Van primero las disculpas al lector por otro artículo sobre Grecia. La saturación informativa de los medios de comunicación, con un mensaje superficial y trágico ha creado una postura reacia sobre un tema que tiene muchas vertientes a enfocar. Una fuente de múltiples chorros, la versión bonita de un barco con forma de queso Gruyere. Grecia no es sólo el reflejo de la crisis económica. Si sólo fuera eso. Grecia es el ejemplo más claro de muchos fracasos. El primero, la carencia de relevancia del pueblo.

Si Sócrates, Platón o Aristóteles levantaran la cabeza tampoco pasaría nada. La democracia helena es un mito en el que existían esclavos y clases sociales tremendamente diferenciadas. Un idealismo que se quedó, tan sólo, en el ágora. Grecia dio una lección de democracia simbólica el pasado 5 de julio, porque el referéndum ha resultado ser una pantomima con todas las letras. Y esto resulta insultante. La izquierda emergente se ha quedado en el segundo apelativo, el de emergente, porque de nuevo se metió en el barrizal de ser incapaz de mantenerse firme ante la boca del lobo. La historia de siempre.

Pero, vayamos por partes. El primer fracaso, indiscutible, es el de la Unión Europea, al que le sobra lo de Unión –más o menos como lo de la izquierda emergente–, porque lejos de acercar un continente históricamente bélico entre sí, se ha alejado de realidades y se ha dedicado a mantener una élite de demostrada dudable necesidad. Los ritmos económicos están sujetos a demasiadas variables, muchas de ellas sociales. En esencia, el capitalismo es de mecanismo simplón: beneficio máximo. Cada país funciona de una forma diferente, con unos tipos de consumo y unas costumbres también muy diferentes. Los ritmos económicos no se ajustan ni se mueven idénticamente ni aunque todos los países tuviesen el mismo nivel de riqueza. Porque ésa es otra, que la Unión Europea nunca tuvo en cuenta las radicales diferencias de algunos de sus miembros. No obstante, ya hablé de ello en la gran estafa europea.

Lo que me queda decir de la Unión Europea es algo sencillo pero de gran magnitud. La poca legitimidad que tenía y que le otorgaron los diferentes gobiernos que decidieron entrar en su momento se termina cuando un pueblo, ciudadanos europeos según la Unión Europea, decide rechazar sus planes. ¿Qué potestad tiene, entonces, la Unión Europea para decidir qué medidas tomar si la gente que les ha votado – ahí sí son ciudadanos reconocidos – decide estar en contra de sus representantes? Todo lo que ha venido y se ha extralimitado de esta idea de pensamiento es un ataque de soberbia por parte de la institución continental.

La Unión Europea es gran culpable en la situación actual de los griegos, con dos rescates que sólo han hundido en la miseria al país. ¿La solución es un tercer rescate? Sin ser economista, pero, ¿qué lógica tiene endeudar más a un país que te está diciendo que no puede pagarte la deuda ya contraída? Igual la sensatez debería ser una carrera universitaria.

Pero no es la Unión Europea la única abertura del casco del barco griego. Quizás una de la más longevas, pero no la única. Syriza se alzó con el poder gracias a un discurso rompedor y esperanzador para aquellos alternativos y heréticos que estaban hasta donde me permite la educación del Eurogrupo, la Troika y todo lo que viniera de Bruselas sin ser belga. Prometieron cosas que no han podido hacer, y aunque han pasado seis meses (la legislatura dura cuatro años), el fracaso viene en la pésima oposición hecha a la hora de la verdad. Seis meses mareando la perdiz, pero cuando se puso tensa la cuerda, Syriza se ha entregado. La convocatoria del referéndum fue un mordisco, una rebeldía plausible, el aliento que por la noche falta a los más abnegados. Por un momento hizo creer. Nadie se puede hacer a la idea lo que conlleva esta última afirmación.

El referéndum demostró democráticamente –eso que tanto se defiende desde las élites europeas culpando a la teórica izquierda emergente de querer acabar con ello– lo que los griegos han pronunciado en las calles durante años. No, no y no. Con ese aval, Tsipras y Varoufakis podrían haber hecho frente a las embestidas europeas. No hay mayor fuerza –o no debe haber– que la palabra del pueblo. Nada de cuentos de ilusos rojos y pragmáticos azules. Basta ya. ¿Grecia tiene mucho que perder? ¿Y cuánto la Unión Europea? Sí, ese discurso que no sale en los medios de comunicación. Nadie habla de que una salida del euro por parte de los helenos sería la primera piedra en la construcción de un fracaso que se ha fraguado desde su origen, casi. Una vez caída Grecia, caerían más. La torre de Bruselas se vendría abajo. Tantos años desperdiciados bajo el control de una soberanía europea ficticia y de pacotilla. Pero Tsipras y Varoufakis parecieron directores de esos medios de comunicación. Abogados de la Unión Europea. Traidores de su pueblo.

Varoufakis dimitía para facilitar las negociaciones con el Eurogrupo en un acto cobarde y de engañabobos. ¿Era el ministro un problema para los acuerdos? ¿Quién tenía realmente ese problema? Si lo tenía la Unión Europea era su responsabilidad subsanarlo, no el gobierno griego. Varoufakis le dio la espalda a sus griegos cuando decidió tal acto. Había conseguido una victoria importante, por estúpida que parezca: ser incómodo a los de Bruselas. Y cuando tenía ese triunfo parcial decidió regalarla. Su sustituto ni siquiera se ha esmerado en mantener la línea base de su antecesor. Grecia se había vendido. Había rajado el casco de su propio barco.

Son los dos principales boquetes por los que se hunde aquel país de filósofos, olimpiadas, democracia e imperio. No los únicos, también unos medios de comunicación al servicio de sus dueños, una sociedad incapaz de entender que los designios de sus vidas les pertenece a ellos y a nadie más, un sistema fraudulento obsoleto pero que respira cada vez que se le concede más permisos de vida, etcétera.

Grecia es un barco nauseabundo, con demasiadas heridas en las vidas de sus tripulantes. El crucero que nadie ve navegar por sus hermosas islas. Si Sócrates, Platón o Aristóteles levantaran la cabeza igual sí que pasaría algo. Al menos habría quien reflexionase, aunque fuera desde una tumbona y con un racimo de uvas que llevarse a la boca.

Fotografía: Wikimedia Commons

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