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“¡Coño, pero que bien estás! ¡Te has puesto como un sapo!”. Así, con un acento cubano de lo más tierno, recibía el pianista, músico y maestro Bebo Valdés (Quivicán Cuba, 1918 – Estocolmo, 2013) a su hijo Chucho (Quivicán Cuba, 1941) después de cinco años sin verse. Los citaba Fernando Trueba en un estudio de Nueva York para que se reencontrasen, charlasen y de paso grabar una escena para la película Calle 54. Las cámaras serían testigo. Las teclas de dos pianos de cola entrelazados entre sí (y no sólo físicamente), serían el soporte de esa conversación. ¿Por qué Bebo Valdés y Chucho? ¿Por qué ese momento de reencuentro con su hijo después de cinco años sin verse? Por varios motivos.

Eso es la música. Inesperada, informal, impuntual, incongruente, imprecisa, inabarcable, indiferente, insuperable, increíble, incomparable, inusual, intocable. Valgan los “in”. Porque no podemos describir la música con palabras afirmativas. Sólo podemos sospechar de que por ahí van los tiros. Es capaz de dejarnos perplejos durante dos horas de concierto o hacernos enfurecer hasta sentir la misma presión de una lata de refresco que ha rodado unos cuantos metros en los ojos. Es capaz de hacernos recordar lo importante que era nuestro padre cuando nos daba cien pesetas para que nos compráramos una bolsa de chucherías. Hasta es capaz de unir a dos personas confrontadas por ideas radicalmente opuestas y hacerlas creer en el amor del prójimo. Es capaz de hacer creer que otro mundo es posible. Es un ejemplo a seguir, un modelo. Es una forma de pensar, una manera de creer, una vida por vivir.

Pero no vale con eso. Si la música solo fuera esto, se quedaría en palabras y en ejemplos abstractos inaplicables a nuestra vida cotidiana. Sí, esa por la que, aunque nos hayamos olvidado, merece la pena disfrutar. Decía Paco de Lucía, que él era un músico “de pijama”. Era feliz al levantarse por la mañana, hacerse una taza de café, coger la guitarra y soñar despierto. No necesitaba aplausos, reconocimientos, títulos, premios… Era feliz con él mismo porque había encontrado a su verdadero amor. Y no tenía precisamente carne y hueso, cotizaba en bolsa o estaba esculpido en bronce. Era de madera y sí que es verdad que tenía un poco de la forma de una mujer. Más perfecta aún. Amiga, compañera, escudo y espada (para enfrentarse a los clásicos y flamencos del ego que le acusaban de caradura por tocar con la pierna cruzada), columna vertebral y cerebro que siente y padece. Murió con él, de la mano, habiendo impregnando nuestra memoria de la melodías de Entre dos aguas, Zyryab, Chanela, Concierto de Aranjuez… Nos ha dejado cosas que de repente un día, sin saber cómo ni por qué, aparecen en forma de silbido. Y eso puede suceder 40 años después de haber escuchado por última vez dichas melodías. ¿Qué tiene la música que nos hace recordar? La usamos hasta para aprendernos las tablas de multiplicar. ¿Merece la pena estudiarla y escribir sobre ella? ¿La estaremos ofendiendo? Quizás sí, pero no importa. Es tan imperfecta que no le afectan las críticas. Está curada de espanto.

El jazz se escucha en los salones de fiestas de los dueños del mundo. Esos que no conocen el valor del dinero. Pero el jazz es la música del sufrimiento de una raza esclava que anhelaba un mundo libre. Al igual que el blues, que el flamenco, que la música afrocubana, que el rock en muchos casos. ¿Existe la música para élites y otra para el proletariado? ¿Se puede crear un sentimiento popular a través de una canción? ¿Se puede sonorizar una marca para darle un contenido específico? ¿Se puede identificar a una persona por el timbre de voz? Supongo. ¿Se pueden reencontrar padre e hijo para hablar, reír, sentir o padecer encima de un par de pianos con ochenta y ocho teclas cada uno? (¡Ojo! Que hay negras y blancas. A ver si va a estar ahí la cuestión…) Dejando atrás esos cinco años que llevaban sin cruzar una mirada en vivo. Queden atrás los motivos de trabajo, personales o secretos y que suene que suene. Que esto es la música: hablar de todo esforzándose para que todo quede bien escrito para que luego lo que esté escrito quede en el olvido y se recuerde lo que oyes. Hablar de todo y que esos silencios de largos minutos sean parte de la conversación con un verdadero amigo. Que le vamos a hacer, somos personas. Imperfectas. Como la música. Y a mucha honra.

PD: En estos últimos años perdimos a los dos (Bebo y Paco). Se merecían que se hablase de ellos. No es un premio. No les hace falta. Nacieron ya premiados de un don.

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Ilustración: Jorge Berenguer

Fotografía: Alberto Cabello

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