Sin embargo, el idealismo degenera, por supuesto. La nobleza de los principios con los que ambos intentan autoengañarse -desfacer entuertos, desagraviar inocentes, amparar viudas, defender siempre al pobre de la opresión del poderoso; el amor a la familia, el deber sagrado de proveerla, asegurar su supervivencia, etc- al comenzar sus correspondientes aventuras, termina cayendo como el velo que protege la estancia más sagrada de un templo grecolatino: tanto Don Quijote como Walter White acaban asumiendo la propia verdad de la naturaleza de sus locuras. Lo hicieron todo por ellos mismos. Por escapar de sus propias vidas, por alejarse de la mediocridad, por enfrentar sus destinos adversos, por trascender la poderosa jaula invisible donde sacrificaban sus delirios de grandeza: sus fantásticos sueños de juventud -alimentados en un caso por la febril lectura y en el otro, por la conciencia del talento propio y la constatación diaria de la brillantez desperdiciada- ahogados en la ola de la realidad vacía, granítica, inexpugnable: un hijo no deseado que te obliga a descartarlo todo y comenzar de pronto; un tiempo en el que ser hidalgo ya no significaba cortar cabezas de moros, asaltar castillos y rescatar princesas de las garras de un dragón, sino medrar en la corte y buscar un matrimonio conveniente.

Don Quijote rechaza, al final, la palabrería de las novelas, tras la que se había parapetado para construir a su alrededor el castillo de excusas a su pretensión de romper el círculo vicioso que asfixiaba su inane vida de hidalgo empobrecido de La Mancha. Walter, en su memorable conversación postrera con Skyler, rechaza también el manido pretexto de la familia. Es el quiebro definitivo de su idealismo original. La pasión humana flota, postrera, sobre la superficie, hundiendo las disculpas literarias. No hacen falta razones artificiales: ambos querían fugarse de la casilla que el destino les había asignado. Al principio, Walter elaboró incluso una lista con los motivos para matar, o no, al primero de los bad guys. Como Don Quijote, debía dilucidar si el conflicto transgredía, o no, las reglas de la andante caballería. Luego ya no hizo falta: el hidalgo de Cervantes y el profesor de química de Giligan buscaban con ferocidad el pretexto para blandir la espada: Don Quijote marchaba colérico al centro de una vereda por donde había de pasar una manada de toros bravos por una trivial disputa dialéctica, lo mismo que Heisenberg, quien aniquilaba a su propia esposa cada día, demostrando con arrogancia que no necesitaba ya de ninguna lista para determinar la rectitud de sus acciones. El camino hacia la soberbia les llevó a que sus alter ego se apoderaran de ellos mismos, provocando, por supuesto, la caída de ambos protagonistas: final que ambos asumen con la dignidad de dos personajes de cuya herida mortal fue culpable una esquirla del cristal que les saltó al corazón en el momento en que rompieron la celda que los enclaustraba.

Si el idealismo es el rasgo que une Don Quijote con Walter White, el reverso del mismo concepto es que nexo que conecta a los dos escuderos. Tanto Sancho Panza como Jesse Pinkman comienzan desde la casilla de lo material. Cabe reseñar la naturaleza prosaica que los escritores le reservaron a ambos personajes. Sancho es un labriego, un hombre de campo. Zafio, analfabeto, habla ensartando refranes, bebe empinándose la bota sobre la boca abierta y eructa con la gallardía del español medio después de almorzar. Es un tipo satisfecho que se conforma con poco. Jesse Pinkman es algo parecido, con la salvedad de que es un veinteañero cuyos resortes, dormidos, lo hunden en la abulia y un spleen decimonónico en cuanto algo los activa. Pinkman es un fracaso escolar que pasa olímpicamente de la autoridad paterna y deja el instituto atraído por el dinero fácil del menudeo y el narcotráfico de baja intensidad. Los dos personajes, Panza y Pinkman, son atraídos por los protagonistas mediante lo mismo: la codicia. El primero acepta unirse al chiflado de su vecino por un salario indeterminado y, sobre todo, por la promesa de gobernar una isla y ser nombrado conde. Don Quijote azuza la avaricia malsana del ignorante labrador agitando delante de sus pequeños ojos el trampantojo de la insula y las riquezas innumerables que el destino desparramará sobre la cabeza de Sancho. Del mismo modo, Pinkman acepta asociarse con Walter White únicamente por dinero. Walter vence, paulatinamente, la renuencia de su joven compañero jurando, como el hidalgo manchego, que los beneficios se multiplicarán exponencialmente tras cada nuevo golpe de gracia. Tanto Panza como Pinkman se nos presentan, al principio, como personajes cortos de luces y tremendamente manipulables, amén de temerosos e impresionables. No es esta una cuestión baladí, puesto que ambos crecen en su condición de segundos espadas a la sombra de los protagonistas, moldeados por el cincel de unas historias que se desarrollan en torno a las dos figuras centrales: Don Quijote y Walter White.

