Tratar de entender por qué hacemos lo que hacemos ha sido uno de nuestros pasatiempos favoritos como especie. Y, en resumen, toda la discusión ha girado en torno a tres posturas radicales con a sus variaciones intermedias y respectivas mezcolanzas: nuestro comportamiento es innato (por instinto, porque está en el ADN, porque Diosito así lo quiso, etc…), nuestro comportamiento es aprendido (de los padres, la sociedad, la escuela, la televisión, etc…) y nuestro comportamiento es una decisión consciente (y, cuando no lo es, es simplemente porque nos dio flojera tomar la decisión o ser conscientes, o ambas).

Conforme uno crece y se va volviendo más ruco también se va inclinando por aceptar como válida alguna postura al respecto, hasta que llega ese maravilloso momento en que uno se vuelve padre (o madre o profesor de parvulario) y entonces los huercos, facilito, sin-querer-queriendo, le cuestionan a uno todas sus creencias y posiciones ante la vida.

En mi caso, yo he preferido la tercera opción sobre por qué hacemos lo que hacemos y desde hace un par de décadas que me gusta burlarme de las falacias naturalistas, ésas que dicen “si es natural, es bueno”, “si es natural, es hermoso” y similares. Pero resulta que mi hija –de dos años y medio– desde que nació tuvo problemas con ese poco trivial asunto de la comida. Por un lado, todo le caía mal (por lo que comer se asemejaba harto a una sesión de tortura) y, por otro, ya que aprendió a desplazarse por cuenta propia, todo parece indicar que eso de engullir alimentos sentadita le parece una soberana pérdida de su valiosísimo tiempo para jugar y descubrir el mundo (por lo que en la casa –su casa– solemos hacer “comida corrida”: la niña corre de un lado al otro y sus progenitores vamos tras ella para darle un pedacito de carne o una cucharada de sopa de estrellitas).

Así, ya se imaginará, hemos intentado de todo. La opción tres, por ejemplo, explicándole todas las bondades de alimentarse sanamente para que ella, de forma libre y consciente, decida que tiene que comerse sus quesadillitas de una buena vez. Y su variación: llevarla al refri y preguntarle qué le apetece almorzar a la nena. La opción dos con cualquier cantidad de variantes que se nos han ocurrido. Por ejemplo, 2.1 “Monkey see, monkey do” o, lo que es lo mismo, ahí nos tiene sobreactuando lo delicioso que está el caldito de pollo para ver si se le ocurre imitarnos; 2.2 “el premio” o si te terminas tu arrocito, vamos por una cocada; 2.3 “el castigo” o esto es lo único que hay para cenar, tú decides si te lo comes o te vas a la cuna; 2.4 “el intercambio” o dale una mordida al jitomate y luego te puedes comer un pedacito de cecina; y un larguísimo etcétera.

Sin embargo, hace como un año descubrimos algo que no sólo le gusta sino que funciona casi como un impulso: que lo que se vaya a comer aún forme parte de una planta. Así ha probado los limones, las mandarinas, las fresas, las moras, el carambolo y un racimo de frutas más que, por lo general, le encantan (por suerte, claro, no vivimos en Madrid, Nueva York o la Ciudad de México, sino en un lugar donde todo esto se puede conseguir caminando por las calles del barrio). ¿Por qué le gustan? Mejor aún, ¿por qué un día puede negarse a probar una fruta que está en los huacales del mercado y al día siguiente lanzarse por ella si la ve colgando de una rama? ¿Es una cuestión instintiva? ¿En algún recoveco de su cerebro o ADN mi hija se acuerda de “cuando era changuito” y comía frutas de los árboles?

Mi parte escéptica y burlona suele decirme a mí mismo que, si lo anterior fuera cierto, entonces la próxima vez que mi hija vea a un perro atropellado se lanzará a devorarlo porque, claro, “cuando éramos changuitos” no sólo comíamos frutas y nueces sino que éramos en buena parte carroñeros. Y sí, yo como usted, dudo que esto ocurra. ¿Entonces?

Entonces hace unos meses, caminando por alguna calle nos encontramos con una planta de algodón y me puse a explicarle, del mismo modo que con las frutas, qué era y para qué servía esa motita blanca. Le encantó. Al regresar a casa fue al botiquín y me dijo, levantando la bolsita, “¿algodón?”, y nos pasamos la siguiente hora deshilvanando algodones prensados. A la fecha, sigue recordando perfectamente qué es el algodón, para qué sirve y de dónde proviene.

Así, sigo pensando que la tercera postura es la más acertada: uno decide lo que hace, analizando sus opciones y rangos de libertad a partir del conocimiento que posee. Sin embargo, por si las dudas, vamos a comprar macetas y a empezar a sembrar calabacitas, chayotes, chícharos, zanahorias y demás en la casa, para ver si así la huerca ya le encuentra el gusto a las verduritas.

PS.- Mi hija primero conoció las vacas que pastaban cerca de casa y le expliqué que de sus ubres venía la leche. Meses después nos encontramos con una plantita y le dije:

–Mira, m’ija, esto es albahaca, como la que usamos para el espagueti.

–¿Mu? Ja ja ja ja ja.

Así que sí, al parecer, también se le da de forma innata eso de los albures. ¿Será un rasgo evolutivo de nuestra especie?

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