Fotografías de Miguel Ángel Sánchez

En 1492 algunos españoles chocaron con un continente cuya existencia desconocían. Como usted denomine a ese acontecimiento –conquista, encuentro de dos mundos, invasión u ocupación– revelará su opinión política al respecto y la simpatía o antipatía que siente por alguno de los dos extremos del conflicto: el Imperio Español o los pueblos que habitaban en este continente que después habría de llamarse americano. A pesar de los más de 500 años que nos separan del acontecimiento, los pueblos originarios sobreviven. Han remontado dificultades que se antojaban insuperables: el despojo de su territorio, la pérdida de su autonomía política, muchos de los elementos de su cosmovisión religiosa. Esos pueblos siguen, sin embargo, de pie y mantienen una digna lucha para dejar de ser extranjeros en su propio territorio.

Algo parecido ocurre con el pueblo palestino. La partición de Palestina, concebida después de terminada la Segunda Guerra Mundial para ofrecer al pueblo judío un hogar nacional, desplazó al pueblo que, desde muchos siglos antes, habitaba aquel territorio. Conmovida la opinión mundial por el genocidio nazi contra los judíos, no cayó en la cuenta del drama que significó para el pueblo palestino el establecimiento de un Estado que terminó desplazándolos en forma violenta y, después de la Guerra de los Seis Días, ocupando militarmente todo el territorio. Se quiso reparar una injusticia y terminó cometiéndose otra. El pueblo palestino terminó pagando una deuda que no le pertenecía, un desastre que ellos no causaron. Hoy Israel es el único Estado democrático que mantiene una ocupación militar sobre otro pueblo.

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Enrique Krauze, basado en una entrevista concedida por Gershom Scholem, fundador en 1925 de la Universidad Hebrea de Jerusalén, ha descrito con lucidez los momentos en que una convivencia Israel-Palestina pudo haber sido posible [1]: El primero se dio en los años veinte y principio de los treinta, cuando el grupo Brit Shalom (Pacto de Paz), abogó por la creación de un Estado binacional. La buena convivencia entre árabes y judíos abonaba a esa posibilidad. El llamado fue desoído por las naciones, ocupadas todas ellas en asuntos más importantes que en la sobrevivencia de dos viejos pueblos sin Estado propio.

El segundo momento llegaría después de la Guerra de los Seis Días. Cuando Israel triunfó sobre la coalición de todos los países árabes y borró para siempre la pretensión de desaparecer el Estado de Israel y “arrojar a todos los judíos al mar”, emergió una posibilidad que habría cambiado para siempre el rumbo de los acontecimientos. David Ben Gurión, cuenta Scholem, sugirió devolver unilateralmente todos los territorios ocupados. Así Israel demostraría que luchaba por su seguridad y no por afanes de expansión o conquista. La derrota moral sobre los árabes que declararon la guerra hubiera sido definitiva. Como bien señala Gabriel Zaid: “Eso habría hundido a los árabes en la resignación, y más aún de repetirse la aventura y la derrota. Me atacas, te castigo y me retiro. La humillación habría sido aplastante [2]”. La oposición a la anexión territorial, sin embargo, no prosperó y la oportunidad histórica se perdió. El triunfo militar de Israel no tardó mucho en convertirse en su derrota moral.

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La década de los noventa ofreció un posterior momento de posibilidad de paz y entendimiento: Isaac Rabín, veterano de muchas guerras, y Yasser Arafat, líder histórico del pueblo palestino, iniciaron un camino de diálogo. Se vislumbró la que parece, hasta hoy, la única ruta posible para desenredar el conflicto: la aceptación del establecimiento de un Estado palestino en Gaza y Cisjordania y el pleno reconocimiento de la existencia de Israel y la garantía de su seguridad. Jerusalén podría ser la capital de ambos pueblos o, como lo ha sugerido en numerosas ocasiones El Vaticano, una ciudad de carácter internacional. La oportunidad se perdió de nuevo, esta vez por el encono de los fanatismos religiosos de ambos pueblos.

