A estas horas, tras el accidente de avión en los Alpes franceses, parece ser, según dicen en los medios, no hay supervivientes. He visto la noticia en una red social muy poco después de haber ocurrido y he sentido que de primeras el ser humano ya no experimenta grandes emociones en el momento que las sabe. La he leído sin mayor sobresalto, lo que a mi juicio —y objetivamente también— es muy grave. Ha sido luego, viendo a los familiares en el aeropuerto para saber algo más de los suyos, cuando he reaccionado súbitamente. Apenas pude no llorar pensando lo que uno piensa cuando le ocurre algo así a otros, cuando saben que han perdido a un familiar (o a varios a la vez) que esta mañana dejaron en el aeropuerto sanos y salvos cogiendo un avión, el medio de movernos más seguro que usamos por millones a diario.

Unas horas después, en el mismo momento de escuchar las noticias mientras decían (no con estas palabras, pero dando a entender) que no habrá supervivientes, yo me he resistido en redondo a darlo por cierto. El avión ha caído en una zona con montañas de 3.000 metros, con nieve y de difícil acceso. De acuerdo, no pinta bien. Pero nadie puede tener esa certeza. La mente juega a darse plazos de prudencia con los que retrasa lo más posible lo que será definitivo, si bien no inminente. No pueden obligarnos a ser derrotistas sin haber hecho nada antes, no va implícito en la condición humana. Habrá que ver cómo está aquello cuando lleguen las autoridades y los equipos de rescate y los medios del tipo que sean que hagan falta, y será entonces cuando vean con sus ojos lo que ha sido finalmente el destino de un vuelo como tantos que sobrevuelan sin problemas los Alpes. Cosas más insólitas se han visto, como todos recordamos, y la esperanza es un bien que abunda por todas partes, tanto más cuanto la desgracia se encierra en el corazón de uno y no le deja respirar como lo hacía unos segundos antes, antes de conocer la noticia.

Cuesta hacerse a la idea de una pérdida, pero una pérdida repentina, la que pasa en un abrir y cerrar de ojos —y el sospechar que no habrá cuerpo que velar, que no habrá flores sobre una tumba— nos hace ahogarnos en lágrimas y en desesperación desde que el cerebro es consciente de la magnitud del hecho. Qué tristeza tan grande se siente dentro y fuera y en derredor. Qué desasosiego. Qué pura angustia malsana. Y cuánto llanto reprimimos los demás, aliviados porque esta vez no nos ha tocado sufrirlo en propia carne.

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