No hace falta ver mucho cine español para darse cuenta de que en este país los muertos siguen vivos. En La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), los fantasmas del franquismo atormentan en forma de recuerdos, tradiciones y perversiones tanto a muchachas inocentes como a la pareja de policías formada por Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo.

Los dos agentes se ven involucrados en la atmósfera costumbrista del pueblo en el que investigan la desaparición de dos hermanas, en las ciénagas del río Guadalquivir. Estas zonas pantanosas, idóneas para cualquier vida menos la humana, presencian el desarrollo de la investigación, al mismo tiempo que los agentes luchan contra los susodichos fantasmas, todo bajo la vigilancia de esa lluvia persistente, que envuelve los alrededores de un pequeño pueblo del que todo el mundo se quiere ir, pero nadie consigue dejar atrás. Juan (Javier Gutiérrez) y Pedro (Raúl Arévalo) sufren el desprecio de los aldeanos desde el primer momento en que llegan a la escena del crimen. Un desprecio similar al que sufre el cine español, que es conocedor de una agonía profunda alimentada por su propio país. El público español perdió el interés por el cine nacional hace varios años; como al niño feo del colegio, se le hacía el vacío con cada película estrenada. Sin embargo, quedan aún muchos espectadores, amantes de las producciones estatales, que confían en un cambio de actitud del respetable respecto a nuestro cine. Películas como La isla mínima, líder de taquilla tras dos semanas en cartel, demuestran que esa masa de espectadores escépticos podrían darle una oportunidad a los títulos nacionales si el cine español hace el esfuerzo de adaptarse sin olvidar los rasgos propios que se han heredado de las obras de Berlanga, Buñuel o de un Almodóvar aún en activo.

La isla mínima, ganadora del Premio Feroz Zinemaldia en el Festival de San Sebastián, es un drama policíaco ambientado en el final de la dictadura española que consigue alejarse de la tendencia cinematográfica tradicional sin olvidar sus raíces. En clave de thriller, rescata rasgos del film noir, característica que los espectadores noveles descubrirán con admiración, y que aquellos nostálgicos más experimentados reconocerán con familiaridad. La delincuencia se retrata tenebrosamente en ambientes húmedos con una iluminación que se explaya con los claroscuros. Por eso son las marismas del Guadalquivir las verdaderas protagonistas de la historia, espectadoras activas de la trama que aportan al filme una personalidad diferente, proclamando que se puede hacer buen cine español, y que ellas son la prueba viviente.

la isla mínima

Son tan impactantes los planos aéreos del estuario del río Betis, cuyos surcos se asemejan a los del cerebro humano, que no es de extrañar el premio recibido por Mejor Fotografía en el certamen donostiarra. Captar la vitalidad de las marismas no es tarea fácil, pero el equipo de Alberto Rodríguez fue capaz de mantener esa atmósfera gracias a las fotografías del ya fallecido Atín Aya (fotógrafo sevillano cuyo trabajo se centró en los paisajes despoblados debido a la mecanización del campo, y los trabajadores que de allí fueron desplazados) y el uso de micro-helicópteros para el resto de planos cenitales, todo de la mano de Alex Catalán, director de fotografía que ya acompañó a Rodríguez en Grupo 7 y trabajó con Icíar Bollaín en También la lluvia, posiblemente la película española que más importancia le había dado al paisaje hasta la aparición de la cinta ambientada en las marismas de Doñana.

El largometraje ha sido múltiples veces comparado con la serie de la HBO True Detective tanto por su parecido visual como por su trama, la de una pareja de agentes cuya relación no destaca por su complicidad que andan tras la pista de varios asesinatos, cada uno más escabroso que el anterior. Tachar de plagio al filme no tiene sentido, pues fue rodado en octubre de 2013 y la serie americana se estrenó en febrero del año siguiente. Sí se puede percibir, en cambio, un gran parecido con Crónicas de un asesino en serie (Salinui chueok), película coreana del año 2003 dirigida por Joon-ho Bong (director de Snowpiercer entre otras). El protagonista, de la misma manera que Juan y Pedro, llega desde la gran ciudad a un pequeño pueblo donde se concentran varios casos de violación y asesinato. La lluvia, los campos encharcados, la morbosidad de los crímenes y la violencia ejercida por los agentes de la policía local son varios de los puntos en común con el largometraje español, que incluso desarrolla la investigación de manera excesivamente similar.

Las actuaciones de Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo son dignas de mencionar, aunque solo la primera ha sido premiada con una Concha de Plata. El actor gallego, que nos tenía acostumbrados a actuaciones que se alejaban del ambiente criminal y explotaban frecuentemente su vis cómica, resuelve con eficacia en esta ocasión el papel oscuro que le fue asignado. Esa capacidad para interpretar a un hombre lleno de tinieblas nos permite pensar en una transición hacia papeles más complejos y protagónicos en una carrera impulsada especialmente por el perdurable éxito de la serie Águila Roja, donde da la réplica desde hace un lustro a David Janer. Por otra parte, Arévalo demuestra una versatilidad impresionante, capaz de encarnar a un hombre de armas en la época posfranquista justo después de haber participado en proyectos como La vida inesperada (Jorge Torregrossa) o La gran familia española (Daniel Sánchez Arévalo). Estos papeles se alejan mucho de la crudeza que presenta La isla mínima y confirman al ganador de un Goya por Gordos como uno de los mejores intérpretes de su generación.

La violencia policial que presentó Alberto Rodríguez en su anterior obra, Grupo 7 (2012), es potenciada en este caso por los valores del régimen militar, que permanecían a flote en los humedales del sur español. A diferencia de Grupo 7, esta violencia se extiende por los hogares del pueblo, sobre todo volcada hacia las mujeres. El río refleja una sociedad machista, incapaz de asimilar la muerte de una dictadura que exhala sus últimos alientos. Juan, el agente más veterano de la pareja, responde al silencio de los sospechosos con vehemencia e impulsividad, como hiciera Gene Hackman en Arde Mississippi. Esta furia pronto se transmite a Pedro, fruto de la frustración de una investigación estancada.

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La negligencia de la Guardia Civil, la crueldad de los asesinatos, la inocente desesperación de las lugareñas y la intensidad espiritual de los paisajes sureños hacen de La isla mínima una de las producciones más potentes del cine español de este año. Y hablar de producciones lleva fácilmente a pensar en el componente económico del cine. Durante los años 90, un distribuidor de Hollywood manifestó que “la única manera de acabar con la agonía del cine español es dejarle que se muera”. Este comentario cobra sentido cuando se considera el cine como un negocio, momento en el que la liquidación es la respuesta inmediata a la insolvencia de una empresa carente de rentabilidad. Pero el cine europeo, y el español unos pasos por detrás, se ha caracterizado por tener motivaciones más artísticas y expresivas; aspiraciones que generaban muy pocos ingresos en comparación con el cine producido al otro lado del charco. En la actualidad, esa sensación de eutanasia cinematográfica sigue presente en forma de subvenciones efímeras que nacen de una gran desconfianza en la capacidad de hacer caja de una película española. Esto genera un círculo vicioso de poca financiación y poco éxito en taquilla que no hace más que acrecentar la tan sufrida agonía.

Por suerte, el cambio en el cine español mencionado en el comienzo de este artículo da sus primeras señales de vida. No sólo se acaba de batir un récord de taquilla con 8 apellidos vascos, también ha sido un placer disfrutar de La isla mínima en una sala abarrotada. Ojalá entremos en esta dinámica de buenas producciones y buenas respuestas del público, porque será en ese momento en el que romperemos la barrera económica que frena a nuestro cine más próximo.

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