El resto de la historia parece un cuento de nunca acabar. Dos intifadas, numerosos muertos, escenas dantescas en la más reciente guerra de julio de 2014, la desigualdad abrumadora en términos militares, la semejanza de los radicalismos fanáticos y fanatizantes en ambos pueblos, el arribo a los círculos de poder, tanto en Jerusalén como en Gaza, de facciones extremistas… un panorama que no permite albergar optimismo alguno.

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El pasado 17 de diciembre Barack Obama y Raúl Castro anunciaron al mundo la reanudación de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos. Dicen que las negociaciones secretas duraron 18 meses; dicen que el Papa Francisco animó y apoyó el proceso de negociación… El caso es que, de repente, atisbamos una realidad nueva: dos enemigos que parecían eternos e irreconciliables han decidido privilegiar el diálogo por encima de la diatriba, la negociación por encima de la descalificación mutua. La reanudación de relaciones diplomáticas, que ha venido acompañada por un intercambio de presos políticos puestos en libertad, no solucionará todos los problemas, pero traza una senda hasta ahora inexplorada: la del mutuo entendimiento y la de la aceptación de que la realidad no es única, sino plural, y que pensar distinto no tiene que enfrentarnos, sino que puede enriquecernos.

La complejidad del conflicto de Medio Oriente dista mucho de poder compararse con el resabio de guerra fría que acaba de finalizar con el anuncio Obama-Castro. Hay, sin embargo, un punto de contacto entre ambas experiencias que quisiera resaltar. Castro y Obama han realizado un gesto audaz y han mostrado una ruta posible. Para ello, Obama, por mucho el jugador más poderoso en este binomio, ha debido romper la inicua tradición de aislamiento que ha mantenido Estados Unidos hacia Cuba y deberá resistir todavía el embate de la férrea oposición de los radicales anticastristas de Miami y desmantelar el bloqueo criminal que se ha mantenido por muchos años. Castro, por su parte, ha mostrado que se puede sentar a la mesa de negociaciones sin que esto deba interpretarse –en una argumentación bastante frecuente en los círculos gerontocráticos cubanos– como rendición o pérdida de la dignidad. La aportación de ambos mandatarios ha sido lanzar al mundo el mensaje de que el entendimiento no requiere de la humillación del contrario y de que el diálogo es posible sin que nadie tenga que ponerse de rodillas.

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Aplicar esta ruta al conflicto entre Israel y Palestina no parece imposible, si se apelara a la buena voluntad que ha faltado en los últimos tiempos. Esto implicaría para Israel fortalecer a la Autoridad Nacional Palestina y a su líder Mahmud Abbás como interlocutor, lo que dejaría en evidencia el fanatismo del partido Hamás y el de los movimientos religiosos judíos que insisten en el establecimiento de nuevos asentamientos. Dicha interlocución, desde luego, deberá construir una ruta resuelta y permanente que desemboque en el establecimiento de un Estado palestino, haciendo las concesiones que para esto sean necesarias. Por parte de los palestinos, la contraparte indispensable será la de reconocer de manera definitiva la existencia legítima de Israel y garantizar plenamente su seguridad impidiendo que se ataque a Israel desde su territorio. Ambos, Israel y Palestina, deberán luchar en contra de sus respectivos fanatismos, tal como harán Obama y Castro en sus distintos ámbitos.

No parece que eso vaya a ocurrir pronto. La polarización, tanto entre judíos y palestinos, no parece permitir por el momento el triunfo de la buena voluntad… pero también la reanudación de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos se antojaba igual de imposible. Israel y Palestina son dos pueblos a quienes une la historia y la geografía. Sólo la moderación y la tolerancia triunfarán por encima del encono. Ojalá pronto haya lugar para la esperanza. Tanto el pueblo judío como el pueblo palestino merecen la paz.

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[1] KRAUZE E. ‘Toma de Conciencia’, Letras Libres 189 (México, septiembre 2014) pp. 18-23. El eje temático de todo el número es el conflicto entre Israel y Palestina.

[2] ZAID G. ‘Una guerra interminable’, Letras Libres 189, pp. 16-17

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