómo que no puedes?

–Porque estoy esposado a la puerta y no encuentro las llaves- y le vi lanzarlas entre los muchos trastos de la mesa del salón.

«Nada, según llegues estarán acostados, nunca dan problema», me había dicho mi amigo. Y en ese momento me llamó el padre, para preguntarme por los niňos y saber si el diablillo se había comido todo:

–Todo –dije, mirándole. Seguía esposado a la puerta, estando su bandeja a rebosar de comida encima de la mesa.

Menos mal que entonces, el hermano gemelo bueno, se acercó indignado al esposado, regaňándole y diciéndole que dejara de hacer el tonto, y cuando iba a aplaudir yo todo aquello, empezaron a liarse a hostias entre ellos. Y no supe si separarles o zurrarme también. Que de haber sido fumador entonces hasta me hubiera encendido un cigarrillo abandonado a las desgracias, pero tuve que meterme a apartarles y tratar de salvar alguna vida.

El chaval malvado se sentó, después de todo, delante de su comida. Y mirándome fijamente me dijo: «Si no me la acabo, mi padre se va a enfadar que flipas contigo», y volvió a ignorarme, y a no querer llevarse el tenedor a la boca… Solo levantó un par de veces el cuchillo para amenazar con tirárselo a su hermano, mientras yo tragaba saliva.

Cerca de las doce, hora de acostarles, les tenía en el sofá conmigo viendo una película en la tele.

–En cinco minutos os laváis los dientes y a la cama, ¿vale?

–Vale –dijo el bueno.

–A ti, a nuestra edad, te hubiera gustado que te dejaran ver la película entera- dijo el otro. Que me quedé en silencio, taciturno, mirando la pantalla, y tardé media hora más en acostarles.

Al rato de creerles dormidos, escuché cierto ajetreo en la habitación. Me acerqué y el hermano malo estaba aún con la ropa puesta. Se había subido en la cama del bueno y estaba pegándole con la almohada, mientras el otro pedía clemencia para dormirse de una vez. Di cuatro voces mal dadas y volví al salón, descompuesto, y pronto vi pasar algo corriendo por el pasillo. Al poco rato, lo mismo. Y otra vez, y otra vez. Me levanté del sofá mosqueado y me crucé en el pasillo al gemelo malo correteando, ya a la una de la maňana, y jugando a llevarse cosas de la cocina a su armario. Y al entrar en su habitación a tratar de acostarlo, empezó a dispararme con una pistola láser.

En el salón, ya la casa en calma y los niňos dormidos, se abrió la puerta principal de par en par y apareció un hombre mayor que en nada se parecía al padre. Muy simpático me preguntó que quién carajos era yo, y él dijo ser el primo, no sé de quién, y que se iba a acostar, sin darme tiempo a responder siquiera. Y desapareció.

Después me quedé echado en el sofá, alternando el leer y ver la tele, atento a que pasara cualquier cosa, algo más. Finalmente apareció el padre, y me pagó tan bien y tan encantador que salí de allí dispuesto a volver mil veces, con esos aires de grandeza de Al Pacino al inicio de la película Insomnio, cuando camina hablando a la policía joven y contándole la importancia de las cosas pequeňas.

–¿Quiere que tome nota?- dice ella.

–No. Lo recordaré –dice él.

Esa noche dormí poco y mal, todavía algo tocado por las anginas, y al día siguiente empezaba a trabajar de camarero en un Cañas y Tapas que hay cerca de mi casa. Porque se me había hecho tan cansado lo de ser camarero en ese otro bar que una semana después ya estaba repitiendo con algo así, tan distinto, y no sé bien por qué. Me puse un pantalón negro, unos mocasines y me fui al local. Firmé mi contrato y dije que no me encontraba bien, que mejor empezaba ya por la noche. Volví a casa, dormí la siesta y volví al trabajo. Me vestí el uniforme que me dieron. Y cuatro días después, tras colocar manteles, fregar platos, tomar notas, servir y limpiar mesas, secar cubiertos, barrer suelos y acicalar cuartos de baňos, al salir el lunes de mi turno de mediodía, me comí en el salón de casa unas lentejas y una paraguaya (ese fruto tan semejante al melocotón), para coger fuerzas para el turno de la cena que me tocaba hacer. Hablaba así, echado en el sofá como la maja, con mis padres, mis hermanos y un amigo, de los estudios, del trabajo y de alguna otra cosa, cuando noté que me picaban mucho los ojos. Muchísimo. Y la cara. Y la boca, y me picaba la frente también. Y mucho más los ojos, más y más todavía. Me levanté un momento al baňo para mirarme en el espejo. Tenía la cara como un tomate, llena de ronchones y los ojos saltones. Mi madre, después de que todos en casa se rieran un rato con mi cara, me llevó a la farmacia y hube de tragarme dos antihistamínicos.

–Y si le sigue yendo a más, habrá que llevarle al hospital –dijo la farmacéutica al verme. Que casi me tomo entonces la caja entera.

Lo trágico de todo esto es que yo no he tenido alergia a nada en mi vida, y me siento como un hombre al que hubieran despojado de su juventud sin previo aviso. «Será que te has vuelto alérgico a la fruta», me han dicho. Pero sé lo que realmente pasa aquí. Y es que soy alérgico al trabajo. Y esta misma noche, no sin antes tirarme una bandeja entera llena de cervezas espumosas por encima (haciendo aňicos todas las jarras y montando un escándalo del copón ante las chicas, anonadadas, a las que iba a servir), le he dicho a mi jefa que lo dejaba, que lo nuestro se acabó.

Que es que a mí septiembre no me disgusta tanto, pero sin trabajo de por medio. Así que, con el futuro y los trabajos, voy a hacer como esa niña pequeña en la papelería: dar unas cuantas vueltas, ojear las revistas, coger alguna chocolatina, cómodamente perdido, hasta que tropiece con la puerta o venga a alguien a sacarme tirando de las orejas.

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