Siempre que te mueres le molesta a uno un montón, o por lo menos a mí, que la gente ni se inmuta.  No, perdón, que te dueles. Siempre que te dueles. La gente ni se inmuta. Es poco comprensiva y a la mínima se exalta por nada, sin entenderte. Hasta tal punto que le sacan a uno de quicio. Como cuando vas en el metro una mañana cualquiera, de pie, agarrado como puedes a la barandilla, entre esa aglomeración tal de gente que te impide quitarte el abrigo, la bufanda y los guantes, y empiezas a sudar. Notas la cara roja y las piernas hinchadas. El calor es sofocante, pero no puedes moverte. Intentas quitarte hasta las pulseras de la muñeca, por aliviar el calor. Y notas que no vas a sobrevivir, no. Lo percibes en el ambiente cargado y la respiración entrecortada, y en que hay dos señores gordos inconscientes a tu lado, sin pulso. Y te alarmas. Es imposible sobrevivir así, y siguiendo tu instinto te acercas a los asientos más próximos, donde hay algo más de espacio y aire fresco. Llegas casi arrastrándote, y levantas en brazos a una señora octogenaria que está sentada y medio dormida. La dejas caer al suelo, apoyándola con sumo cuidado, por supuesto, y tomas su asiento. Echas la cabeza en el respaldo, bajando la cremallera de tu abrigo, notando el pecho latir débil y marchito, desacompasado, y, quitándole el periódico al hombre de tu lado empiezas a abanicarte. Coges la botella de agua de la joven que tienes delante y te la rocías por encima, como tantas veces has visto hacer a los runners. Y es entonces cuando se te acerca una señora cincuentona que te apunta con el dedo y te dice:

–¡Jovencito!

Y es que el metro es un lugar complicado, y siempre lo fue. Hace solo unos meses el rumor del ébola recorría las calles de Madrid como una tormenta de arena, y, sólo unos pocos, los que descendíamos a las profundidades de esa ciudad subterránea para coger el metro, sabíamos lo que se terciaba allá abajo. Nadie se acercaba a los demás. Las señoras zarandeaban los dedos como un vaquero que carga sus pistolas, los hombres miraban a todas partes mascando tabaco, y los niños… los niños andaban señalando a diestro y siniestro al grito de: “¡Él lo tiene!” Que me señalaba uno un día y yo gritaba: “¡Pero hijo de la gran puta!” Y la madre entonces me atestaba una hostia con el bolso; por si acaso tuviera el ébola no me atizó con la mano. Sí, la tensión era mucha, pero la gente guardaba silencio, esperaba a hablar del tema al salir de los vagones, con la elegancia y nobleza esa del árbitro que espera a sacar la tarjeta cuando el jugador se haya levantado del suelo. Llegó un punto que la gente entraba al metro silbando, tarareando un himno de guerra, un poco tipo Los Juegos del Hambre, o como Hemingway. La gente entraba agarrándose a todas partes, por sostener las piernas, y tú ibas al metro a morir directamente. Y cuando salías de casa cada mañana le entregabas a tu madre un dossier de cartas por si no regresabas, para tu amada, una tal Lupe, de un pueblo andaluz, con seis hijos y una granja en las montañas, que te esperaba. Y no le dabas el beso a tu madre en las mejillas, se lo dabas en la frente, con lágrimas en los ojos. Tú, no ella. Tu madre flipaba, claro.

El metro sin duda es un lugar curioso. Contaba Enric González como una vez, en el de Londres, cuando volvía a casa, se paró el tren y se apagaron las luces, atravesando un túnel. El tipo, claustrofóbico que era, se echó al suelo simulando carantoñas para distraerse, hasta que los sacaron de allí. Cuando así fue, él ya llevaba rato casi catatónico y calculando el poco oxígeno que le quedaba allá abajo, y que obviamente le robaban los demás.

Luego está lo de ligar en el metro. Que no está mal, se puede intentar. Pero siempre acaba uno en la misma conversación y metido en un lío. Te agarras a una barra, de pie, siempre de pie, y dejas que se sienten las señoras, que no por bondad ni empatía. No, que va. Lo haces para que nadie te diga nada a las ocho de la mañana. Ni jovencito, ni cosas así apuntándote con un dedo. Entonces te acercas a la rubia estudiantil de cuerpo exuberante que disimula en una esquina no haberte visto. Tú sonríes, pícaro de ti, y saludas con cierto desinterés, como si pasaras por allí de casualidad. Entonces empezáis a hablar de todo un poco y acabas enredándote, y, sin saber cómo, terminas hablando sin querer con un par de señoras que estaban de pie más al fondo, y saliendo con ellas del metro una parada más tarde que la tuya, debatiendo si la merluza lleva sal gorda o sal fina. Y al final, algo aturdido, te encoges de hombros. Que tú solo querías ligar un poco, y a esas horas. Y piensas que te ha pasado un poco como a Jack Sparrow, cuando entra a un convento pensando que es un puticlub y acaba saliendo con una monja bajo el brazo.

Fotografía: Wiki Commons

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