QUijote

A medida la trama avanza, tanto en El Quijote como en Breaking Bad asistimos a la evolución de sus personajes de un modo que podríamos denominar simbiosis. Los escuderos aprenden a costa de las desventuras de los hidalgos, y también enloquecen junto a ellos. Sancho Panza termina creyendo que su amo es la flor y nata de una caballería andante rediviva en su triste figura, así como Jesse Pinkman camina desde el desdén inicial hacia la admiración absoluta -que al final deriva en la creencia de que su antiguo profesor de química es un poder omnímodo- en su percepción de Walter White. Tanto Sancho como Jesse acaban depositando ciegamente su fe en las capacidades de sus compañeros, y de la codicia primera pasan a la adhesión inquebrantable conforme transcurre el relato. Se alistaron por los beneficios materiales. Sin embargo, ahora creen. A pesar de que en Breaking Bad el escudero se enfrenta al hidalgo, y abomina de él, el último grito del Jesse Pinkman liberado, es de una admiración feroz que cierra el círculo entre los dos personajes: mira por el retrovisor y exclama para sus adentros “¡la hostia, señor White!“. No lo dice, pero nosotros sabemos que lo piensa. En El Quijote Sancho Panza termina creyendo en la caballería andante incluso cuando Don Quijote reniega de ella así como de su alter ego, pero el paternalismo condescendiente y protector con el que Alonso Quijano trata a su escudero desde su primera salida juntos hasta su propio testamento es idéntico al que Walter White ejerce sobre su joven colega. Sólo cuando Jesse reniega de él y decide castigarle, entonces Heisenberg, puesto contra la pared, traiciona ese paternalismo tan entrañable como peligroso que recupera al final, cuando desprendido de toda fantasía caballeresca asume su propia condición de mortal y se prepara para terminar con honor.

Por supuesto, que tanto en la obra cervantina como en el show de la AMC los héroes combatan a los malos en pareja ayuda a identificarlos entre sí, aunque esta no sea una característica excluyente de ambos relatos de ficción. De cualquier manera, en pareja afrontan los peligros de sus salidas por los páramos de La Mancha, y en pareja cocinan sky blue incluso hasta en el desierto alrededor de Albuquerque. En pareja logran sus exiguos triunfos y en pareja reciben los molimientos que la cabalgada de Don Quijote y de Heisenberg deparan, sobre todo, a sus compañeros: tanto Sancho como Jesse sufren en carne propia las consecuencias de las acciones de sus adláteres. Es el sino de estos escuderos, quienes soportan la carga tanto física como espiritual de la incertidumbre, el daño y la destrucción que caminan parejas al vuelo libre de los dos protagonistas. El idealismo primigenio se pervierte, la solitud de Walter y de Don Quijote -que los separa de los demás, haciendo incomprensible su anhelo de control y presentándolos ante el mundo como freaks- se tuerce hacia el daño real, y los escuderos apostatan: uno se va a gobernar una ínsula, otro se aparta asqueado. Pero sus caminos están condenados a cruzarse.

Los escuderos, depositarios del delirio que se apodera de sus compañeros, se embarcan en la aventura incierta sin quererlo del todo, pero no son dueños de sus caminos: son actores secundarios. Crecen y se redimensionan como personajes al albur de los acontecimientos, tejiéndose sobre los destinos de Don Quijote y Walter White cual si fueran una enredadera, de tal modo que al final ellos ya no son testigos, sino también protagonistas: abrazan un idealismo postrero justo cuando la realidad derriba de sendos golpes a Heisenberg y el Caballero de la Triste Figura. En ese momento final, en ese rapto definitivo, Sancho cree en la andante caballería, en las insulas y las princesas cuyos reinos han sido robados por ogros inmundos; cree en los genios encantadores y en que todo puede resolverse con la fuerza de un solo brazo. También Jesse termina luchando por algo que no es tangible, ni siquiera beneficioso. Busca resarcir una cuita, acaba peleando por un fantasma. En ese instante, los héroes ya han caído: Don Quijote ha sido malherido por Sansón Carrasco y camina cabizbajo hacia la tumba y el desengaño, y Walter ya ha asumido su condición de monstruo, su culpa, su responsabilidad directa en el Caos. Cervantes primero y Giligan después completan, así, la vuelta, el giro de 360 grados. Los hidalgos arrojan la ilusión fuera de sí, arrostrando las consecuencias de todas sus acciones, y los escuderos finiquitan la tragedia travestidos, ajenos a su condición mortal primera.

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